Todos los migrantes tienen el mismo sueño. Anhelan conseguir prosperidad, estabilidad, seguridad y una porción más o menos generosa de felicidad. Muy pocos esperan ser recompensados con un concentrado de odio y racismo tras la larga epopeya en la que invierten el escaso patrimonio familiar, su salud y a veces incuso la vida de algunos seres queridos. Es un sueño que poco varía, independientemente del continente del que proceden y de la travesía que se atreven a emprender.
Hace muchos años que el mar Mediterráneo reluce como el escenario en el que a diario se representa el drama de la inmigración en sus múltiples escenas de naufragios, barcos a la deriva y países ricos que se niegan a dar acogida a africanos desamparados.
El racismo individual y el institucional se consolidan en inéditas coaliciones de partidos de derechas con movimientos antisistema, como ha ocurrido en Italia, donde el 71% de la población cree que la presencia de extranjeros es demasiado alta.
En España el 49,1% de los extranjeros reconoce haber sido víctima de discriminación a lo largo de su vida, según datos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS).
Al otro lado del planeta el racismo también asoma su cabeza y lo hace contra los mismos blancos: pobres, negros, migrantes. El fotógrafo chileno Cristian Ochoa plasma este fenómeno en su fotolibro El sueño sudamericano, un retrato descarnado de las dificultades que encuentran los trabajadores colombianos tras cruzar varias fronteras en busca de una vida mejor.
Su trabajo se centra en Antofagasta, la ciudad conocida como la Dubái de América Latina. Es una zona minera donde se encuentran algunos de los yacimientos de cobre más importantes del mundo. «La renta per cápita de esta ciudad es similar a la de Londres. Por esta razón llegan muchos inmigrantes, pero tienen que enfrentarse a unas condiciones muy duras porque el coste de la vida es muy alto», aclara Ochoa desde Santiago.
Según el Gobierno de Chile, cerca de 96.000 inmigrantes, en su mayoría colombianos, viven en la región de Antofagasta, una ciudad que tiene poco más de 400.000 habitantes. Cuando Ochoa empezó su ensayo fotográfico, en 2016, no llegaban a 25.000.
El detonante de su proyecto fue la Marcha por la Paz Ciudadana, una manifestación anticolombiana que se celebró en octubre de 2013 y que dejó de manifiesto tanto en la sociedad como en la prensa nacional e internacional el incipiente problema de xenofobia.
«Durante las eliminatorias del Mundial de Fútbol hubo un partido de clasificación entre Chile y Colombia en el que Colombia empató en el último minuto. En las calles hubo muchas peleas entre chilenos y colombianos. Los chilenos estaban muy cabreados», recuerda el fotógrafo, que llegó por primera vez a Antofagasta para trabajar como ingeniero civil.
Semanas después de aquel partido, se convocó una marcha contra los colombianos. «Nos quitan el trabajo, para qué decir que muchos vienen a desordenar, delinquir, vender droga y prostituirse», según la nueva narrativa de algunos chilenos, que recurrieron a las redes sociales para mostrar su disconformidad con el proceso migratorio.
«Antofagasta siempre fue una ciudad muy clasista. Chile tiene un problema con los pueblos originarios y no se reconoce como país indígena. Según un estudio reciente, casi la mitad de la población tiene descendencia indígena, pero muy pocas personas aceptan su identidad mestiza. Hay un sentimiento de racismo que viene desde lejos y esto se ve reflejado hoy con los migrantes», señala Ochoa.
Este fotógrafo autodidacta recuerda que a partir de aquella marcha se empezaron a registrar cada vez más episodios de xenofobia y discriminación, al mismo tiempo que aumentaba el flujo migratorio. «En Antofagasta se empezó a hablar de la invasión colombiana», destaca Ochoa, que dejó su empleo como ingeniero para dedicarse por completo a la fotografía documental y participativa.
El autor de El sueño sudamericano explica el brote xenófobo en la región de Antofagasta por el carácter frío y reservado de los chilenos. «En general tenemos poca personalidad y somos menos histriónicos que nuestros vecinos. Con la migración desde Perú y Bolivia ya hubo casos de racismo, pero no fueron tan fuertes como los de ahora.
El problema es que el colombiano es más bullicioso: hacen fiestas o comidas en la calle prácticamente todas las semanas, en la que ponen la música alta. A muchos chilenos les molesta que los colombianos hablen fuerte y que sean ruidosos. Luego está el tema del color de la piel», analiza Ochoa, para quien los negros sufren mucho más el racismo.
A los europeos, en cambio, en especial los españoles y los alemanes, se les otorga un estatus de extranjeros y no de migrantes. «Ellos son bienvenidos. Actualmente hay muchos europeos en Chile y no hay ningún tipo de problemas. Por lo contrario, los negros son discriminados por sistema, incluso en la frontera. Esto se debe a que en Chile hubo muchas políticas de blanqueamiento de la población.
Las personas con descendencia peruana, por ejemplo, siempre fueron tratadas de otra forma. Chile, tradicionalmente, ha querido verse blanco y europeo. El negro le complica», añade este fotógrafo.
Tras la publicación de su libro, Ochoa ha seguido trabajando con la temática de la inmigración, pero de una forma más activista. Ha realizado varios talleres en los campamentos, los barrios chabolistas de su ciudad, con la intención de ofrecer una voz a los migrantes afincados en los barrios pobres y periféricos de Santiago de Chile.
«Les doy cámaras desechables para que retraten su día a día y para que hablen también de lo desechables que son sus vidas», relata. También invade con esta temática espacios oficiales como el Palacio de la Moneda, sede del Gobierno central, o espacios públicos como plazas y calles, donde realiza exposiciones y talleres.
Su afán es contribuir a que mejore la relación entre migrantes y chilenos, marcada por una lengua y una cultura en común, y que sin embargo se ve ensombrecida por profundas brechas sociales, raciales y de clase.
Lo chistoso, por no decir patético, es que como el 99% de los habitantes de Antofagasta descienden de inmigrantes, porque 1) era una ciudad boliviana conquistada por los chilenos en la Guerra del Pacífico (1879-1883) y 2) es un puerto en la mitad del desierto, no hay población circundante. Así que aparte de xenófobos y racistas, los de esa manifestación eran ignorantes.