La desigualdad es como un virus que provoca más enfermedades, más violencia, menor esperanza de vida, peor comportamiento. Es decir, que la desigualdad no solo puede parecernos moralmente cuestionable o políticamente injustificada, sino que, por el bien de la sociedad en su conjunto, quizá deberíamos aspirar a erradicarla o, al menos, controlar que esta no esté demasiado enquistada.
Pero ¿por qué la desigualdad es capaz de provocar tantos efectos negativos en la sociedad? Al fin y al cabo, ¿no basta con que todos vivamos relativamente bien? ¿Por qué es tan importante que unos vivan mucho mejor que otros?
CAPITAL SOCIAL
Hay que advertir que muchas culturas estratificadas del pasado tenían mayor probabilidad de prosperar y no desaparecer del planeta precisamente porque, en época de escasez, se podía distribuir de forma desigual la miseria y la muerte. Es decir, los que estaban en las clases superiores sobrevivían a costa de sacrificar a las clases inferiores.
Después de varios milenios, sin embargo, hemos ido descubriendo que la desigualdad era nociva por otro motivo, como si fuera una enfermedad larvaria: proporcionaba escaso capital social.
El capital social de una comunidad está compuesto de elementos como la confianza, la reciprocidad o la cooperación. Es decir, en las comunidades con mucho capital social podemos confiar en los demás. A veces, incluso, podemos dejar la puerta de casa sin cerrar o la bicicleta sin cadena.
Esto es fácil de comprender porque la desigualdad económica merma la confianza, porque la confianza se basa en la reciprocidad: justo lo contrario que la jerarquía, que se funda en la dominación y la asimetría. En poner vallas cada vez más altas para que los pobres no entren a robar, por ejemplo. La desigualdad social, al final, produce mayores fricciones entre los individuos de la comunidad.
Incluso el interés por la democracia, por ir a votar, se reduce ostensiblemente en los países muy desiguales, porque se considera una actividad baldía, ineficaz a la hora de cambiar lo establecido. Tal y como explica Robert Sapolsky en su libro Compórtate. La biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos:
Esto se puede ver de distintas formas, estudiando los distintos niveles existentes en los países, estados, provincias, ciudades y pueblos occidentalizados. Cuanta más desigualdad hay en los ingresos, menos probable es que la gente ayude al prójimo (en un escenario experimental) y menos generosos y cooperadores se muestran en los juegos económicos.
SALUD
La salud también se resiente en las sociedades muy desiguales. Está claro que las clases más pobres tienen peor salud, más enfermedades y menor esperanza de vida. Sin embargo, el descenso en los niveles de salud no se debe tanto a que las personas sean pobres, sino a que se sientan pobres en relación a sus conciudadanos, como refiere este estudio del año 2000.
¿Sentirse pobre? Eso es lo que sienten las personas que viven rodeados de lujos a los que no pueden acceder, como sugieren los trabajos del epidemiólogo social Richard Wilkinson, de la Universidad de Nottingham.
Esto puede deberse a varios factores. El primero es que el capital social, al descender, produce un aumento de estrés psicológico que finalmente corroe la salud.
El segundo es que, a mayor distancia económica entre ricos y pobres, los ricos concluirán que es menos necesario mejorar los bienes públicos (porque no proporcionan beneficios directos), lo que reducirá la calidad del transporte, las calles seguras, las aguas más limpias, las mejores escuelas, la mejor asistencia sanitaria universal.
Los muy ricos gastarán, por contrapartida, mucho más en bienes privados, como un chófer, una urbanización privada, agua embotellada, escuelas privadas, seguros médicos privados. En pocas palabras: más lujo privado a expensas de la miseria pública. Abunda en ello Sapolsky:
El gradiente no se debe a que los pobres tengan un menor acceso a la asistencia sanitaria; se produce en países en los que existe la atención sanitaria universal, no guarda relación con la utilización de los sistemas de asistencia médica y se produce con enfermedades que no guardan relación con el acceso a la asistencia sanitaria (p. ej., diabetes juvenil, cuya incidencia no cambia, aunque haya cinco chequeos en un día).
Por supuesto, la salud también se reduce porque, con la desigualdad, aumenta la violencia y los crímenes, debido de nuevo a la reducción del capital social.
Por eso la pobreza es, no tanto per se, un pronosticador del aumento de la violencia como lo es la pobreza rodeada de opulencia, tanto en Estados Unidos como en todas las naciones industrializadas, como señala este estudio de 2012.
Tras analizar 170 naciones, también se concluyó que la heterogeneidad étnica y la heterogeneidad lingüística conducen a mayores tasas de homicidios.
LOS RICOS TAMBIÉN LLORAN
Todo lo anteriormente dicho también afecta a la felicidad de los más ricos, porque están obligados a poner muros cada vez más altos que les separen de la pobreza. Apenas pueden desplazarse por lugares específicamente diseñados para ellos.
Por eso, y por muchos otros factores, la desigualdad de ingresos, según un estudio en el que se analizaron 24 países desarrollados, nos hace estar menos satisfechos con nuestras vidas, aunque seamos relativamente ricos.
Y no se trata solo de felicidad, sino del propio desarrollo económico sistémico, que finalmente también afectará a las personas de posiciones más pudientes, como escribe Rutger Bregman en su libro Utopía para realistas:
El hallazgo más fascinante sea que incluso los ricos sufren cuando la desigualdad es demasiado grande. También ellos se vuelven más proclives a la depresión, la desconfianza y muchas otras dificultades sociales.
La desigualdad es necesaria. La sociedad no puede funcionar, que sepamos, sin cierto grado de desigualdad. Todavía son relevantes los incentivos para trabajar, para esforzarse y para destacar, y el dinero es un estímulo muy poderoso para lograrlo. Nadie quiere vivir en una sociedad donde los zapateros ganen tanto como los médicos.
Pero si hay demasiada desigualdad social, entonces se frena el desarrollo económico, la felicidad general, la salud, incluso la seguridad y prosperidad de las clases altas. Así pues, aunque solo sea por mero pragmatismo, deberíamos combatirla allí donde sea obviamente injusta.
La pobreza es como un virus que provoca más enfermedades, más violencia, menor esperanza de vida, peor comportamiento. Es decir, que la pobreza no solo puede parecernos moralmente cuestionable o políticamente injustificada, sino que, por el bien de la sociedad en su conjunto, quizá deberíamos aspirar a erradicarla o, al menos, controlar que esta no esté demasiado enquistada.
Of course, así, si.