Los riesgos de adicción que suponen internet, el smartphone, las apps, los videojuegos freemium y las redes sociales están, en general, infravalorados. Quizá porque, al pensar en adicciones, nos vienen a la cabeza estupefacientes o máquinas tragaperras, no algo tan común y generalizado (de hecho, irremplazable ya) como gran parte de la tecnología que nos rodea.
Sin embargo, lejos de ser inocua, gran parte de esta tecnología que nos permite comunicarnos con los demás y entretener nuestros ocios está diseñada para estimular las adicciones del comportamiento: en muchos sentidos, las adicciones a las sustancias y las adicciones del comportamiento son muy similares entre sí, dado que activan las mismas regiones cerebrales y se alimentan en parte de las mismas necesidades humanas básicas: participación social y apoyo social, estímulo mental y cierto sentido de eficacia.
Me gusta
El «me gusta» de Facebook, el corazoncito de Twitter o Instagram, incluso el doble check de un mensaje de WhatApp pueden ser, y de hecho muchas veces son, como unos gramos de cocaína. Es cierto que no introducen agentes químicos en nuestro sistema nervioso, pero ejercen un poder sobre nosotros similar al que producirían si lo hubieran hecho.
La principal razón que subyace a nuestra necesidad de participar durante más y más horas en redes sociales y otras apps donde el aspecto interactivo es importante es que, de partida, somos animales sociales. Recientemente, un equipo de investigadores de la Universidad McGill, en Canadá, planteó la posibilidad de que estas tecnologías son tan peligrosas porque apelan a ese instinto social natural, convirtiéndonos en hipersociales. En parte, como señalan los autores en el estudio publicado en Frontiers in Psychology, es un fenómeno similar al que ya ocurre con la comida:
En un entorno posindustrial, en el que el alimento es abundante y se puede acceder a él con facilidad, la presión evolutiva por cubrir nuestras necesidades nutritivas puede conducir a una pulsión por la comida que conduzca al desarrollo de obesidad, diabetes y trastornos cardiacos. Del mismo modo, la necesidad de relacionarnos y el uso de los móviles como un medio para ello puede ocasionar hoy un cuadro maníaco relacionado con lo que podríamos denominar una forma de control hipersocial.
Es decir, que no nos volvemos adictos a los móviles, sino a las relaciones sociales, porque el móvil proporciona una posibilidad infinita de interacción social. Eso explica, también, que cada vez se registre mayor porcentaje de esta clase de adicciones. A la epidemia de obesidad, pues, se suma la de las adicciones del comportamiento a las tecnologías sociales.
En 2008, los adultos empleaban en su teléfono una media de 18 minutos de su tiempo al día; en 2015, el tiempo aumentó a dos horas y cuarenta y ocho minutos al día. El 80% de los adolescentes miran su smartphone al menos una vez cada hora (y también madrugan más para poder tirarse selfis que puedan ser compartidos en las redes sociales). Casi la mitad de las personas ya afirman que no podrían soportar vivir sin su smartphone (y algunos preferirían sufrir daños físicos).
De hecho, ya hasta el 40% de la población sufre adicciones relacionadas con internet (correo electrónico, videojuegos, pornografía, etc.), según un estudio del año 2015. Otros estudios sugieren que este porcentaje es del 48%. No en vano, la dopamina en nuestros cerebros se ve estimulada por la imprevisibilidad que proporcionan las redes sociales, los correos electrónicos y los mensajes de texto.
Todo ello, finalmente, está provocando no solo que nos convirtamos en adictos, sino que se reduzca nuestra capacidad de concentración. En el año 2000, el periodo de concentración medio era de doce segundos. En 2013, ocho segundos. Según Nicholas Carr, autor de Superficiales, ello está provocando que, en efecto, nos estemos volviendo mucho más superficiales en nuestros juicios o que cometamos más errores cotidianos, sobre todo en el tiempo que estamos al volante de un coche.
En 2013, se realizó un estudio en el que se sentaba a parejas de desconocidos en una sala para que charlaran. El tema era abordar algo interesante que les hubiera pasado el último mes. Los que tenían un smartphone cerca les costó más conectar en la conversación y consideraron a su interlocutor menos empático y menos de fiar.
Cada vez lo hacen mejor
Este poder succionador de nuestro comportamiento no es casual: el diseño de muchos dispositivos, aplicaciones y redes sociales está específicamente orientado a convertirnos en adictos, como explica Adam Alter en su reciente libro Irresistible:
Llevan a cabo miles de pruebas con millones de usuarios para discernir qué cambios funcionan y cuáles no: qué colores de fondo, tipografías y elementos de audio maximizan la participación y minimizan la frustración. A medida que la experiencia evoluciona, se transforma en una versión irresistible de la experiencia original que termina convirtiéndose en un arma. En 2004, Facebook era entretenido; en 2016 es adictivo.
No podemos legislar para que los diseñadores hagan peor su trabajo. No podemos apuntarnos a Alcohólicos Anónimos y no volver a tomar una copa en nuestra vida, porque básicamente abandonar nuestros smartphones y ordenadores y desconectarnos de la Red nos aislaría al mismo nivel que un anacoreta. En un mundo donde ya no puedes postularte para un puesto de trabajo si no dispones de correo electrónico, pero donde hasta el propio correo electrónico puede generar profundas adicciones al comportamiento, ¿qué podemos hacer?
No hay una respuesta corta. Ni siquiera hay una respuesta completa. Básicamente, estamos en los primeros minutos de un nuevo tipo de interacción social y todavía no hemos tenido tiempo de buscar soluciones. Hay, naturalmente, algunas salidas más o menos eficaces, pero no definitivas, como establecer horarios de desconexión digital, mantener rutinas y buenos hábitos, establecer ciertos límites y horarios, pero poco más.
Estamos frente a una nueva era de adicciones. Y, además, el producto que nos vuelve adictos también constituye una revolución en todos los aspectos. De nuevo, el paralelismo con la obesidad es muy pertinente: no queremos que vuelva una época donde la comida era escasa y moríamos de hambre, pero el hecho de que dispongamos de tantas opciones de comida calórica desafía el instinto natural de nuestro organismo por acumular grasas para las épocas de carencia calórica.
El nuevo producto tecnológico nos permite conectar con el mundo, a la vez que esa necesidad de conectar con los demás puede transformarnos en hipersociales e hipervigilantes de lo que los demás dicen de nosotros. Prescindir de este avance sería como prescindir del progreso mismo. Estamos, pues, ante el más peliagudo catálogo de adicciones al comportamiento al que nunca antes nos hemos enfrentado. La droga digital que no podemos ni debemos dejar de consumir. Y ahora, comprobemos la bandeja del correo.
gracias Sergio, muy interesante… !
Comparto profundamente. Al final es más beneficioso dejar que un trabajador use el cel durante las horas laborales a impedirle ver la pantalla hasta el descanso. Estarán tan ensimismados en adivinar con que se encontrarán al final de la jornada que la distracción será peor en ocho horas que un par de minutos cada 30.
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