En el reino de Protocolo todo el mundo tenía un cargo y un título. No había plebe, todos sus habitantes eran la autoridad y tenían el mismo rango en la escala social.
No eran una monarquía ni una república. Su gobierno era su desgobierno pero como eran gente de mucho nivel y de gran autoridad moral y política, esa anarquía no creaba problemas. Al contrario. El orden dominaba el pueblo. Y también el aburrimiento. Todo en Protocolo era solemne, serio, grandioso. Nada se dejaba al azar. Ni las costumbres ni las buenas maneras se relajaban. Todo era previsible. Sin emoción. Como pueblo de bien y de sentido común que se consideraban, se creían en la obligación de inculcar sus sabias y correctas maneras al resto del universo. Debían convencerles de la necesidad de mantener las buenas costumbres, el respeto a los Don, a Sus Ilustrísimas, a Duques, Reyes y Condes. Tenían la creencia de que si esto no se hacía así el mundo sufriría un apocalíptico final. Así que cada cierto tiempo organizaban a su ejército y a su clero y salían a adoctrinar nuevos territorios. Los poblados vecinos se sometían sin resistencia a aquellos educadísimos viajeros que llegaban a sus casas y les impresionaban con tan lujosos ropajes y tan respetuosos saludos. Y al final caían ellos también en los refinados modales y pomposas nomenclaturas de los invasores creyendo con esto que alejarían su trágico fin.
Hasta que un día la expedición misionera llegó al lugar más recóndito de su universo y lo que allí encontró cambió su visión para siempre. Se trataba de un pueblo educadísimo, cultísimo, moralísimo y perfectísimo como los habitantes de Protocolo, pero donde las jerarquías eran más igualitarias: existían los don, las doñas y los fray conviviendo sin problemas con los condes, los duques, los marqueses y sus ilustrísimas. Y el caos no se había apoderado de aquella región. Al contrario. Aquel recién descubierto reino era un lugar divertido, donde cada día pasaba algo distinto y motivador y donde los modales eran también refinados y respetuosos, pero estaban desnudos de aquella pomposidad y solemnidad que tanto encorsetaba a los habitantes de Protocolo. Así que la expedición de misioneros regresó a su casa, pero esta vez los conquistados habían sido ellos.
¡Ay, qué bonito y qué idílico todo! Pues no, es solo un cuentecillo. La realidad es un poco más cruda y las invasiones no siempre son tan agradables.
Hoy hablaremos de los tratamientos, de los títulos y de los cargos. Hasta ahora, los escribíamos con mayúscula inicial pero la RAE ha cambiado la norma y ya no es así. Nos arguye que tanto los antenombres (tratamientos que preceden al nombre: don/doña, santo/a, fray, etc.) como los que pueden utilizarse sin él (licenciado, excelencia, doctor, usted o vuestra merced –para los amantes del vintage extremo) deben hoy escribirse con minúscula inicial puesto que se trata de adjetivos o nombres comunes. Sin embargo, en textos jurídicos y administrativos podemos encontrar aún el uso de esa mayúscula. Pero como el resto de los mortales no somos tan pomposos, es mejor que nos olvidemos de los Don y Doña y nos igualemos en la minúscula. No obstante, se admite la mayúscula inicial para aquellas fórmulas honoríficas y protocolarias del tipo su santidad, su excelencia, su majestad, aunque no es obligatoria. Nos lo deja a nuestra elección según nuestro grado de anarquía y respeto a las altas esferas. Eso sí: solo si el tratamiento NO va seguido del nombre propio de quien lo ostenta. Si así fuera, iría en minúscula.
Vamos a los ejemplos:
La recepción de Su Santidad tendrá lugar en el Vaticano.
No hay nombre propio, podemos usar la mayúscula.
Sin embargo, debemos escribir: La oración de su santidad Francisco se hará desde el balcón del Vaticano.
Habemus nombre, habemus minúscula. Y lo mismo para el resto de tratamientos: don Francisco, doña María, el licenciado Mauricio Colmenero, el doctor No…
Con los títulos y cargos ocurre lo mismo. Deben escribirse con minúscula inicial por tratarse de nombres comunes, tanto si son de uso genérico (El rey sanciona leyes; el presidente del Gobierno es elegido por votación popular; el papa es el cabeza de la Iglesia), como si mencionan a personas concretas: la reina comprará chuches a sus reales nietos; el papa dejará atónitos a los miembros del Opus con sus declaraciones sobre los homosexuales; o han pillado al duque de Palma con el carrito del helado. Y nos da una recomendación más. A pesar de que en textos protocolarios, administrativos y jurídicos se acostumbra a escribir estos títulos y cargos con mayúscula inicial por razones de solemnidad, la RAE aconseja adaptarlos a la norma general y escribirlos con minúsculas. Pero si tenemos en cuenta el lenguaje arcaico de ciertas instituciones, me da la impresión de que ni con una nueva revolución francesa se igualarán los tratamientos.
Y lo último ya, para no abrumaros más con tanta anarquía. Si el nombre del cargo y de la institución coinciden, el cargo se escribirá con minúscula y la institución, con mayúscula. O sea, así: “El defensor del pueblo se reunirá con el ministro de bla, bla, bla”, pero, “Se dictarán nuevas leyes que regirán al Tribunal de Cuentas y al Defensor del Pueblo”.
Liberté y fraternité, no sé. Pero egalité…