Las economías que el PIB no puede medir

26 de noviembre de 2014
26 de noviembre de 2014
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«Solo el necio confunde valor y precio»
Antonio Machado

El mundo, efectivamente, tiene límites. El techo se alcanza en la cantidad de desechos que la Tierra puede tragar, la energía que es capaz de producir o los alimentos que proporciona. Pero el discurso económico imperante en el siglo XX vendía otra cosa. Hablaba de la gran promesa de la producción ilimitada y el consumo infinito. De ahí nacieron las «sociedades hiperconsumistas, acumuladoras sin sentido, ni límite». Sociedades en las que, según Albert Cañigueral, la «percepción social del individuo se generaba en función de sus posesiones materiales y, a menudo, por comparación directa con los vecinos y amigos. Y a cualquiera que se atreviera a cuestionar esos principios básicos, se le catalogaba de hippie».
El experto en consumo colaborativo explica en su nuevo libro Vivir mejor con menos que «este capitalismo hiperconsumista, en su voracidad de consumo creciente, no soporta que un producto sea usado por más de un individuo. Mejor que cada uno tenga el suyo propio. Mejor que esté guardado en un almacén a que otro lo utilice. Pero lo mejor, lo mejor de todo, es que una persona compre un artículo y no lo vuelva a usar jamás. Que lo tire. Que haga crecer las bolas de basura que este planeta no sabe cómo digerir, y que compre uno nuevo».
Ese capitalismo tiene un lado positivo, según Cañigueral. Trajo un mundo «fundamentalmente abundante y con un alto grado de confort material, especialmente, en los llamados países desarrollados». Pero «el problema se presenta cuando por el mismo funcionamiento de este capitalismo (nuestras creencias, hábitos y reglas de cómo compartimos esa abundancia), conseguimos hacer el mundo artificialmente pobre y escaso para gran parte de la población y absurdamente abundante para una minoría».
La reacción a ese modelo fue el auge de la economía colaborativa. No era nada nuevo. Más bien, era lo de siempre. Pero esta vez hay un elemento nuevo que aumenta su alcance más de lo que lo hizo jamás. La tecnología. Las redes de conexión ahora son planetarias y las formas de organización e intercambio se han hecho más rápidas y efectivas. Las plataformas digitales han ampliado por millones las redes de intercambio de productos y servicios.
Hay miles de ejemplos y cientos de tipos distintos. Existen plataformas para compartir gastos, como BlaBlaCar o LaMachineDuVoisin; servicios basados en favores, como CouchSurfing; proyectos locales para compartir objetos con tus vecinos, como Peerby o Streetbank«Todos los días aparecen herramientas nuevas para compartir. Todos estamos aprendiendo», indica Cañigueral, en una entrevista con Yorokobu.
[pullquote class=»left»]«¿Cómo debemos medir el beneficio de secar la ropa al sol frente al beneficio de secarla con una secadora eléctrica?»[/pullquote]
La economía colaborativa está creciendo de forma veloz por el mundo occidental. No es una revolución ni rivaliza con otros modelos económicos ni las grandes empresas capitalistas, según el representante de OuiShare en España. «No son enemigos. Un tipo de economía ayuda a otra. La economía colaborativa, sin grandes empresas, no tendría éxito. Es una alternativa y una forma de ampliar las opciones de consumo».
Pero un actor poderoso en el terreno de juego cambia las reglas. El autor del blog ConsumoColaborativo.com piensa que es necesario replantearse el modo de medir la economía porque no todo es comprar y vender. Medir el progreso de un país mirando únicamente su producto interior bruto (PIB) resulta miope. «Este indicador pone todo su foco en calcular el incremento de la producción y la compraventa de bienes y servicios, a la vez que ignora de manera sistemática el bienestar real de los ciudadanos».
