[pullquote author=»Manuela» tagline=»112 años»]Sigo viva[/pullquote]
Hay vidas anónimas que merecen ser contadas. Esta es una de ellas.
Corría el año 1895 cuando Oscar Wilde veía por primera vez sobre un escenario londinense La importancia de llamarse Ernesto, Sabino Arana sentaba las bases del Partido Nacionalista Vasco, miles de cubanos se sublevaban contra España a las órdenes de Martí y unos obreros salían de la fábrica Lumière en Lyon a través de una gran pantalla. Ese mismo año de finales del siglo XIX nacía Rodolfo Valentino, el gran actor italiano y primer sex-symbol de Hollywood; Buster ‘The Great Stone Face’ Keaton apareció en escena silenciosamente en un campo de Kansas; el presidente Santiago Bernabéu exhalaba su primer «Hala Madrid» en Almansa; y Dolores Ibárruri venía al mundo en riguroso rojo minero en el corazón de Gallarta.
También en 1895, un 18 de junio, martes, nacía en Llamas, lugar de la parroquia de Santianes, en el asturiano concejo de Grao, la última de las cinco hermanas Fernández Fojaco: Manuela.
Desde pequeña, Manuela fue una niña enfermiza: mujer enferma, mujer eterna, decía siempre Manuela, experta refranera. No le faltaba razón. El primer y último día que la vi, un helado miércoles de enero moscón, recién abandonaba una de esas fastidiosas y extenuantes gripes de invierno. Poco menos de un año después, el día de reyes de 2009, una llamada de teléfono me informaba de que Manuela había fallecido discretamente en su casa de Grao. Era la abuela de España y acababa de cumplir 113 años, 6 meses y 20 días de vida apasionante.
Manuela, en su 113º cumpleaños. Lorena Valdés, La Nueva España.
«Sigo viva». Con estas esperanzadoras palabras me recibió Manuela cuando tenía 112 años. «Es bueno seguir viva», insistió, «pero pasa muy rápido, ¡ay, qué mundo! Pero pasa». En ese transcurrir de la vida, Manuela vivió en el monte entre vacas y ovejas hasta bien entrada la adolescencia. De familia pobre, huérfana de madre desde pequeña y pasando hambre como media España, siempre intentaba ver the bright side of life:
Había una casa que tenía una familia pudiente, comían bien, vestían bien, y nosotros a eso no llegábamos: ni a comer bien ni a vestir bien. Vino una vez un primo de no sé de dónde y nos compró, porque se llevaban, unos pañuelos muy buenos, de mucho lucimiento. Había una fiesta y todo el mundo tenía algo que estrenar, y nosotros no teníamos nada… y viene aquel con los pañuelos. Una alegría muy grande. El pobre también tiene sus alegrías. Pero andábamos como lo que éramos: pobres.
Iba al colegio por las noches, ya que su padre, frente a la norma de la época, quería que sus hijas aprendieran a leer y escribir para que en el caso de que se separasen «supiesen unas de otras». Ese primer paso de liberación femenina, si bien pequeño e inducido, acompañaría a Manuela toda su inusual existencia.
Harta de las inclemencias del campo asturiano y con la rebeldía que dan los 19 años, decide marchar a Cuba junto a su hermana Covadonga, «porque me gustaba viajar y quería hacer algo que nunca había hecho». Y así fue: maleta en mano y a montarse en uno de aquellos abarrotados barcos que reflejaban a la perfección la estructura de clases de la España rural.
En 1914, al mismo tiempo que se inicia la I Guerra Mundial, llega a una isla cubana repleta de españoles. En el Centro Asturiano de La Habana empieza a hacer amigos… y amores. Conoce a Prudencio Menéndez, casualmente también del concejo de Grao, concretamente de Rozallana, parroquia de Santa María de Villandás. Ocho años después se casan en Cuba. Así lo atestigua un recuerdo fotográfico que envía a su hermana Ludivina y su marido Manuel: «Dedicamos este pequeño recuerdo a nuestros hermanos en prueba del cariño afectuoso. Sus hermanos, Prudencio y Manuela. Central Rosalía, 12 de febrero, 1922. Cuba».
Reverso de la foto de bodas de Manuela y Prudencio. Cortesía de la familia de Manuela Fernández Fojaco.
En esos años y hasta que marchan de Cuba, Prudencio y Manuela regentan exitosamente una tienda de ultramarinos en Cienfuegos, la «Perla del Sur», una tranquila ciudad atada al mar Caribe, negocio con el que se consiguen unas ingentes rentas. Manuela recordaba esos años con mucho cariño, «de Cuba estoy muy agradecida; la gente me trataba muy bien», con calidez y una imagen idílica en su mente, pasando su juventud al son del pausado ritmo cubano e interiorizando unos rayos de sol cuya querencia no le abandonaría nunca.
