Emily Roebling, la mujer que heredó el puente de Brooklyn

Emily Roebling

En el Museo de Brooklyn hay un retrato de una mujer con un vestido amarillo. Tiene la mano izquierda enguantada más allá del codo, y la derecha aferrada a una capa púrpura. Mira al pintor. Sus ojos brillan con inteligencia y su boca dispara una media sonrisa.

No cuesta trabajo imaginarla en un palacio londinense, bajo las lámparas de araña, esquivando sillas tapizadas de terciopelo, saludando a unos y a otros, siempre con el más absoluto de los encantos. También es fácil pensarla en una catedral moscovita, envuelta en sus mejores galas y rodeada de lo más granado de la realeza europea; una invitada más a la coronación del zar Nicolás II, último emperador de Rusia.

No sería necesario fantasear demasiado: la mujer estuvo en ambos lugares. Sería más difícil, no obstante, imaginarla caminando sobre los pegajosos lodos del East River, diminuta entre los titánicos cimientos de un puente de Brooklyn en construcción, o agarrándose con las manos, delicadamente enguantadas, de un cable de acero, ancho como el muslo de un hombre adulto. Y sin embargo, esa fue, también, Emily Roebling.

Nueva York, 1800 a.R. (antes de Roebling)

Antes de Emily Roebling no existía Nueva York. A finales del siglo XIX, entre las aguas del Atlántico y los ríos Hudson e East, en vez de una ciudad se levantaban cinco. Además de Nueva York, entonces confinada a la superficie de la isla de Manhattan, existían las otras cuatro: Brooklyn, el Bronx, Queens y Staten Island, cada una de ellas con entidad propia.

En Manhattan—que bajo la denominación de Nueva York ya era la mayor metrópolis de EEUU— comenzaba a brotar el germen de la ciudad que se conoce hoy. Se fundaban las principales instituciones culturales: el museo Metropolitan, la Biblioteca Pública de Nueva York, el Museo Americano de Historia Natural. Al mismo tiempo, los avances tecnológicos habilitaban la construcción de esos edificios que terminarían definiendo a la ciudad de las ciudades. Esos con los que los hombres quisieron hacerle cosquillas a los dioses en los pies: los rascacielos.

Los primeros intentos de unir con un puente la ciudad más grande de Estados Unidos, Manhattan (entonces Nueva York), y la tercera más grande, Brooklyn, son de principios de 1800. Durante casi 70 años, sin embargo, las propuestas para construirlo fueron descartadas sistemáticamente. En la mayoría de los casos porque no alcanzaban la altura suficiente como para permitir el tráfico naval del concurrido East River.

A pesar de ello, la necesidad era obvia. En Brooklyn, entonces una ciudad eminentemente industrial, se fabricaban muchas de las cosas que eran necesarias al otro lado del río, y de alguna forma había que hacerlas cruzar. Antes de la existencia del puente, el tráfico entre las dos ciudades se resolvía utilizando barcos. Un sistema ineficiente, poco fiable y a partir de un momento dado, incapaz de dar abasto con las ingentes necesidades de intercambio entre los dos núcleos de población.

Conectar Brooklyn y Manhattan, salvar el East River y mantener su navegabilidad intacta no estaba libre de complicaciones. La distancia a cubrir era de casi medio kilómetro. Al mismo tiempo, los lodos del fondo fluvial obligaban a situar las fundaciones del puente a una profundidad superior a la habitual. Para triunfar en el empeño, sería necesario construir el puente colgante más largo imaginado hasta el momento. La persona idónea para hacerlo resultó ser John Augustus Roebling, emigrante prusiano con una cierta obsesión con los puentes colgantes de las cuencas del Ruhr y el Rin y, a la sazón, futuro suegro de Emily Roebling.

