El tren siempre es un caladero de sensaciones. Unas buenas y otras horribles. Hoy empezaba bien. He tenido suerte, voy sentado solo en un grupo de cuatro asientos de los que van enfrentados. Al otro lado del pasillo viaja una pareja que duerme desde el inicio del viaje.
Encerrado en mis auriculares, decido recurrir a la playlist Piano Noir, que me promete ocho horas de piano profundo. Suena Caminos cruzados, de Sebastián Acosta Moreno. Son apenas las 8:45 y un tímido sol empieza a calentarme el hombro a través de la ventana.
Al darle al play, la vida se vuelve una película a cámara lenta. El paisaje me parece un videoclip en blanco y negro. Unos molinos eólicos que parecen bailar a ritmo lento. Lo veo todo como viñeteado. Imagino secuencias que se van a negro cada vez que cierro los ojos. Me va invadiendo un letargo como el abrigo de una manta. Tengo pequeñas idas y venidas. Estoy en esa pelea dulce con el sueño: él me quiere, pero yo no me dejo; luego quiero yo, pero él no me atrapa. Reparo en que la melodía ahora es otra. Vuelvo a cerrar los ojos un momento… y así una y otra vez.
Todo es perfecto. Tranquilo, sencillo… Pienso que podría viajar así al fin del mundo.
En medio de ese viaje perfecto, esa ensoñación, esa maravillosa sensación de paz interior, ocurre algo horrible. Como si en medio de las melodías intimistas de piano se colara una emisora de radio deportiva con un gol a todo volumen.
Una mujer se sienta enérgicamente a mi lado sin ni siquiera mirarme o buscar mi aprobación o una mínima cortesía. Se deja caer y deja su vaso en la mesita central, un té y una bandejita de cartón con un sándwich de la cafetería. Y sin dejar de hablar a gritos se sientan otros tres más. Vienen como envueltos en una nube de ruido, indiferencia y mala educación. Ocupan un asiento frente a mí y los otros dos asientos libres al otro lado del pasillo.
Los cuatro forman ahora un corrillo en torno al pasillo central. Usan las mesitas para dejar abrigos y los otros cafés. Son como una cazerola de metal cayéndose en una clase de yoga. Una traca dentro de un sueño.
No hay tecnología de cancelación de sonido capaz de acallar una pandilla así. Ahora suena Lost Poetry, de Karl Vinter. Un tranquilo tres por cuatro que intenta relajarme en balde ante la charleta asquerosa de los invasores de mi espacio. Imagino al pianista afanándose, mirándome a los ojos y diciéndome: céntrate, piensa solo en mí. Pero resulta imposible. En los silencios de la música se cuelan carcajadas, huele a queso fundido, patatas de bolsa y me empieza a hervir la sangre.
Me parece tan flagrante la situación que miro a mi alrededor. Pero el grupo de japonesas ruidosas de detrás apenas ha notado los nuevos decibelios. La otra pareja simplemente se ha despertado y vuelto a dormir. Decido mirar muy fuerte a cada uno de ellos para intentar provocar al menos cierta incomodidad. Como un actor sobreactuando. Ningún efecto.
Así que decido activar el modo guerra. Y me debato entre dos opciones.
La primera es fingir una conversación por teléfono y decir a mi llamada imaginaria lo que pienso. «Pues estaba feliz y tranquilo, pero me han invadido cuatro personas y se han sentado aquí a ocupar el espacio y a hablar a gritos sin ningún pudor… Están hablando de sus cosas y les importa una mierda el resto del mundo…», pero desisto de mi idea porque no sabría actuar tan bien.
Elijo la segunda opción, que es molestarles yo a ellos. Dejo el móvil sobre la mesita, y pongo el altavoz y el primer reel que sale. Lo oigo a pesar de que sigo llevando los auriculares puestos. He conseguido su atención. La chica a mi derecha se gira, me mira y leo sus labios y veo que dice: «Perdona…».
Antes de que acabe la frase, sin quitarme los auriculares y hablando deliberadamente alto para que parezca que estoy oyendo música, le pregunto: «¡Ah, disculpa!, ¿te estoy molestando? ¿Os he interrumpido la conversación? ¿Lo habéis oído, a pesar del ruido que armáis? Como no habéis oído el mensaje de megafonía en el que se pide voz baja en las conversaciones…».
Creo que no ha sido buena idea. Los otros tres se están incorporando al rifirrafe. Yo les miro con los cascos puestos. Mantengo la mirada, firmemente. Ojalá piensen que soy un desequilibrado, que llevo un arma escondida, que mejor no enfrentarse conmigo porque estoy muy loco. Pero son cuatro y se sienten fuertes como grupo. Veo que los dos machos de la cuadrilla me encaran. El video de TikTok sigue sonando, pero se corta porque hay poca cobertura. Ellos piensan que lo he apagado, pero al poco vuelve la cobertura y el escándalo. Lo toman como una ofensa directa.
Yo mantengo la mirada de un marine. Los dos machos están claramente ofendidos. La chica sentada junto a mí dice cosas todo el rato con esa voz de grillo, y mira su alrededor buscando aliados.
De forma pausada pero decidida, hago el gesto de doblar mi mesita de forma violenta y ruidosa. Me pongo en pie de forma dominante, ocupando el espacio. Tiro mi chaqueta sobre el asiento y me remango lentamente la camisa. Y recordando un episodio de Ilustres ignorantes en el que Ignatius Farray contaba una experiencia traumática de niño, miro al cielo y grito con todas mis fuerzas: «PERDÓNALES, SEÑOR, PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN». Y como Clint Eastwood en Gran Torino, acto seguido hago el gesto de sacar mi mano de la pechera y con el dedo índice y pulgar finjo usar un arma.
Imitando el sonido con gran realismo, les disparo uno a uno en la cabeza. Primero a la mujer a mi derecha, que grita y grita con su estridente voz. Luego giro el arma en horizontal y disparo a los dos valentones. Y por último, a la otra chica que me mira con pánico, como pidiendo que no lo haga, como el joven de Pulp Fiction pide clemencia a Samuel L. Jackson. Intento recordar el salmo que Jackson dice en la película antes de disparar, pero nunca me lo he sabido, así que simplemente le disparo, esta vez con un disparo con eco. ¡Qué momento!
… se hace un gran silencio en todo el vagón…
En ese instante suena por megafonía esa infantil musiquita de aviso de IRYO y se escucha de forma nítida, inequívoca, el mensaje: «Por favor, mantengan sus conversaciones de forma silenciosa y respetuosa y sus llamadas telefónicas en los espacios entre vagón y vagón».