«¿Cómo debemos medir el beneficio de secar la ropa al sol frente al beneficio de secarla con una secadora eléctrica?», se pregunta. Fabricar, comprar y gastar energía en una secadora contribuye al PIB. Pero tender la ropa al sol también tiene implicaciones que se deben tener en cuenta: supone un ahorro energético y es menos contaminante.
«La sociedad colaborativa plantea un gran número de escenarios que requieren de nuevas maneras de medir los beneficios de las acciones: compartir un trayecto en coche, vender de segunda mano un teléfono móvil, liberar un programa en código abierto al procomún, regalar un colchón al que ya no das uso, comprar un kilo de manzanas con la moneda alternativa del barrio…», especifica. «Hasta el momento nos hemos centrado en medir básicamente el impacto económico de las cosas, pero la sociedad colaborativa no se puede analizar sin considerar también el impacto social y el medioambiental. Los economistas tienden a ignorar esta generación de valor, que acaba siendo una economía invisible, porque no siempre incluye una actividad mercantilizada».
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LAS OTRAS ECONOMÍAS
Estas actividades no mercantilizadas son las que realmente sostienen al mundo. Es la otra economía que nadie contabiliza y que reside en la madre que cuida a sus hijos, el abuelo que acoge en su hogar o el amigo que presta cosas. El investigador del CSIC Antonio Lafuente cita a menudo esta economía que la ‘economía oficial’ nunca toma en cuenta.
Esos otros motores económicos han sido reclamados desde hace tiempo por pensadores muy distintos. A menudo se califican como economías humanas frente a economías mercantiles, comerciales o financieras. Algunas de estas voces se remontan dos centurias atrás…
ECONOMÍA DE LA VIDA PURA
En el siglo XIX nace la producción en masa, las grandes explotaciones industriales y el capitalismo más poderoso hasta el momento. Es entonces cuando se empieza a hablar de los crecimientos imparables, las ganancias infinitas y la naturaleza como un saco sin fondo al que expoliar. Y es también cuando surgen las primeras voces críticas.
Karl Marx dijo que «todo lo que el economista te quita en forma de vida y de humanidad, te lo devuelve en forma de dinero y riqueza». En esa misma época, pero al otro lado del Atlántico, Henry David Thoreau planteaba un concepto similar. El filósofo estadounidense se retiró dos años de la sociedad y se fue a vivir solo a una cabaña en el bosque. Era un experimento para vivir en la frugalidad, en lo básico, en la esencia más pura de la existencia.
De su retiro nació una propuesta. El poeta conocido como el padre de la desobediencia civil sugirió una nueva forma de medir la economía en la que se tuviera en cuenta lo que una actividad cuesta en cantidad de vida que hay que dejar en ella en vez de la producción que genera. En su libro Walden lo explicó así: «El coste de una cosa es la cantidad de vida que hay que dar a cambio de ella, de forma inmediata o durante un periodo de tiempo».
El naturalista pretendía hacer una distinción entre el provecho humano y el beneficio económico que supone una actividad. En Walden hace cálculos de todo para saber qué se necesita realmente para vivir y se plantea qué gana y qué pierde cuando se dedica a cada actividad. ¿Cuánta vida pierde cuando se esfuerza por ganar más dinero? Thoreau creía que a los ricos, ser ricos, les supone preocupaciones, trabajo, desvelos, intrigas, renunciar a disfrutar de la naturaleza y la tranquilidad… Trabajar para tener lo necesario para vivir no supone demasiado esfuerzo, según el filósofo. Pero los individuos se cargan de trabajo para conseguir «lo inútil, lo fútil y el lujo que devoran lo esencial». A Thoreau, sin embargo, era otra cosa lo que le hacía suspirar. Esto: «¡Ah! ¡Poder embriagarse con el aire que se respira!».
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ECONOMÍA DEL CARIÑO
Hace tan solo siete años empezó a sonar otro término para referirse a una economía que no solo se cuantifica en dinero. El periodista Jose Luis de Vicente habló de ‘economía del cariño’ para describir la estrategia que utilizó el grupo Radiohead en el lanzamiento de su álbum In Rainbows. La banda dinamitó la inercia mercantilista de la industria musical al regalar su disco.
