Cuando el 21 de julio de 1969 la Apolo XI se posó en el Mare Tranquilitatis, las imágenes titilantes y cargadas de estática, se reprodujeron en los televisores en blanco y negro de todo el mundo, mientras los niños soñaban con viajar al espacio. Neil Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins han envejecido tranquilamente (82 años cada uno, para ser exactos) dando conferencias y apurando daikiris, y el éxito de la misión “Curiosity” ha reavivado la ilusión de aquellos niños, hoy respetables cuarentones.
En los años 80 la progresión parecía imparable. Las misiones soviéticas Soyuz, que ensamblaron la primera estación espacial de la historia, la MIR, surcaban el cielo con la regularidad de un tren de cercanías, y las noches del cosmódromo de Baikonur se iluminaban con sus trayectorias ígneas y desafiantes. A miles de kilómetros de allí, y rodeados por los Everglades de Florida, en Cabo Cañaveral hacían lo propio, aunque permitían la entrada a turistas e imprimían un genuino espíritu americano a la experiencia.
Se nos prometió que veríamos al Hombre (o a la Mujer) hollar los agrestes cráteres de Marte o quién sabe si de algún satélite o asteroide más amable, pero hoy solo los oligarcas rusos o chinos pueden pagar un billete a bordo de naves americanas, ya que el final de la Guerra Fría congeló la carrera espacial “sine die”.
Luego llegó la era de los transbordadores, mucho más prosaica y doméstica, pues su misión siempre fue la de transportar módulos a las estaciones espaciales, primero la MIR y luego la ISS. Por desgracia, un transbordador no sirve para ir hasta las lunas de Júpiter, y los vaticinios de Arthur C.Clarke deberían esperar…
El declive y la congelación de fondos de la NASA para viajes interplanetarios tuvo inesperadas consecuencias, incluso en los billares de barrio, donde las máquinas arcade de “matar marcianos” dieron paso a otras disciplinas más terrenales, como el Street Fighter (interesados ver: “Nostalgia de 8 bits”).
Cuando la decepción era ya imparable, surgió otro espacio de la pluma de Bruce Sterling y de William Gibson: el ciberespacio. Para entenderlo y disfrutarlo, es fundamental la lectura de “Neuromante” de Gibson (Minotauro). El futuro volvía a ser prometedor y fascinante, con un cosmos intangible que no se alcanzaba con cohetes sino con bits.
Todo viaje interestelar, a no ser que destrocemos la teoría de la relatividad, debe hacerse en estado de criogenización, para ser despertados años después. Este hito tecnológico se daba por hecho, quizá más por los lectores del Reader’s Digest que por los científicos, pero todo el mundo habría jurado que el cuerpo de Walt Disney (junto al de otros prohombres) permanecía congelado en las instalaciones de Alcor Life Extension Foundation o cualquier compañía semejante, esperando que la ciencia pudiera revivirlos cuando fuera necesario.
Todos esos años han quedado atrás, e incluso los OVNI’s (todo el mundo había visto uno, o al menos conocía a alguien que lo había visto) se revelaron como una moda tan pasajera como el hula-hop.
En estos tiempos de recortes y de “hágalo usted mismo”, un programa llamado “Copenhagen Suborbitals” espera poner en el espacio una cápsula fabricada con materiales caseros. La cápsula se llama “Beautiful Betty”, y estos osados daneses pretenden colocar en órbita a un ser humano de manera segura, dentro de los próximos años, así como llevar a cabo otros excitantes proyectos que nos pueden devolver la fe en un futuro cósmico. Su web admite donaciones para completar el presupuesto de este año, en lo que podría ser el primer crowdfunding espacial de la historia.
Habremos de esperar décadas o siglos para ver corretear a nuestros hijos por las dunas de un planeta virgen, pero mientras, podemos conformarnos con la estupenda tienda online de space.com donde comprar un corta pizzas con la forma de la Enterprise, una colección de auténticos meteoritos, o un planetario doméstico. Su eslógan: “Es tu Universo. Llévatelo a casa.”.