Nunca os ha pasado que habéis visto una prenda en un desconocido y enajenados por su esencia fulgurante, se la habéis pedido. A mí sí. Una vez me pasó algo parecido con una gorra. Fue hace poco, en un concierto de blues en La Coquette. Para los que no lo conocéis, es un bar en el que bajas unas escaleras y de pronto apareces en una gruta enladrillada de Luisiana. Más o menos. Aquella noche tocaba la Tonky Blues Band con un invitado especial, Richard Chalk de Dallas, Texas.
Los artistas subieron al escenario y comenzaron con su magia melódica. Richard Chalk rasgaba las cuerdas de su guitarra con una vehemencia controlada. Tras unas cervezas, mis manos, hechizadas por las de los demás y conducidas por las invitaciones de los músicos, daban palmas sin parar en un acto de rebeldía contra mi rutina psicomotora. Mi pierna cobró vida propia y ya no paró de patear el suelo.
Los músicos dejaron de lado sus personas y sacaron sus personajes. Benditos personajes que todos llevamos dentro y que son nuestra máxima expresión identitaria. Cada músico tiene patrones gestuales inconscientes que salen a la luz en cuanto se dejan llevar por el universo sonoro. Como si la música se apoderase de ellos y expresase a través de un filtro exclusivo e intransferible su verdadera naturaleza. Algunos de estos patrones son muy sutiles como una pose de seriedad o de sensibilidad o un leve bamboleo del cuerpo. Otros son violentos como muecas pervertidas y contracciones de los músculos faciales. El de Richard Chalk era tan sutil que no conseguía identificarlo.
Como no tenía un patrón gestual muy claro su gorra absorbió su identidad. A primera vista era una gorra roja corriente con un logo en la frente: Top Cat Records. Sin embargo, a medida que la miraba me daba cuenta de que estaba gastadísima, sucia y que la visera había sido doblada con precisión trazando una concavidad muy personal. Quizás estos aspectos no sean sugerentes para el lector a la hora de valorar una gorra pero para mí eran signos de una historia insondable de la Dallas profunda.
Cualquier historia. La gorra llevaba 15 años en la cabeza de Richard Chalk que no se la había quitado en ningún momento, ni siquiera para ducharse o dormir. La gorra estaba impregnada −aparte de por un sudor fosilizado− de toda la energía que había salido de su voz y de su guitarra a lo largo de los años. De todos los momentums escénicos (buscando en youtube me encontré una actuación suya de hace casi tres años donde llevaba la misma gorra). Por no hablar del sol que la gorra le había evitado en su hipotético trabajo diurno en una gasolinera Texaco de las afueras de Dallas.
Me acordé de ‘Mañana en la batalla piensa en mí’ de Javier Marías y de como los objetos de la mujer mueren con ella porque “…ya nadie sabe por qué, o cómo, o cuándo fue comprado aquel cuadro o aquel vestido o quién me regaló ese broche, de dónde o de quién procede ese bolso o ese pañuelo, qué viaje o qué ausencia lo trajo […]; cuanto tenía significado y rastro lo pierde en un solo instante y mis pertenencias todas se quedan yertas, incapacitadas de golpe para revelar su pasado y su origen…” Yo no sabría nunca el pasado ni el origen de la gorra de Richard Chalk. Si fue la causante de una broma, fiel compañera mitigadora de una incipiente calvicie o un mero suvenir de la empresa Top Cat Records. Quizás todo ello a la vez. Pero el hecho de que nunca pueda conocerla no me impide percibirla a través de sus manchas, de su apariencia gastada o de esa concavidad tan personal.
Cuando terminó el concierto me acerqué a Richard y le felicité por la actuación. Grosias, me contestó en un castellano primitivo. Sin más preámbulos le pregunté por la gorra. This is an old one. Tiene al menos diez años, no me he separado de ella en mucho tiempo, me dijo. ¿Puedo quedármela? Richard me miró y se quitó la gorra y la miró y me miró como si viera a un extraterrestre. ¿Mi gorra? Yes, le dije. Yes, why not, it’s yours man, me respondió con un acento americano cerrado acompañado de una sonrisa. Entonces le intenté explicar que me había fijado en su gorra porque reflejaba algo muy intenso. Un destello que debía ser su vida. Pero a él no le importaba nada de eso. Ni por qué quería yo la gorra ni que él la hubiese llevado durante diez años en todos sus conciertos. Él solo me regaló la gorra porque yo se la había pedido. Ya se pondría otra por el camino.