Crimen organizado: gobernar donde el Gobierno no llega

A pesar de que Franco era gallego y de que su tierra natal no estuvo entre las grandes zonas de combate de la Guerra Civil, Galicia fue una de las regiones más empobrecidas tras la contienda. Tanto es así que, en pleno hundimiento del país en las miserias de la pobreza, una parte importante de sus habitantes tenía que recurrir al contrabando para sobrevivir.

Lo cuenta con especial gracia Nacho Carretero en su Fariña, una obra que recoge a través de anécdotas el alzamiento y caída del imperio del narcotráfico alrededor de las rías. A grandes rasgos, los canales y procedimientos para conseguir productos de primera necesidad se implementaron para traficar, primero con tabaco y después con estupefacientes, fundamentalmente cocaína importada de Colombia. El resto es historia negra de nuestro país, quizá aún por terminar. «No se debe terminar lo que todavía no ha terminado», escribe al respecto.

En su relato, describe varios ingredientes para que la zona acabara por importar el 80% de la cocaína que se distribuía por Europa. A saber, atraso económico, la existencia de esa infraestructura logística y la experiencia previa en el contrabando. Pero posiblemente sin la primera variable ninguna de las otras dos hubieran sido posibles.

Las organizaciones criminales, en general, aprovechan vacíos de poder para crecer. Por definición, esas organizaciones son poderes paralelos al poder supuestamente existente. Por trazar un paralelismo conceptual, igual que una región no puede declarar su independencia si no tiene un control efectivo del territorio –empezando por apoyo popular y fuerza militar–, allí donde un Estado no llega aparecen otras formas de gestión de los recursos.

No fue Jean-Jacques Rousseau quien inventó el Estado tal y como lo conocemos, pero posiblemente sí quien mejor lo definió. Explicado de forma rápida, se trataría de una especie de contrato social voluntario entre miembros para organizarse de forma comunitaria en torno a determinados valores, costumbres, creencias, idiomas y territorios más o menos adyacentes. Por pertenecer al grupo, ese Estado garantiza determinadas funciones básicas, como la seguridad, la administración de Justicia o el acceso a los bienes necesarios para vivir. A cambio, el miembro del grupo renuncia a su capacidad para defenderse y delega sus decisiones al liderazgo del Estado y sus instituciones.

Llevando a Rosseau a Galicia, se podría decir que donde no llegó el régimen franquista llegó la gente. Si no había comida, trabajo o dinero, habría contrabando para subsistir.

Regiones olvidadas por el Estado

En el mundo actual hay dos conceptos políticos más o menos recientes que muestran el máximo exponente de ese problema. Uno de ellos es el de territorio sin Estado, referido a aquellas áreas de terreno que se supone que están bajo control de algún Poder Ejecutivo, pero que, por la situación económica o condiciones determinadas, no lo ejerce. La Galicia franquista sería un ejemplo pasado, pero la Península del Sinaí sería uno moderno: la incapacidad de un Egipto en crisis para controlar esa vastísima extensión de terreno agreste ha hecho que la zona se convierta en un hervidero de grupos locales radicalizados desde hace muchos años. Una cantera de terroristas armados.

El segundo concepto, que va más allá, es el de Estado fallido. Es aquel Estado que, siendo soberano, directamente no puede garantizar las condiciones básicas que lo definen. No puede, por ejemplo, controlar militarmente su territorio, garantizar la administración de Justicia o defender a sus ciudadanos de amenazas violentas. A pesar de que hay indicadores para medir esta afirmación, hay quien cuestiona si no son frágiles todos los Estados en función de las circunstancias que se den en cada momento.

Esas zonas fuera de cobertura –o, en su versión extrema, de control– son el caldo de cultivo perfecto para la proliferación de otro tipo de controles. Es cierto que en muchos casos lo que surgen no son organizaciones políticas, porque ni luchan contra el sistema ni buscan independencia de Estado alguno, pero sí son colectivos territoriales. Igual que el narcotráfico gallego, la mafia italiana o las maras centroamericanas, el surgimiento de estos grupos tiene en común la lucha por el control de su zona. Y están dispuestos a usar la violencia para defenderla, como haría un Estado.

A partir de ahí, todo son diferencias. Hay grupos más identitarios que otros –con ritos, señas, colores y gestos propios–; hay grupos articulados alrededor de determinados intereses comunes –pertenencia geográfica, idioma o procedencia–; hay grupos con negocios diferentes –extorsión empresarial, tráfico de drogas o tráfico de armas–. La lista podría seguir hasta el infinito.

