Lo que nos sorprende nos expande. Ese es el principio fundamental del asombro. Da igual que sea un truco de magia que un orgasmo insospechado. La fascinación ha sido, a través de la historia, el inductor de la evolución humana.
La razón es esta: cada golpe de asombro inesperado recoloca nuestra mente y nos conduce a comprender el mundo de otra forma. Los niños, que viven bajo dicho asombro de forma permanente, disfrutan de ese privilegio como nunca más volverá a sucederles. Porque nuestra capacidad para el pasmo disminuye con la edad de forma exponencial hasta llegar a la condición adulta, que es cuando esa capacidad de asombro finalmente se desvanece.
En realidad habría que decir que se reprime, pues un adulto que está manifestando continuamente su fascinación por las cosas es visto por los demás como un ser inmaduro. Alguien pueril y un tanto enajenado. Esa es la razón por la que con el paso de los años, de forma casi inconsciente, vamos arrinconando nuestra capacidad de asombro hasta casi eliminarla.
El problema es que a la sociedad en su conjunto le sucede lo mismo. También con el paso del tiempo ha ido abandonando esa capacidad de asombro hasta convertir su relación con la realidad en algo consabido. Como si el admitir que lo inesperado pudiera perturbarla supusiera el reconocer, en consecuencia, que carece de respuestas.
Es una situación bastante paradójica. Porque nuestra capacidad de asombro nos ha conducido desde la invención de la rueda hasta la tecnología digital. Y ahora que contamos con unas herramientas tan fascinantes, somos incapaces de disfrutarlas en toda su extensión. En lugar de liberar nuestra estupefacción decidimos no sentirla.
Una verdadera lástima. Porque ese don para sentir el repentino embrujo es uno de nuestros mejores atributos como especie humana. Algo que tal vez empezó a desvanecerse el día en que, por manifestarla, don Alonso Quijano fue tachado de loco. Y todo por mostrar, sin el menor rubor, su asombro ante las nuevas tecnologías.
“¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla!
Porque ¿a quién no sorprende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?
Recuperar la inocencia, reivindicar la locura, es el único camino serio para seguir prosperando. Porque lo cierto es que el conocimiento no avanza sin desconcierto. Sin algo que nos sorprenda y nos desquicie hasta conseguir obsesionarnos.
¿Acaso el hombre hubiera llegado a la luna sin que antes le hubiera asombrado su existencia?
Asombro significa, etimológicamente, carente de sombra. Es decir, resplandor, relámpago, fluorescencia. Cuando París se convirtió en 1830 en la primera capital alumbrada por gas, la admiración general la convirtió en la Ciudad de la luz. Ello supuso para el mundo el final de siglos de oscurantismo y, con ello, la llegada de un largo período de desarrollo cultural y tecnológico.
Pero no fue ese invento del ingeniero y químico francés Philippe Lebon para iluminar la ciudad el que propició el salto hacia la modernidad. Fue nuestra capacidad de asombro, ante tan prodigioso milagro, la que expandió la mente de todos aquellos que lo contemplaron.