La entrevista iba bien. Era, en realidad, una charla distendida sobre sentimientos y metáforas. Un terreno en el que ella, como escritora de éxito que era, se sentía cómoda. Acababa de publicar un libro nostálgico que hablaba de su infancia y de sus comienzos como influencer literaria española, si es que tal barbarismo podía aliarse —sin sentimiento de traición a su lengua materna— con un término tan patrio como «española».
El entrevistador iba desgranando poco a poco aquellos recuerdos plasmados en papel y ella se dejaba querer, se dejaba acariciar por la confianza de saber que dominaba el terreno.
Hablaron de sus primeras lecturas, de sus primeros viajes, de sus primeros relatos… Y su ego iba creciendo más y más a medida que el periodista dejaba claro con sus preguntas aduladoras que ella era, por derecho propio, una de las grandes representantes de las letras hispanas.
No solo se consideraba buena en el arte de fabular, sino que también se creía en posesión de la autoridad lingüística. Sus años de oficio y su voraz gusto por la lectura, en su opinión, la legitimaban para discernir entre lo correcto o incorrecto a la hora de escribir. Aunque la realidad fuera otra.
La entrevista parecía llegar a su fin. Sin embargo, cuando más confiada se sentía, el entrevistador, de pronto, propuso un juego. «Imagina que cada una de estas palabras que te voy a decir tiene un sabor. ¿Cuál sería?» Y comenzó la enumeración: «Piedra». «La piedra sabe a garbanzos», contestó ella sin dudar.
«Mar», volvió de nuevo a la carga el periodista. «El mar sabe a bombón helado», respondió ella sin pestañear. Y así una palabra tras otra, aquella escritora tan segura de sí misma iba poniendo sabor a lo aparentemente insípido. Hasta que llegó la última pregunta. «Y tú, ¿a qué sabes tú?», espetó el presentador. Ella dudó. Tragó saliva. Dudó otra vez. «Yo… yo sepo a limón».
[pullquote ]El verbo ‘saber’, cuando tiene el sentido de ‘sabor’, se conjuga exactamente igual que cuando significa ‘sabiduría’[/pullquote]
Al día siguiente fue titular en todas las revistas literarias y en algún que otro programa satírico. La metedura de pata había sido espectacular. Quizá no en un hablante normal, pero en ella, la diosa de las letras hispanas, aquel resbalón era imperdonable. «¡Malditos mezquinos envidiosos!», se decía avergonzada y escondida en su casa hasta que pasara el temporal. «¡Como si ellos nunca hubieran dicho sepo en lugar de sabo».
¡Ay, la soberbia qué mala es cuando se camufla de vana confianza! Querida literata, ni lo uno ni lo otro. ¿Y por qué? Pues porque el verbo saber, cuando tiene el sentido de sabor, se conjuga exactamente igual que cuando significa sabiduría.
Por tanto, la primera persona de indicativo de saber, sea cual sea el sentido con el que lo digamos, es sé. «Yo sé todo sobre su vida» se escribe igual que «yo sé a limón». Lo mismo para el resto de formas verbales, aunque con ellas no tengamos las mismas dudas ni tropiezos que con esa de indicativo. Si damos por hecho que yo sabía, he sabido, supe o sabré a miel, qué nos ha hecho pensar que tendría que ser distinto en esa primera persona de indicativo. Mira que nos gusta complicarnos la vida a veces.