El monstruo más feo es el que no nos enseñan

En el cine, en las novelas y en la vida real, ningún horror es tan terrorífico como el que formamos en nuestra imaginación cuando no sabemos cómo es el «monstruo»
18 de septiembre de 2020
18 de septiembre de 2020
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Pensad en alguna película de acción o terror antigua. Alguna que contenga monstruos. Por ejemplo, la versión de Godzilla de 1954 o cualquier otro kaiju japonés (sí, las películas que contienen un monstruo gigante tienen su propio género). Seguro que puedes pasar un rato estupendo viendo alguna de estas joyas, pero también es verdad que no te dará mucho miedo.

Estos monstruos de plástico que avanzan con dificultades (en algunas de ellas, se trataba de personas con un disfraz; en otras, de juguetes articulados) provocan, más bien, ternura o risa.

Compárala ahora con alguna película más actual de suspense o de terror. De esas en las que, durante la mayor parte de la película, solo se ven fragmentos del fantasma, asesino o monstruo al que se supone que debemos temer. Un pie que enseguida se marcha, un ojo, una sombra. Una rama que aún se mueve porque alguien acaba de pasar por ahí.

Estos retazos de terror resultan mucho más efectivos para provocar inquietud en el espectador. ¿Por qué? Porque ningún efecto especial será nunca tan terrorífico como aquello que el espectador forma en su cabeza cuando solo le sugieren el horror. Eso es algo en lo que coinciden los estudios de guion de cine y los manuales de moda y estilo: sugerir siempre es mejor que enseñar.

Pongamos otro ejemplo. ¿Habéis visto la fantástica película La vida es bella de Roberto Benigni? (Si no la has visto, quizá te convenga saltar este párrafo, porque contiene un spoiler). ¿Recordáis la escena en la que matan al padre del niño? Imagino a los guionistas pensando en la forma más sobrecogedora de terminar con la vida de Guido Orefice.

Quizá valoraron muchas, pero se quedaron, sin duda, con la más cruel: el espectador ve a Guido dirigirse a un callejón acompañado por un soldado. Guido, que se sabe observado por su hijo pequeño, avanza con una sonrisa de oreja a oreja al tiempo que avanza con pasos cómicos, levantando mucho las piernas y los brazos. Los dos desaparecen en el callejón. Suena una tanda de disparos y acto seguido se ve al soldado saliendo solo del callejón, sin Guido. Espeluznante.

En ese momento, el espectador debe forzarse a continuar respirando, porque seguramente hace un rato que se ha olvidado de llevar a cabo esa función vital. Es probable que si nos hubieran mostrado la ejecución abiertamente esta no hubiera sido tan sobrecogedora.

George Orwell también explica esto muy bien en 1984. En la conocida novela, que describe un mundo controlado por un sistema totalitario, aquellos que manifiestan algún indicio de desobediencia al poder son enviados a una habitación del Ministerio del Amor: la habitación 101. Lo que hay ahí dentro es tan terrible que todos renuncian a sus ideales y juran fidelidad al Gran Hermano para que termine la tortura de permanecer en esa estancia.

El lector pasa medio libro preguntándose qué será eso tan horrible que hay en la habitación 101. Precisamente por no saber lo que hay, ese contenido es aún más espeluznante en su mente. George Orwell sabía bien que cualquier contenido que revelara se quedaría corto, porque el lector ya se habría imaginado lo peor. Quizá por ese motivo, decidió que el contenido de la habitación 101 fuera variable: para cada persona, el artífice de su tortura sería aquello a lo que esa persona más teme en el mundo.

Ese contenido flexible de la habitación era la única solución para que ningún lector quedara decepcionado: nada es más terrible que la posibilidad más terrible que formaste en tu cabeza.

¿Y qué ocurre fuera de las películas y las novelas; en la vida real? Pues tres cuartos de lo mismo. Se podría pensar que lo peor que pueden vivir unos padres es la muerte de su hijo, por ejemplo. Pues bien, muchos testimonios reales nos aseguran que hay algo peor: no saber si tu hijo está vivo o muerto. Las familias que tienen que luchar con esa incertidumbre durante años consideran a menudo un alivio la confirmación de la muerte del ser querido. Porque no saber a menudo es peor. Cuando no hay conocimiento, las peores posibilidades confluyen en tu cabeza. Imaginarse lo peor, aparte de ser inevitable, es a veces lo más prudente y recomendable.

¿Tiene este poder extremista de la mente su correspondiente versión positiva? Claro que sí. ¿Por qué, si no, a menudo nos decepcionamos cuando vivimos algo que llevábamos mucho tiempo esperando? Porque, al igual que nada será nunca tan malo como lo peor que hemos formado en nuestra cabeza, nada será nunca tan bueno como lo mejor que nos hemos atrevido a soñar.

Eso ocurre por la sencilla razón de que el pensamiento no tiene bordes, no tiene límites: una vez que damos forma a uno, este se expande hasta abarcar todas las posibilidades, para bien o para mal.

Por eso la cámara se funde a negro después de que los amantes se den los primeros besos: ya completará el espectador con la mejor información que tenga.

Con los textos o las imágenes solo podemos reflejar un pequeño fragmento de ese complejo y completísimo universo. Si creas historias en cualquier contexto, plantéate dejar algunas partes inconclusas, no presentar todo cerrado, confiar en tu destinatario: él sabrá completarlas mucho mejor.

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