Emily Warren Roebling

Nacida en Nueva York en 1843, Emily Warren era la segunda de doce hermanos. Su padre, Sylvanus Warren, llegó a ocupar un escaño en el Senado del estado de Nueva York. Su linaje, el de los Warren, se puede rastrear entre los pioneros que pisaron el continente americano tras cruzar el océano Atlántico desde Inglaterra a bordo del Mayflower. Una familia que mantenía una posición acomodada y que tenía las hechuras de aquellos que habían contribuido a fundar el país.

En una época en la que se cuestionaban las dotes de aprendizaje de las mujeres, Emily Warren supo, desde bien joven, que quería recibir una educación, una manifestación que despertó el recelo de los que le rodeaban, con la excepción de su hermano mayor, el comandante Gouverneur Kemble Warren, con el que estaba muy unida y que se erigió en su principal defensor. Gracias a él, la joven pudo cumplir su deseo. Así, asistió a un colegio para chicas en Washington D.C. donde recibió lecciones de historia, matemáticas, ciencias, francés y álgebra. Además, descubrió un inesperado interés por la ingeniería y la arquitectura.

Oficiales del ejército del Potomac. Gouverneur K. Warren es el primero por la izquierda.
Oficiales del ejército del Potomac. Gouverneur K. Warren es el primero por la izquierda.

Su hermano mayor fue también el responsable de que Emily acabase teniendo la oportunidad de colocar su nombre en la historia de la ciudad de los rascacielos. Gouverneur K. Warren, militar de carrera, estaba al mando de Washington Roebling, primogénito de John A. Roebling, durante la Guerra Civil de EE.UU. En 1864, tras la conclusión de la batalla de Gettysburg, invitó a su hermana a visitarle en el frente. Fue allí donde, en un baile para oficiales conoció a Washington Roebling. Hubo flechazo, y tras un año de amor epistolar constante, en 1865, tras el fin de la guerra, Emily Warren se convirtió en Emily Roebling.

La maldición de los Roebling 

En 1867, tras la aprobación de los proyectos y los presupuestos por parte del Senado del Estado de Nueva York, John A. Roebling presentaba un plan maestro para levantar un puente colgante entre Brooklyn y Manhattan. A partir de entonces, comenzó el trabajo real. Durante los dos años posteriores, John A. Roebling, ingeniero especializado en puentes colgantes y cables de acero, se dedicó a explorar las riberas del East River. Roebling, cuya impronta ya se dejaba ver sobre multitud de vías fluviales a lo largo de los Estados Unidos, midió, estudió y planeó la creación del puente sobre el terreno. 

Sería en una de estas jornadas en la que un barco descabalgaría al patriarca Roebling del proyecto de su vida. Lo recogía el Brooklyn Daily Eagle el 30 de junio de 1869: «Mr. Roebling no estaba en la azotea de un edificio, sino que había salido hasta el extremo de la línea costera, y estaba de pie sobre un poyete en los muelles para ferries de Fulton, del lado de Brooklyn […]». Un barco comenzó a acercarse al muelle. Roebling se bajó del poyete y quedó de pie sobre una viga que creía que «era suficientemente ancha como para acomodar la longitud completa de su pie» y que pensaba que le mantendría fuera de peligro.

«Pero, por desgracia, había una protuberancia en el pilote [del barco] frente al que se encontraba». Cuando el barco llegó al muelle, la protuberancia se solapó con la viga y «cedió hacia abajo, sobre uno de los pies de Mr. Roebling, despachurrando la puntera de su bota y todos los dedos de sus pies menos el quinto contra la viga en la que se encontraba».

Los cirujanos dictaminaron que Roebling Sr. había de perder los cuatro dedos afectados. La amputación, unida a la negativa de Roebling de someterse a cuidados médicos para, en vez de ello someterse a la ‘terapia del agua’, consistente en lavar la herida exclusivamente con agua, hizo que empeorase con rapidez. Finalmente, 24 días después del accidente, John A. Roebling murió de tétanos.