Aunque suelen compartir el tener sus propias estructuras internas ajenas al Estado en el que operan. El ejemplo más claro podría ser la ley del silencio de los mafiosos italianos, que resolvían sus conflictos con su propia justicia en lugar de recurrir a los tribunales oficiales. Porque este tipo de organizaciones, especialmente las denominadas mafiosas, actúan sustituyendo al Estado: no solo captan a sus miembros y colaboradores a través del dinero, sino también a través de la protección frente a otras organizaciones rivales, llegando donde el Estado no llega, y rigiendo todo por una ley diferente.

Hay, claro, contrapartidas diferentes aunque equiparables a las de todo ciudadano, como su propio pago de impuestos en forma de extorsión. También hay servicios prestados, protecciones garantizadas y líderes ante los que responder. Y todo ello, a espaldas de las instituciones oficiales.

Estructuras sólidas en países ricos

Los ejemplos del narcotráfico gallego o las familias italianas se dieron en origen en zonas desfavorecidas de países en reconstrucción. Sin embargo, y aunque se supone que diezmados, ambos fenómenos siguen vigentes hoy en día, operando en un entorno tan teóricamente desarrollado como es Europa.

Casi parecería comprensible, por la lógica de su idea fundacional, que existan las triadas chinas o las mafias rusa o albanesa. Sin embargo, también hay grupos organizados de tráfico de armas en EEUU, al tiempo que muchos empresarios y políticos siguen actuando bajo la amenaza o protección de grupos criminales en otras democracias asentadas. Según Fortune, los grupos criminales con mayores ganancias de la actualidad no entienden de la estabilidad de sus países: están, según sus datos, en geografías tan diversas como Rusia, Japón, Italia y México.

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Hay que destacar que la acción de estos grupos no siempre es tan evidente, ya que no siempre implica (tanta) violencia. Lo explica Federico Varese, profesor de criminología en la Universidad de Oxford, en su libro Mafia Life. De hecho, la violencia depende de la competencia entre ellos y, en último término, de su competencia contra el Estado.

Cuando aparecen grupos enfrentados por el control del territorio es cuando se producen los conflictos más sangrientos, por ejemplo en Centroamérica, lugar de paso necesario de muchas de las rutas de contrabando. Si, por el contrario, el grupo está tan asentado que nadie osa competir con él –en ocasiones, ni siquiera el Estado–, la intensidad de la violencia baja. «La vía de ingreso de la droga a Estados Unidos, que era por el mar a través de la Florida, fue cerrada por el Gobierno. Al trasladarse a tierra firme la ruta entrada, se desató una guerra entre las bandas para controlar el territorio», resumía Varese en una entrevista concedida en plena guerra entre cárteles mexicanos.

No es casual, por tanto, que las doce primeras ciudades por tasa de asesinatos estén en la región –en concreto, distribuidas entre Venezuela, México, Honduras y El Salvador–. Justo los mismos países que encabezan el ranking de actividad del crimen organizado, según datos del Foro Económico Mundial.

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Al final, aun siendo grupos que no combaten al Estado de forma directa, compiten contra él por el desarrollo de sus funciones primarias, empezando por el control de territorios… y recursos. Para desarrollar su actividad, necesitan dominar rutas de transporte –desde puertos a controles fronterizos–, o controlar a los legisladores y ejecutores del Estado –desde políticos a policías en nómina–. Un Estado a la sombra del propio Estado.

Los tentáculos de estas organizaciones se han ido sofisticando con el tiempo, y no solo por el uso de tecnologías. Ahora no todas las prácticas implican la transacción de activos ilegales, como drogas o armas. Al ser organizaciones territoriales, todo aquel sector con vocación de pertenencia en un lugar es interesante para ellos, y eso implica desde la gestión de residuos hasta la construcción y el negocio inmobiliario. Ni todo es violencia ni todo es (en apariencia) ilegal.

La forma en que se retrataba la realidad de los carteles colombianos del narcotráfico en Narcos, la popular serie acerca de la vida de Pablo Escobar, líder del cartel de Medellín, era posiblemente la más extrema. Porque precisamente uno de los primeros mandamientos de esos grupos es el de ser mucho más discretos de lo que Escobar nunca fue. Y esa fue una lección que a los viejos capos gallegos también les costó la ruina, y que sin embargo sus herederos han sabido aplicar.

La ficción, no obstante, ha ido retratando con el tiempo de forma más o menos fiel cómo funciona este mundo. Y no solo porque las cintas tuvieran mayor o menor acierto, sino porque los propios miembros de estas organizaciones criminales han acabado copiando la iconografía de producciones populares como El Padrino. A fin de cuentas, la imagen es importante en un negocio como el suyo, según explicaba Varese en un artículo al respecto: «La imitación les ayuda a convencer a sus interlocutores de que la persona que tienen delante pertenece a una organización peligrosa, preparada para la violencia. Si el truco funciona, la violencia implícita puede evitar la violencia real». Y si no, plomo, que decía aquél.

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Patrick Thomas

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