En las ruinas de la burbuja inmobiliaria vive Enrique. Ese lugar, hace años, era una oficina de ventas de promesas. El paraíso, entonces, era una cuestión de ladrillo. El cielo estaba tan cerca como el suelo que podías pagar. Pero la mentira explotó y pilló por medio a esta caseta en las afueras de Valencia. Ni se construyeron los pisos prometidos ni tan siquiera desarmaron el contenedor de 14 metros cuadrados donde se mostraban los planos. La garita quedó como un cadáver más de la cultura del pelotazo de viga y cemento.
El cuartel mercantil de los perseguidores de oro inmobiliario quedó vacío y pronto se convirtió en el hogar de dos personas llegadas del este. Pero, al tiempo, también huyeron. Entonces entró Enrique. El hombre había roto con su pasado y su familia. Esta casa, en Vara de Quart, allá donde acaba Valencia al oeste, no requería alquiler.
Enrique metió una cama, una silla, un par de muebles y un espejo. Decoró el espacio con unas figuras y una colección de mujeres desnudas que va actualizando conforme pasan los días. Y para rematar se hizo de una cuerda que ata la puerta para que no se abra.
Un día del último agosto Txema Rodríguez estaba por allí. El fotógrafo sale a menudo a decorar paredes con fotografías y, de pronto, Enrique se acercó. «Me interesa mucho el arte urbano. Pego fotos en muros para ver qué tal funcionan. Ese día estaba pegando fotos y vino Enrique. Me pidió un cigarro y después me dijo que le pusiera la casa bonita», relata Rodríguez.
«Me pareció un proyecto muy interesante porque consistía en intervenir un espacio habitado. Normalmente hacemos las obras en lugares donde no vive nadie», indica. «Llamé a Vinz, un artista con el que colaboro a menudo, y se lo propuse. Le dije: ‘Vinz, tengo un cliente perfecto porque tu iconografía le va a gustar mucho’».
Y, efectivamente, así fue. En la estética la cercanía fue total. En el significado de la obra es donde se marca la distancia. Para Enrique son desnudos de mujer. Para Vinz es «una crítica a las perforaciones petroleras que se están haciendo en el Mediterráneo», especifica el fotógrafo. «Hay un sentido detrás de estos cuerpos de mujer y sus cabezas de cisne».
La intención de Rodríguez y Vinz era hacer de esa casa un proyecto artístico. De aprovechar esas paredes para recuperar el sentido original del arte callejero. «El street art está yendo a lo decorativo. A menudo es algo meramente estético. Pero es mejor que moleste porque eso significa que está diciendo algo. El espíritu inicial era la crítica», indica el fotógrafo.
Enrique será, a la vez, su beneficiario y guardián. Es su hogar y, ahora, presume de él. Y eso hará que custodie sus fachadas y que mantenga la integridad de las figuras femeninas. En Valencia la desnudez dura lo mismo que un soplo. Parece que la Inquisición no queda tan lejos. «Durante mucho tiempo he querido hacer un trabajo en la calle que durase más de dos días. Las fotografías de desnudos a menudo son controvertidas, especialmente, en el espacio público. A diferencia de otras ciudades, como Londres, Viena o Nueva York, en Valencia suele molestar y arrancan las imágenes de genitales y pechos desnudos», explica Vinz en un documento de presentación del proyecto.
La crítica tampoco gusta demasiado. Por eso es mejor que sea velada. De eso va el arte. De contar cosas de otro modo para evitar censuras y discursos manidos. «La protesta política y social está muy presente en mi trabajo, pero si la hacíamos muy evidente, la policía podría haber tirado la casa de Enrique. Tuvimos que ser más sutiles», continúa el artista.
Esa protesta tampoco afecta al que vive detrás de ella. «Enrique no entra en consideraciones críticas o artísticas», especifica Rodríguez. «Lo único que comenta con los vecinos es que le gusta más que las mujeres conserven el vello púbico. Hablan de esto porque las mujeres de la obra no tienen».
Hace unos años Coperfil Group prometía allí un paraíso de ladrillo. Al final, esa burbuja de albañilería no ha dejado más que escombros y una empresa en concurso de acreedores. El único al que han construido una casa, después de todo, ha sido a Enrique y allí vive desde hace dos años. Y ahora la siente más suya que nunca porque en una de sus paredes exteriores se exhibe su retrato. «Lo muestra con orgullo», indica Rodríguez.
Enrique vive sin agua, sin luz, sin radio y sin televisión. Pero «dentro de esa vida aparentemente absurda para el mundo convencional, hay un sentido», dice el fotógrafo. «Es consecuente con su decisión. Se ha establecido ahí y ahí hace su vida».