«Para que no hubiese ninguna duda acerca de su intención, pusieron al servicio de sus fans buenos servidores y material extra para que descargarse el disco no solo fuese gratis, sino una buena experiencia», explica el publicitario Rafa Soto en este artículo. «Como opción existía la posibilidad de pagar lo que el usuario quisiese por descargarse el disco».
La rentabilidad de la generosidad funcionó, igual que lo hace desde tiempos inmemoriales. «El lanzamiento fue mucho más rentable que el anterior, en el que la poderosa EMI puso en marcha toda su maquinaria de marketing», escribe Soto. «Es decir, más ingresos y mejor reputación para la banda. Y todo es gracias a un regalo».
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ECONOMÍA DE LA EMPATÍA
El economista Adam Smith (1723-1790) ya habló de la empatía como motor del crecimiento económico. En La riqueza de las naciones se refirió a la capacidad de empatizar con las necesidades de otros y a la división del trabajo como palancas de la economía.
Pero la relación entre economía y empatía se ha actualizado, y en el siglo XXI, tiene un nuevo matiz. En un reciente artículo, Carmen Bustos indica que «parece claro que el sistema económico con el que venimos funcionando desde hace décadas necesita una dosis de transformación y unos cuantos ajustes».
La socia fundadora de la compañía de diseño de servicios Soulsight sostiene que muchas personas hablan ya de «la necesidad de avanzar hacia otro tipo de capitalismo, un modelo híbrido donde el valor vaya más allá del producto y se centre en el poder de las personas».
Bustos explica que en este nuevo modelo la ‘empatía’ implica un «compromiso de comprender y trabajar por el bienestar de las personas».
«El modelo todavía vigente premia la eficiencia y el crecimiento por encima de cubrir las necesidades de las personas, y así es imposible transformar nada, sobre todo en este momento histórico en el que nos encontramos». Y, a continuación, se pregunta: «¿Qué pasaría si el sistema económico se reestructurara de tal forma que pusiéramos la empatía en el centro?».
«Quiero imaginar que habría un nuevo orden de prioridades. La preocupación por la educación de los niños, el cuidado de una sociedad que cada día está más envejecida, la lucha contra las injusticias sociales, conservar el planeta… serían temas claves en la agenda», continúa. «A esto se añadiría la necesidad de otro tipo de monedas, menos vulnerables a las fluctuaciones y que transciendan al puro valor financiero».
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LA ECONOMÍA COMO ENFERMEDAD MORTAL
Esta tensión entre la ‘economía deshumanizada’ y la ‘economía humana’ es, y seguirá siendo, una constante histórica. El economista británico E. F. Schumacher hablaba de ello de esta forma tan bella en 1973. En su libro Small is Beautiful (Lo pequeño es bello) decía que «la economía como esencia de la vida es una enfermedad mortal, porque un crecimiento infinito no armoniza con un mundo finito».
«Que la economía no debe ser la esencia de la vida se lo han dicho a la humanidad todos sus grandes maestros; que esto no puede ser así es evidente hoy día. Si se desea describir esta enfermedad mortal más detalladamente, puede decirse que es similar a una adicción, como el alcoholismo o las drogas heroicas. No importa demasiado si esta adicción aparece en formas egoístas o altruistas, si busca su satisfacción solo en un materialismo burdo o también de una manera artística, cultural o científicamente refinada. El veneno es veneno, aunque venga en píldoras doradas… Si la cultura espiritual, la cultura del hombre interno se descuida, el egoísmo continúa siendo el poder dominante del hombre, y un sistema egoísta, como el capitalismo, se adapta mejor a esta orientación que un sistema de amor a nuestros semejantes».
hippie
Imágenes: Shutterstock
Citas elaboradas con Notegraphy

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