¿Entiendes lo que lees?

20 de enero de 2015
20 de enero de 2015
5 mins de lectura

He de reconocer que siempre se me dio mejor el lenguaje escrito que el oral. Tanto para expresarme como para informarme, prefería la lengua escrita. Quizá por eso me parecían un poco absurdos los ejercicios de comprensión lectora: «¿Cómo que qué he entendido? ¡Pues lo que pone!». Para mí, esas preguntas tenían sentido en una lengua que estabas aprendiendo, pero no en tu lengua materna, a no ser que se tratara de un texto mal escrito o que requiriera conocimientos sobre alguna materia especializada.
Pero resultó que esos ejercicios eran muy necesarios. Según las estadísticas, al 26 % de los estudiantes le resulta difícil sacar información de lo que lee. Un porcentaje parecido de adultos españoles (de 16 a 65 años), el 27 %, solo entiende un texto si este es muy breve y se pierde si es rico y profundo, según un informe del Programa Internacional para la Evaluación de la Competencia de los Adultos (PIAC) de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos). Estos adultos tienen un nivel de comprensión lectora de uno en una escala de seis, lo que significa que solo pueden extraer información con éxito de los textos cortos. Este índice aumenta en el caso de los universitarios, pero solo el 50 % tiene más de tres puntos en dicha escala.
El proceso de comprensión lectora tiene varias fases. La decodificación de las palabras es solo una de ellas, pero limitarse a eso hace que se pierda el significado global del texto y cualidades «invisibles» como la ironía, los dobles sentidos o el humor. Esto lo entienden bien los que tienen que lidiar con problemas de dislexia, algunos de los cuales consisten en un abuso del tiempo dedicado a la decodificación que dificulta la comprensión general del significado del texto. Después de identificar las palabras, hay que hacerse una idea del significado global del texto, comprender la construcción del mismo e identificar los propósitos del emisor, aunque todo esto se haga en una sola acción automática.
En el entorno digital, caracterizado por un exceso de información y una limitación del tiempo dedicado a cada lectura (ya sea un artículo, un correo electrónico u otro tipo de texto), las comunicaciones están mutando hacia un estilo directo y sencillo, de frases simples, casi como si estuvieran destinadas a extranjeros que aprendieran nuestra lengua. Los motivos de esta tendencia a la simplificación son variados. Por un lado, las estadísticas muestran que los artículos breves o que utilizan epígrafes tienen más éxito entre los lectores que los que son extensos y tienen una redacción más elaborada. Por otro, la experiencia deja claro que los mensajes irónicos no son recibidos como tales por una parte de los lectores, que dejan patente su incomprensión en los comentarios (una herramienta muy valiosa, de la que antes carecíamos, para medir si un texto se ha entendido o no). Por supuesto, algunas personas sí leen los textos con detenimiento y atención y los comprenden en su totalidad, pero la existencia de esos pocos no es suficiente para evitar que los autores tiendan, casi inconscientemente, a simplificar su redacción para que su mensaje llegue a todos.
En la actualidad hay, además, algunas herramientas automáticas que sacan conclusiones de los textos según las palabras que aparecen en ellos. Por ejemplo, para medir la reputación de una marca en redes sociales, existen programas que cuentan el número de veces que los usuarios citan dicha marca y valoran si las palabras asociadas a ella son positivas o negativas. Pero la ironía no se puede automatizar. Por eso, un tuit que dijera que cierta marca de telefonía es «cualquier cosa menos transparente y veraz», seguramente sería contabilizado automáticamente como un comentario positivo por contener las palabras «transparente» y «veraz». Y otro que dijera «no entiendo a los que llaman falsa a esa empresa, los mentirosos son ellos» sería probablemente contabilizado como negativo por las palabras que contiene a pesar de significar justo lo contrario.
Algo parecido ocurre con las herramientas utilizadas por algunas empresas de selección en las primeras fases de sus procesos. Estas cuentan el número de veces que aparecen determinadas palabras en un currículo. Quizá valoren negativamente que en el tuyo no aparezcan las palabras «community manager», a pesar de que en una de las descripciones de puestos explicaste que tienes «una gran experiencia en la gestión de redes sociales», por poner un ejemplo. Así que cuidado con explicar las cosas de forma «artística» en los currículos: estos robots prefieren que utilicemos las palabras clave habituales.
Las cosas se pueden decir de muchas maneras, y entre emisor y receptor se crea una exquisita complicidad cuando el segundo es capaz de entender lo que el primero quería decir. Es entonces cuando la comunicación se lleva a cabo eficazmente. ¿Y por qué puede verse frustrado este intercambio de información? ¿Por qué puede un texto no entenderse?
En ocasiones, un lector con la educación necesaria no entiende un texto por alguno de estos motivos:
– Factores motivacionales o de actitud como falta de atención o desinterés. Es muy frecuente, por ejemplo, en los correos electrónicos de trabajo que son leídos, como suele decirse, «en diagonal».
– Tendencia a enfocarse en cada palabra sin ver el global. Esto se llama «déficit de decodificación fluida». Una vez tuve un cliente que solo leía las palabras «fuertes» de los textos, obviando los conectores textuales entre ellas. Por ejemplo, si yo hablaba de una página para insertar una publicidad y comentaba que esta tenía una entrevista a su izquierda, él respondía «¿por qué pones “izquierda”? La publicidad va siempre a la derecha, ¿no?». Por lo tanto, aprendí a escribir los correos que iban destinados a él con frases muy simples: si cambiaba el orden de una frase o utilizaba una negativa, corría el riesgo de que entendiera justo lo contrario. Su mente funcionaba como la de uno de esos robots que escanean los tuits o los currículos.
– Poca memoria a corto plazo.
– Falta de conocimientos previos sobre la materia. Por este motivo podríamos, por ejemplo, no comprender un artículo o un ensayo técnico sobre una materia que no dominamos.
– Escasez de vocabulario.
– Problemas al identificar la ironía, la metáfora y el humor. Exceso de literalidad, especie de «síndrome de Asperger» digital que hace que veamos a diario personas «ofendidas» por tal o cual artículo o tuit.
– Carencia de estrategias de lectura.
– Dificultad para entender tablas, gráficos y esquemas. Estas piezas requieren capacidad de análisis y comprensión visual.
No siempre es culpa del lector. El que escribe también puede cometer numerosos errores que frustren la comprensibilidad de su texto, como hemos explicado en muchos artículos anteriormente. Por ejemplo, dar por hechos conocimientos previos que quizá no todos los lectores potenciales tengan, ordenar los elementos de la frase de forma inadecuada, no usar las palabras con propiedad, puntuar mal los textos
Pero, en esta ocasión, estamos hablando de textos que sí son correctos y, sin embargo, no son comprendidos de forma adecuada por los lectores. ¿Qué soluciones podemos poner a esto? En primer lugar, la práctica: leer más nos hará comprender los textos cada vez mejor. En segundo lugar, la atención: ser cuidadosos y dedicar un tiempo mínimo adecuado a la lectura evitará que nos perdamos y que tengamos que volver atrás con frecuencia. Otro consejo es no dejar pasar nada que no entendamos: ahora, con internet, tenemos más cerca que nunca los diccionarios y otras páginas de consulta. Merece la pena emplear unos minutos en consultar lo que no se entienda: ampliaremos vocabulario y eso hará que entendamos mucho mejor otros textos en el futuro.

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Patrick Thomas

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