Con la bolsa bien llena, deciden volver a su tierra para reencontrarse con la familia y con dos Españas. Su hermana Covadonga les acompaña y se instala en Llamas. Magdalena seguía allí, ya felizmente casada. Esperanza se había trasladado a Madrid al servicio de los Marqueses de la Vega de Anzo. Y la infortunada Ludivina había muerto trágicamente al ser aplastada por una renqueante pared de su habitación.
Era el año 1937, epicentro de una guerra civil que se vivió con una inusitada crudeza en el concejo de Grado. Casualidades del destino, Manuela, ya con 42 años, llega al pueblo con una pistola al cinto que esconde sabiamente a los aduaneros y que, tras dormir unos días con ella bajo su almohada como en los dorados tiempos cubanos, entierra en el huerto de enfrente de su casa. Aunque dio las coordenadas exactas, sus familiares nunca la encontraron, engordando de este modo su leyenda.
Durante la guerra la crueldad perseguía a todos, y Prudencio, de natural centrista y poco dado a las lindes del trabajo, no da el paso al frente por ninguno de los dos bandos. La negra noche antes de su planeado asesinato, Manuela y su marido se fugan a La Coruña de riguroso incógnito, salvando así el sangriento amanecer de la mañana siguiente.
Tras la guerra vuelven a Rozallana, donde se instalan definitivamente y «adoptan» a María Regina, la sobrina de su marido, haciendo como suya la familia de Prudencio. De su marido no recuerda demasiado, o no quiere recordar, aunque dice que «era un hombre muy inteligente, que valía bien, y estas cosas pasan: el que vale no quiere trabajar», en clara alusión a la fama de bon vivant que le acompañó. Una vida ociosa a la que Manuela, para bien o para mal, también se acostumbró. No volvieron a trabajar sino en una vida social extensa, ociosa y viajera.
Prudencio muere en los años setenta y Manuela se queda con la familia Menéndez, de la que ya no se separa hasta el día de su muerte. Desde entonces, ya con más de setenta años, vive una vida tranquila, sin vicios -«como mucho unas gotas de anís en el café»-, yendo a misa, rezando mucho y cantando más. Ve morir a sus hermanas mayores, casi todas centenarias. A los 94 años se traslada definitivamente a vivir con su ahijada a Grao, curiosamente a la calle Marqueses de la Vega de Anzo, jefes de su hermana Esperanza en Madrid y cuñados de una señora con la que Manuela tomaba café en sus años de socialité.
A los 103 años las calles del pueblo aún la veían pasear sola, muy erguida y señorial como reflejo de su vida. Dada su fama, es nombrada Paisana del Año en las fiestas de la Ascensión de 1998, acompañada por un Paisano del Año con 101 primaveras. Aun sacándole dos años, Manuela no se cortaba y dejaba claro que no le gustaba estar con personas mayores: «ay, pobrecín; hay que ver cómo está el ancianín».
Manuela, de paseo con 103 años. El País Semanal, 18 de abril de 1999.
Esa vitalidad le hace leer de cabo a rabo el periódico La Nueva España hasta los 107 años, escuchar ópera y música clásica con conocimientos melómanos hasta los 109, y pasar cada septiembre las vacaciones en las Rías Baixas hasta los 110, edad en la que Sanxenxo ya la empieza a echar de menos.Y no deja de pasear y, sobre todo, de tomar el sol, recordando sus venturosos días en Cuba.
No podíamos irnos sin preguntarle por unos cuantos consejos para vivir tanto: «hay que nacer pronto; vivo mucho porque tengo muchos años y no me los puedo quitar», responde con una pícara sonrisa. Ya más en serio, una Manuela humilde –«los consejos me gustan que me los den, pero yo no sé darlos»– nos recomienda «paciencia, alegría, resignación cristiana y que Dios nos tenga en su mano», mientras acaricia el rosario del Cristo del Medinaceli que le hemos regalado. Tras una religiosa pausa continúa: «no hay que tener penas, ni hay que tomarse los cosas muy a pecho, que la vida es muy corta; eso sí, hay que vivir de todo en la vida, que si no, no se tiene nada que decir».
El reloj del salón ya ha tocado tres veces y es hora de dejar a Manuela almorzar, descansar y echarse la siesta, costumbre a la que no le ha fallado ningún día. Tose bastante: «yo puedo con todo; ah, la coña». Aún tiene restos de la gripe y le decimos que se cuide del catarro: «yo no tengo catarro, es la vieyura, la vejez puñetera. Pero oye, que todos vamos hacia allí».
Ese «allí» resumía perfectamente el espíritu joven de esta singular asturiana: una vejez hacia la que iba, a la que aún no había llegado, y que su mente todavía no contemplaba. La vejez es de quien la siente y no de los que hemos vivido mucho, parecía decir.
Un consejo más, Manuela, para vivir tantos años: «hay que bailar la vida».
Ya nos vamos, Manuela, muchas gracias por sus consejos: «¿Ya marchan? Que les vaya bien». Pausa. «Acuérdense de mí…».
No me olvido de usted, señora mía, bailando la vida a cada segundo, haciéndola fetén.