El tejo es el deporte nacional en Colombia. No importa que sus reglas sean algo enigmáticas ni que el juego aparentemente sea tan simple como clavar una bola sobre arcilla lanzándola a varios metros. Algunos prosélitos de esta actividad elevada a la categoría de competición por causas misteriosas, pueden alegar el origen datado hace más de 500 años para protegerla de la primera pregunta que le atraviesa la mente al que lo observa por primera vez: ¿a quién pudo ocurrírsele que esto era divertido? Hay respuesta histórica, porque al parecer fueron los indígenas de la tribu de los Muiscas quienes comenzaron a practicar el tejo hace más de cinco siglos.
A un deporte soso, igual que a aquel amante insulso al que cuesta arrancar una palabra, añadirle alcohol siempre lo mejora. El tejo es deporte nacional en Colombia por las cervezas que proporciona a quien compite, no por la parábola que el disco metálico hace en el aire antes de caer sobre la arcilla ni por el estruendo que deja la pólvora al explotar si el lanzamiento tiene éxito. Pura cerveza.
En un juego que consiste en hacer explotar pólvora, la ingesta de alcohol no parece el mejor acompañante. Pero jugar al tejo sin beber cerveza es, además de un enorme aburrimiento, una afrenta a este deporte declarado de categoría nacional desde el año 2000 por el estado colombiano. Lo dicho, mucha cerveza para poder descifrar todo lo que rodea al tejo.
Si vamos al meollo oficial del asunto habrá que explicar las reglas de este absurdo. Al tejo se puede jugar individualmente y por equipos. Existe una puntuación según la jugada que consiga el participante que trata de sumar los 27 puntos que dan la victoria. Básicamente, el objetivo es que el disco caiga dentro de un círculo metálico ubicado dentro de la zona de arcilla, llamado bocín.
El área del bocín está minada de pequeños sobres con pólvora que en el caso de que exploten otorgan más puntos al lanzador. Es entonces cuando llega el momento del trago largo de cerveza bien fría. Porque todo lo anteriormente escrito no sirve absolutamente para nada más que para fabricarnos una excusa, si es que la necesitáramos, para beber cerveza.
Antes de comenzar a jugar, los corrillos de explicaciones a extranjeros sobre cómo se juega al tejo son parte del paisaje que se ve en las canchas. Sí, sí, han leído bien: el tejo tiene canchas. Allí ni los propios oriundos del lugar se ponen de acuerdo con las reglas de puntuación y las jugadas que se pueden dar.
Ahora bien, cuando llega la cerveza hay consenso. Después comienza el show. Se organizan varias filas, se lanzan los discos, se escucha el petardeo de la pólvora (sobre todo al principio cuando todavía existe un mínimo de precisión mental) y las rubias se consumen. Me colocan como pareja al Lionel Messi de los discos. José es un rolo, que es como se les llama a los bogotanos, que juega a esto como si fuera uno de los muiscas que los colonizadores se encontraron a su llegada a América. Mis lanzamientos, en un principio, ni tocan la arcilla.
«Estás rompiendo el tablero, español», me dicen con sorna. José mantiene a flote la competitividad del equipo porque lo bueno que tiene el tejo en equipos es que uno de la pareja puede ser rematadamente malo, pero puede salvarse gracias a la pericia del otro jugador. Poco a poco, y sin saber cómo, mi tino se va ajustando. Como si una caja de Diazepam hubiese aterrizado en mis nervios, la mano ya no me tiembla como antes, el lanzamiento ya no se queda corto ni largo, sino que aterriza con tronío asediando el círculo con el que estaba empezando a soñar por mi imprecisión.
Quizá el juego sea poco elaborado. Pero desde su primitivo mecanismo alberga otra sensación primaria. El petardeo que se produce cuando se consigue explotar la pólvora ansiada nos retrotrae al juego en sí: el sonido de la victoria. No puedo asegurar cuándo fue, ni tan siquiera cómo conseguí hacerlo, pero hubo una hora exacta de aquella tarde de septiembre cuando sentí el júbilo al escucharlo. Mi grito, sin embargo, recorrió sin respuesta toda la sala, y mi felicidad fue ninguneada por los experimentados concursantes que no vieron ni un destello de genuinidad en lo que a mí me parecía un logro cercano a la obtención de un contrato indefinido en los tiempos que corren.
El resto es historia: José se encargó de que mi primera partida de tejo no se saldara con derrota. Las manos se acumularon en nuestro puntaje, después llegaban las mechas, embocinadas y las moñonas que multiplicaban la puntuación del equipo. No me pregunten cómo porque el sistema necesitaría de una clásica, por indescifrable, fórmula del Excel. El caso es que ganamos, aun con mi imprecisión. Quizá, y ahora que todo el mundo trata de practicar deporte, mi objetivo sea Tokio 2020 como abanderado por mi excelente rendimiento en el tejo. O mejor me centro en las cervezas, no sé.
Acabar es una gozada porque el grupo se dedica al bebercio sin distracciones. En la reunión se charla animosamente y al fin conozco una de esas personas que defenderían el tejo con la sangre de su mano picoteada por la pólvora. Un hombre proveniente de Turmequé, un pequeño pueblo del Departamento de Boyacá, donde al parecer nació el juego, me muestra orgulloso el monumento que da la bienvenida al forastero en su pueblo. La imagen de un indígena lanzando un tejo, después de que yo haya conocido la dificultad de la cabriola me emociona. Ya tengo el tejo dentro de mí.
Uno, cuando acaba de jugar, se marcha aturdido por el ruido de la pólvora y el efecto de la cerveza en una mente de noche de un día entre semana. Todo queda en una nebulosa que hará imposible que recuerdes alguna de las normas del juego. Quizá esa sea la magia del tejo: la cerveza nunca nos permitirá acordarnos del extraño juego al que has dedicado tus últimas horas.
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