En una ciudad como La Paz (Bolivia), con casi mil metros de desnivel entre su zona norte y su extremo sur, implantar un buen sistema de transporte público es prácticamente imposible. La orografía se convierte en una trampa mortal para los autobuses que colapsan humeantes la ciudad en su lucha por escalar cuestas salvajes.
El intrincado puzzle urbano descarta la opción de tirar raíles de tranvía por la superficie puesto que, si se excavaran túneles de metro, los trenes tendrían que viajar casi en vertical entre estación y estación. Por estos motivos, y coincidiendo con las elecciones, el presidente Evo Morales decidió hace un año invertir 178 millones de euros para crear el teleférico urbano más largo del mundo.
«Estamos ante el mayor desafío que se ha realizado nunca en una red de teleféricos urbanos», señala Javier Tellería, presidente ejecutivo de Doppelmayr en Bolivia, la empresa austriaca que el gobierno contrató para ejecutar la obra.
«El teleférico viene del esquí, y la técnica que se aplica en la ciudad tiene algunas peculiaridades: intentamos poner menos torres y más separadas para que existan menos interferencias en las calles; las terminales son más amplias para dar acceso a minusválidos y personas mayores y, además, se ha intentado que las estaciones sean un polo de atracción social con servicios comerciales, culturales y de todo tipo».
La primera línea de Mi Teleférico, que es como las autoridades han bautizado el proyecto, se inauguró el pasado mes de mayo y la segunda lo hizo hace tan solo unos días. La tercera parte del recorrido se abrirá, seguro, antes de los comicios del 12 de octubre en los que Morales se enfrenta a su tercera reelección como presidente. Cuando se complete esta primera fase, el metro del cielo boliviano podrá movilizar a 18.000 pasajeros cada hora a lo largo de 10 kilómetros del entramado urbano.
Para tener una idea de lo que significa la obra, basta con comparar el trayecto que hace cualquiera de las góndolas desde la antigua Estación de Trenes de La Paz hasta la zona 16 de Julio en la ciudad de El Alto, con el mismo recorrido a bordo de cualquier otro medio de transporte. En taxi, por un precio cercano a los cuatro euros y medio, un pasajero tardaría 30 minutos si tuviera la suerte de no encontrarse con nada de tráfico. Con trancadera, como dicen en Bolivia para describir el embotellamiento, el trayecto superaría fácilmente la hora de viaje.
«Los microbuses no tienen paradas determinadas, por lo que se mueven y se paran tantas veces como el cliente quiera subir o bajar de ellos. Esto hace que el trayecto medio sin paradas sea muy corto, porque siempre hay alguien de los que están dentro del bus que quiere bajar o alguien de la calle que quiere subir. Al final, los buses paran en cualquier sitio, lo que hace que el tráfico se congestione y se cree un pequeño caos», explica Tellería.
Una cabina del teleférico tarda 10 minutos en cubrir el mismo recorrido por algo más de 30 céntimos de euro. Es ligeramente más caro que un autobús, pero no hay muchos viajeros a los que parezca importarle. En las ocho primeras semanas de vida de Mi Teleférico se registraron más de dos millones de pasajeros. Ningún teleférico alpino mueve tanta gente.
Las cabinas de Mi Teleférico cuelgan sobre calles, plazas, canchas de fútbol, tiendas, escuelas y también sobre el Cementerio General de La Paz, donde se detienen. Ajayuni se llama la parada, que en castellano significa el lugar de las almas. Los viajeros observan las tumbas entre inquietos y divertidos. A pesar de que El Alto se asome, desde sus 4.000 metros sobre el nivel del mar, por encima de La Paz, casi nadie se ha acostumbrado todavía a moverse volando sobre su ciudad.
Aunque no está confirmado, en la capital boliviana ya se habla de ampliar la cobertura a 12 líneas más hasta conseguir un total de 15. Si esto saliera adelante, Mi Teleférico no sólo se convertiría en la mayor red de transporte urbano del mundo colgada de cables, sino también en la más densa. Y los habitantes de La Paz, al mirar hacia arriba, no sólo se encontrarían con los glaciares del Illimani, sino también con las cabinas de su metro entre las nubes.
Fotos: Javier Sauras y Felix Lill