Es un martes cualquiera haciendo cosas por Madrid con mi mujer. Son casi las 12.00 y mi estómago me recuerda que un café con prisa y cuatro galletas no dan hasta la hora de comer. Ese agujero en el estómago no te deja pensar. Es un vacío existencial.
Por la calle vemos un sitio pequeño que huele a café al pasar. No es un bar, es un local de Specialty Coffee. Café rico de autor, bollería artesana. No puede ser más oportuno ni más perfecto. Mi estómago tira de mí como un jabalí.
Me gusta, es un local de aspecto minimalista e industrial, un mueble antiguo con bollería tras un cristal, un mostrador de mármol viejo sobre vigas de acero… gente joven y emprendedora conversando en unas sillas minúsculas. Yo salivo como el perro de Pavlov. Una chica atiende, otra sirve y un barista está al mando del café. Una fantasía.
Tenemos dos personas delante: Un chico extranjero que ya revuelve su café en la bandejita de bambú esperando a pagar, y otro que espera como nosotros. La chica que atiende (no sé si llamarla cajera es ofensivo) lleva un delantal negro y muchos tatuajes, y está escribiendo algo en un papel sin levantar la cabeza. La otra adorna un jarrón.
Pasados unos segundos, el chico que nos precede hace algún gesto y busca con la mirada a la camarera para poder pedir. Al no conseguir nada, llama su atención amablemente: «Perdona…». En ese momento, ella, con gesto displicente, levanta la mirada levemente sin llegar a mirarle y le crucifica: «Estoy atendiendo a este otro cliente. Y quiero hacerlo bien». La otra chica del local le hace un gesto de complicidad. «¡Qué gente!», parecen decirse con la mirada.
La cajera es una chica vestida de actitud y militancia activa en la vida. Sus valores lo impregnan todo. Se nota. Su forma de hablar y atender a la gente es como una gran pancarta silenciosa que todo el mundo puede leer. «Aquí hacemos las cosas a nuestra manera. Nos preocupa el planeta, la diversidad, la sostenibilidad, la equidad, el cuidado del detalle, la calidad, lo orgánico, la confianza, abrazamos árboles, no queremos gente con prisa. No creemos en el gran consumo. En definitiva, anteponemos nuestro bienestar, nuestro discurso y nuestra estética al buen servicio. Si no te gusta, coge tu sucio dinero y vete».
Un café con actitud, puedo entenderlo. Me gusta, lo compro. Una de las grandes palancas del marketing actual es la actitud de una marca. Tener magnetismo, y una forma de entender y hacer las cosas que se traslada a una experiencia que aporta valor. Pero una actitud con café no.
Aun así, decido seguir esperando. Ese croissant casero me está mirando mucho. Mi mujer me insta a irnos. Miramos en el interior si queda alguna mesa para esperar sentados, pero nos frenan en seco. Los tres empleados nos miran como si hubiéramos quebrado un axioma universal. No podemos ocuparla, ni siquiera uno de nosotros, si no pedimos antes. «Así todos tenemos las mismas de oportunidades».
El chico de delante pregunta algo de los bollos, pero no obtiene respuesta. Quién se habrá creído. La situación ya me parece cómica. Han pasado unos minutos y aún no hemos pedido. Hago otro barrido para entender donde me encuentro. Observo que el barista abraza la máquina del café antes de pedirle un esfuerzo más.
La chica que sirve los cafés ahora escribe una frase happy en una pizarra. La que (no) atiende entrega por fin la cuenta al primer cliente, cuyo café ya estará frio. En este rato le ha dibujado en el tique un paisaje y una frase que no alcanzo a leer. En ese momento decido que no encajo en ese mundo tan feliz, tan justo y tan paciente. Mi estómago grita socorro.
Nos vamos ante la atónita mirada del Team Fantasía. Entre ellos debieron decirse: «Ahí va otro capitalista boomer fascista, explotador, impaciente y dictatorial». Para mi suerte, a la vuelta de la esquina resplandece el BAR GOYA, pequeño, castizo, lleno, animado, ágil. Pincho de tortilla expedito. Café en vaso. Ritmo. Es un sitio con actitud también, pero otra muy distinta.
Habría preferido mil veces aquel croissant casero de hojaldre quemadito y un café orgánico. Pero, lamentablemente, en algunos sitios le echan tanta estética que empalaga. En aquel lugar, y en otros últimamente, el producto y el servicio han claudicado ante la venerada «experiencia de marca» hasta el absurdo.
Da igual el café, importa lo que significa ese café. Importa cómo somos, importa nuestra militancia y nuestra actitud ante una sociedad que necesita humanizarse. Tomar un café así es un acto de afirmación, de pertenencia.
Mísero e insensible de mí, yo solo quería uno con leche. Me pregunto si en este mundo injusto y capitalista tener hambre e impaciencia es un pecado. Me pregunto en qué clase de monstruo me he convertido. Me pregunto a qué sabría ese increíble croissant.
Donde quedó aquello de los bares de Madrid cuando entrabas en aquellos sitios atestados y el camarero te decía “¡al fondo hay sitio!”. A esa marca, sí se volvía.
¡Abrazo Enrique!