Un par de gin-tonics antes del primer capítulo de American Gods. Una pequeña celebración. Tarde de verano con persianas bajadas. Los créditos de apertura me noquean. Las proporciones entre ginebra y tónica no siguen un canon de coctelería. No estoy acostumbrado a beber.
Comienza la acción con un gigantón: sombra en un camastro en la cárcel. Buen punto de partida. Si tienes a un presidiario en la trama, comienza con él. Crea una duda: ¿quién es ese tipo? ¿por qué está allí? Pero detengo la acción. La adaptación de Bryan Fuller (Hannibal) y Michael Green (Logan) será impecable, imagino, pero antes quiero volver atrás. A los créditos de apertura. Los veo una docena de veces.
Patrick Clair creó una pieza que por sí sola tiene sentido. No es la primera vez que escribo sobre este artista. Diseñó los créditos de Westworld y de Daredevil. Se define a sí mismo como contador de historias a través del diseño y cree que este puede tratar cuestiones sociales.
Los créditos de Clair han sido realizados con CGI (Gráficos generados por computador). Christopher Nolan advierte del peligro del ordenador para crear realidad. La falta de realismo puede alejarnos de atmósferas… de tonos sentimentales. El público se ha vuelto intolerante con los efectos digitales que no fingen ser reales.
Clair aprueba. Calca el alma de las palabras de Neil Gaiman. Créditos que huelen a suciedad, a fusibles quemados, a polvo en suspensión, a farmacia, a aceite industrial.
«Cuando lees American Gods, sientes que estás en un motel barato de la Ruta 66», dice Clair.
Así es. Clair tiene sus trucos. Uno es hacer que el equipo vea interiores de club de strip-tease para inspirarse en los fondos y los colores y las texturas. Nos acerca a la sordidez de Gaiman. En el prólogo de la edición-homenaje al décimo aniversario de la publicación, Gaiman escribe:
«Procuré no escribir sobre ningún lugar en el que no hubiera estado. Escribí el libro en diversos lugares: varias casas en Florida, una cabaña en un lago de Wisconsin, y una habitación de hotel en Las Vegas. (…) Viajé en coche desde Minneapolis a Florida, por carreteras secundarias, siguiendo las mismas rutas que Sombra recorrería en el libro».
Rutas reales. Nombres de sitios reales. De moteles reales.
«Sorprenderá a los dueños como al que más encontrar sus propiedades aquí descritas», escribe Gaiman con modestia. Las cosas estaban allí. Nada más.
No cuesta imaginar a lectores emulando el Bloomsday. (Esa rara celebración en la personas siguen la ruta de Leopold Bloom, el protagonista del Ulises de Joyce). Quizá por esto, Gaiman incluye un AVISO A NAVEGANTES:
«Es una obra de ficción no una guía de viajes».
Gaiman no pretende emular el ejercicio de Truman Capote en A sangre fría.
Patrick Clair guía, de manera sucinta, al espectador a través de los créditos en la publicación Promaxbda. Señala los iconos religiosos que se suceden en el tótem.
- El árbol de la Vida, la religión primitiva
- La musa de piedra con cabellos de fibra óptica
- Las tres gracias con ojos-cámara como cíclopes modernos
- El candelabro judío (una menorah) con enchufes digitales en lugar de las velas sagradas
- Virgen con velo con hilos de silicio
- Budai (Buda Riendo) probando productos farmacéuticos
- Tecnología reproductiva y medicina e ingeniería modernas
- Ganesha con demasiados teléfonos inteligentes
- El Aibo de Sony en una posición similar a la Esfinge
- Un vaquero (el prototipo de hombre americano) con una prótesis como un veterano de guerra
- Un centauro como el caballo-robótico que el ejército está desarrollando
- El ángel de la muerte en el engranaje de las fuerzas especiales
- El dios de la Guerra Virtual, con un carro tirado por dos autos personalizados, sosteniendo una ballesta con un ICBM nuclear cargado en ella
- Una lanzadera echando humo y fuego
- Un astronauta crucificado
- Un águila encaramada en la parte superior del poste. Para Patrick Clair, además de América, representa «la fe original del país, la espiritualidad nativa americana».
Clair deja pasar una mención al sexo que convertido en religión —adicción— reclama tiempo y sacrificios. En el poste de una muñeca de látex.
Clair no cuenta más. Quiere que el espectador repare en los detalles en el paso de un icono a otro ocupando los huecos en el poste. Huecos en las personas. Huecos rellenados por mitologías o drogas o máquinas o una mezcla de todos. En este poste no están el arte ni el estudio. Tampoco el deporte. Lo último fue un error. Gaiman reconoce en el prólogo que recibió quejas por no introducir el deporte como religión.
Cada elemento admite distintas interpretaciones aparte de la propuesta por Clair. No es raro. Los propios textos sagrados conducen a pensamientos contradictorios en distintas personas. Así, el árbol de la vida representa la cultura celta (Miércoles-Odin) y al árbol del bien y del mal del Génesis, cuyo fruto abre los ojos. Lo común a los dioses antiguos y modernos es el uso de las conexiones USB. La tecnología en sí misma es un dios. Así, hoy encontramos a quién predica las bondades de un robot limpiador. Los predicadores ya no necesitan quitarse el polvo de las sandalias de los lugares impíos. Las religiones circulan wifi a wifi.
Una serie pretenciosa y vacía. Juro que la vi jasta el final para poder opinar. Me pareció una especie de «quiero ser como David Lynch pero he llegado tarde». No voy a meterme con los actores, porque los pobres ya han tenido bastante con ejecutar sus interpretaciones. Tampoco voy a tirar todo a la basura, por supuesto. La música está muy bien, y hay un capítulo que se salva: el relato de la ladrona que es deportada a Estados Unidos. No he leído nada de Neil Gaiman, ni en cómic ni en novela, pero visto lo visto, casi mejor que me abstengo.