Siempre se ha dicho que los viajes en tren tienen algo inspirador. El silencio y la mirada perdida en el paisaje inspiran historias, incitan a imaginar la vida de otros. Cómo será la vida en esos pueblos que pasan a 300 km por hora. Las fincas al estilo Los santos inocentes que se perfilan en el horizonte, la luz del amanecer que romantiza cualquier paisaje vacío.
Pero también la vida de los que viajan a tu alrededor. En este viaje de vuelta me he distraído pensando en las vidas de las personas del vagón a partir de la poca información que regalan su aspecto y alguna frase cazada al vuelo.
Asiento 4D. Una persona de aspecto gris absorta en su mundo. Edad indefinida, traje gris, abrigo gris en el asiento, ordenador gris, calcetines grises y zapatos con muchas horas de suelo. Sin querer cotillear, miro la pantalla de su ordenador y leo: LAS CLAVES DE LA INNOVACIÓN escrito en diagonal. En una tipografía tipo Comic Sans verde sobre fondo amarillo que me lleva a pensar en los 90. Pienso en la flagrante contradicción. Su aspecto y presencia, versus su próxima presentación motivacional. Y me deprimo al pensar en el desgaste y cansancio que algunas temáticas generan.
6B. Llegamos a la estación de Albacete. La España real, la que hace bulto y estadísticas. La España de la que no se habla salvo que haya inundaciones o problemas. Dos filas delante se sienta una mujer alta con un bolso rojo brillante, una chaqueta muy naranja y unos vaqueros impecablemente rotos. Sin duda, consume mucho contenido en redes. Desde que ha entrado habla por teléfono con una amiga.
Se ha levantado a las 5:30 y le preocupa mucho la cara de sueño que tendrá en la prueba. Se ha puesto un sérum muy caro, pero nada. A partir de aquí es fácil imaginar un casting o una entrevista. Desde pequeña queriendo eclosionar. Una mujer aburrida en busca de la oportunidad que Albacete no puede ofrecerle.
3A y 3B. Detrás de mí escucho a dos hombres hablar. No callan. Lo oigo todo, pero solo escucho a ratos. Han triturado varios temas. Por la voz, deduzco que uno es jefe y otro empelado. Uno pregunta animoso y el otro otorga cada vez que habla. El que pregunta tiene acento andaluz, el que sentencia no. Antes de levantarme a ver su aspecto disimuladamente, imagino que uno llevará traje y el otro no. Uno será mayor y otro aniñado. Finjo coger algo de mi bolsa y ojeo.
Sorpresa: Resulta que son de edades parecidas. El erudito de la vida parece incluso más joven, lo que me hace pensar en su impostura, que ahora resulta bastante insoportable. Todo lo que ha ido diciendo resulta ahora absurdo dada su edad. Seguro que en su casa le han exigido mucho desde pequeño. O se ha puesto objetivos en la vida de los que se irá arrepintiendo a medida que descubra que, siendo así de engolado, uno nunca es feliz. El aprendiz de la vida me despierta cierta ternura, quizás admire al redicho y es su mejor público. Pero es natural.
9C. Frente a la mujer de la chaqueta muy naranja (insisto) hay un señor de unos 65 años, de aspecto algo descuidado y tosco. Le veo de frente porque va en sentido contrario a la marcha. Lleva el abrigo puesto desde el principio y un jersey de punto de rayas muy anchas marrones y azules. Parece absorto en sus pensamientos. No se ha movido en más de una hora.
Aunque no lleva a nadie a su lado, no mira por la ventana porque su asiento es de pasillo. Mira al frente con la disciplina y la rectitud de la gente de campo. La gente recia y paciente me produce un infinito respeto. Imagino una vida bastante sufrida, de grandes sacrificios, pero sin quejarse lo más mínimo. Una abnegación y entereza de esa que hace tanta falta hoy en día. Me pregunto a qué viaja una persona como él sola a Madrid. Quizás sus hijos le esperen, quizás sea su primer viaje en tren, pero seguro que le costará desenvolverse en la complejidad de Atocha.
De pronto, su teléfono suena escandalosamente y se asusta. Por el politono de llamada es un teléfono antiguo. Rebusca en los bolsillos del abrigo sin levantarse. Consigue cogerlo y con voz rotunda dice: «¡Hábleme! ¿Quién es?». No parece oír nada y vuelve a guardar el teléfono. Veo que yo estaba en lo cierto: solo alguien como quien he imaginado contestaría así una llamada.
Asientos 1A-B y 2A-B. El rinconcito de cuatro con mesita en medio. Son dos parejas muy jóvenes. Ayer salieron, porque van dormidos y sus cuellos retorcidos están en posturas inverosímiles, lo que denota sueño profundo de resaca.
Ellos llevan auriculares enormes como los futbolistas. Y ellas, esos gusanos de gomaespuma en el cuello que no están sirviendo de mucho. Como van dormidos, puedo observar que llevan las mismas zapatillas los cuatro. Ropa de algodón con frases y logos grandes. Las mesitas están llenas de chuches, dos latas de cerveza y un yogur sin terminar.
El yogur se ha caído y ha manchado la mochila de uno de ellos. Yo dudo si despertarle, pero como el daño ya está hecho creo que dormir es más rentable. Al parar en Cuenca, se despiertan un instante. Uno de ellos se recoloca el cuello, da un lametazo al yogur de la mochila y sigue durmiendo. ¿A esa edad qué puede importar?
Estamos llegando. Mejor apago el ordenador ya.