Roebling padre e hijo en una ilustración del Puente de Brooklyn

Tras el incidente y posterior fallecimiento del ingeniero jefe, las principales responsabilidades en la construcción del puente sobre el East River recayeron en su hijo, Washington Roebling. Primogénito de los Roebling, Washington había seguido los pasos de su padre. Después de estudiar en la Universidad de Pittsburgh y en el prestigioso Instituto Politécnico Rensselaer, Roebling Jr. se graduó como ingeniero civil y se unió a la firma de ingeniería de su padre.

Participó en la construcción de varios puentes de la factoría Roebling hasta que en 1861, tras el estallido de la guerra civil americana, se unió a la milicia de Nueva Jersey, parte del ejército de la Unión. En las filas del bando abolicionista, participó en la batalla de Gettysburg y se ganó los galones de coronel.

Tras el final de la guerra, Washington retomó sus labores de ingeniero. De 1865 a 1867 participó, de la mano de su padre, en la construcción del puente de Cincinnati-Covington, rebautizado más tarde como puente de suspensión John A. Roebling. Después de un viaje por Europa para investigar sobre una de las técnicas —la caisson — que haría posible la construcción del puente de Brooklyn, en 1868 se incorporó al proyecto de su padre como ingeniero asociado. El título le duraría poco. Un año más tarde, cuando el tétanos acabó con su progenitor, Washington heredó su puesto como ingeniero jefe en el proyecto neoyorquino. Tenía 32 años.

La aportación de Washington Roebling no se limitó a mantener la máquina funcionando. De no haber sido por su diseño de los pozos de cimentación—la caisson— del puente, habría sido imposible plantar los cimientos de la estructura.

El diseño de Washington consistía en estructuras de madera estancas que, a través de un sistema de compartimentos, permitían crear una habitación hermética bajo las aguas del río. Allí, sobre el fondo, bajo la estructura que mantenía el suelo seco y que los protegía de la fuerza de las mareas, los obreros podían trabajar. En aquella estancia, según el maestro mecánico, E.F. Farrington, «la temperatura alcanzaba los 80 grados (26ºC), y los trabajadores, medio desnudos, vistos bajo una luz tenue e incierta, recreaban con viveza el Infierno de Dante».

Corte transversal de la caisson del Puente de Brooklyn

Así, en enero de 1870, comenzó la construcción bajo la batuta de Washington. Dos años más tarde, a principios de 1872, después de pasar más de 12 horas trabajando dentro de uno de los pozos de cimentación, bajo la presión de millones de toneladas de agua, Washington Roebling emergió a la superficie y se desmayó. Después de matar al padre, el puente de Brooklyn trató de cobrarse su segunda víctima llevándose al hijo. Su pérdida de consciencia fue el primer síntoma de una enfermedad conocida como síndrome de descompresión. Esta enfermedad, familiar entre los buceadores y los pilotos, provoca parálisis, fuertes dolores y, en algunos casos, incluso la muerte.

En el caso de Roebling Jr., el síndrome de descompresión conllevó su invalidez y la condena a observar el proyecto de su vida—y de la de su padre— desde la distancia. Concretamente, desde el 106 de Columbia Street, en Brooklyn Heights, desde donde el ingeniero, con dificultades para levantarse de la cama, podía observar los avances de las obras a través de un telescopio. Hacía falta, sin embargo, alguien sobre el terreno. Y allí donde no llegaron John y su hijo Washington, llegó la esposa del segundo, Emily Roebling, tercera y última jefa (de forma extraoficial) de ingeniería en el proyecto del puente de Brooklyn.

El puente de Emily 

Con la invalidez de su esposo después del incidente al salir de la caisson, Emily Roebling asumió el rol de enlace entre su casa en Brooklyn Heights y la construcción del puente sobre el East River. Para ello, además de tomar nota de lo que le decía su marido, la mujer aprendió, de forma completamente autodidacta sobre resistencia de materiales, análisis de capacidad, construcción de cables y cálculos de curvas catenarias.

Cada día, Emily visitaba las obras para transmitir a los trabajadores las instrucciones de su marido. Según la enciclopedia Británica, la mujer demostró un dominio tal de los «aspectos de la construcción, los materiales y la fabricación de cables que muchos observadores concluyeron que había asumido el cargo de ingeniera jefe». 

La enfermedad de Washington despertó la intranquilidad entre los que participaban en el proyecto. Las dudas sobre la viabilidad del puente alcanzaron tan extremo que el New York Times llegó a publicar un artículo en el que afirmaban que los neoyorquinos que poseían propiedades cerca del río miraban las obras con una persistente «aprensión» provocada por las posibles «heridas permanentes que pueda inflingir sobre los intereses comerciales de la ciudad».

El artículo se publicó bajo el título: ¿Estamos tirando el dinero? En esas circunstancias, Emily, además de las labores de ingeniería y coordinación, tuvo que mantener activo el paripé. Una representación que debía demostrar, sin lugar a dudas, que, gracias a su apoyo y a un par de binoculares, su marido era plenamente capaz de mantener el control total sobre los trabajos.

Si Emily Roebling nunca figuró oficialmente como responsable, lo cierto es que su suegro no llegó a estar al frente del proyecto, más allá de los diseños preliminares y algunos estudios iniciales, y su marido, por su parte, no cumplió tres años al frente del puente. Emily Roebling, en cambio, mantuvo la construcción del puente de Brooklyn en marcha durante 11 años.

El día de la inauguración definitiva de la colosal infraestructura, el 24 de mayo de 1883, fue Emily Roebling la primera persona en cruzar a pie desde Brooklyn a Manhattan. En la ceremonia de la inauguración, la mayor parte de los políticos invitados encontraron palabras de agradecimiento para los Roebling, padre e hijo. Tan solo uno, el congresista Abram Stevens Hewitt se acordó de Emily. El puente, dijo, será «un monumento imperecedero al sacrificio devoto de una mujer y a sus capacidades para una educación superior de la que ha sido vetada durante demasiado tiempo». Al día siguiente, el New York Times enviaba un guiño velado a la ingeniera afirmando que «ningún hombre puede atribuirse el mérito de esta hazaña».

¿Se limitó Emily Roebling a seguir los dictados de su marido? ¿Cabe otorgásele mérito en la creación de lo que en su momento fue la octava maravilla del mundo? Según el historiador David McCullough, autor de la investigación más exhaustiva sobre la construcción del puente de Brooklyn, «era un rumor a voces que ella fue el principal cerebro detrás del grandisímo trabajo, y que este, el triunfo de la ingeniería más monumental de la época, era en realidad la labor de una mujer, lo que como idea general se tomaba en algunos lugares como algo absurdo y calamitoso a la vez. Pero ella tenía, en realidad, una idea muy completa de toda la ingeniería empleada».

Vista del Puente de Brooklyn desde Brooklyn. De: ThibautRe

Años más tarde, ella misma le hablaría a su hijo John A. Roebling II en una carta sobre sus dotes para la ingeniería. «Todavía me siento con fuerzas como para mantener ante cualquier crítico que tengo más cerebro, más sentido común y más conocimiento que cualesquiera de los ingenieros, civiles o inciviles, de los que he conocido, y que, de no ser por mí, el puente de Brooklyn jamás habría sido asociado al nombre Roebling».

La aportación de Emily a la ciudad de Nueva York—e indirectamente a uno de los imaginarios estéticos más famosos del planeta— está reconocida por una placa pegada bajo el puente. En ella, su nombre precede al de su marido y su suegro.

A pocos metros de ella, en el parquecito de Brooklyn Bridge Park, en el barrio brooklynita de Dumbo, se reúnen los neoyorquinos en los días soleados. Muchos de ellos cruzan el East River a pie. Caminan sobre la pasarela de madera, de casi medio kilómetro, que se levanta entre las islas de Manhattan y Long Island. Lo hacen sin saber que, muchos años atrás, por allí pasó también la mujer del vestido amarillo del Museo de Brooklyn.

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