Hace unas semanas tuve una conversación muy interesante con un tipo raro al que acaba de conocer. Se hace llamar ‘El narrador’, y es un videojuego. No es un personaje de un videojuego ni es parte de un videojuego, ES un videojuego. Se titula The Stanley Parable. El narrador tiene una naturaleza complicada, una voz bonita y buena conversación. Estuvimos hablando durante unas seis horas en su idioma y voy a intentar explicar cómo fue esa charla. Sí, te vas a encontrar algún spoiler de The Stanley Parable. Creo que es uno de esos juegos que merece la pena probar sin tener ni idea de lo que vas a encontrarte. Pasa por tu cuenta y riesgo.
Lo cierto es que El Narrador y yo empezamos mal. Él tenía claro la historia que quería contarme y cada vez que yo intentaba cambiar de tema, se enfadaba conmigo. Él intentaba contarme la historia de Stanley, un oficinista gris que se dedica a apretar las teclas que aparecen en su pantalla, sin cuestionar ninguna orden. Y me pedía que escuchara esa historia como si fuera Stanley: tocando los botones que él me decía, recorriendo el camino que él me marcaba, parando donde él me lo pedía, mirando donde él señalaba.
Mi reacción inmediata fue llevarle la contraria. Sí él decía que Stanley atravesó la puerta de la izquierda, yo le preguntaba qué había en la de la derecha. Si decía que Stanley se quedó quietecito en el montacargas, yo me preguntaba qué pasaba si se bajaba del montacargas. Si me contaba que Stanley apretó el botón rojo, a mí me entraba la curiosidad por lo que sucedía si pulsaba el verde. Le toqué las pelotas. Lo hice a propósito, lo reconozco, pero su reacción fue bastante soberbia y un poco desproporcionada. Me decía que si no seguía sus instrucciones, debía ser porque no quería jugar a The Stanley Parable, que lo que yo quería era otro juego. Así que me dio lo que, según él, yo estaba buscando: otro juego. Y me lo dio con esa condescendencia de padre que intenta que te sientas mal al conseguir lo que quieres. Lo diseñó él mismo para castigarme: consistía en presionar un botón para evitar que un bebé de cartulina acabara en una hoguera. Me pedía que estuviera cuatro horas apretando ese botón, porque eso era lo que quería, un juego intenso y lleno de emociones, arte.
No, no aguanté las cuatro horas. Eso también le molestó: “Ya que mi juego es tan horrible, vamos a jugar a otra cosa”, me decía. Me puso a jugar al Minecraft y luego al Portal, mientras soltaba comentarios sarcásticos sobre cómo jugaba. Cuando se cansó de ver cómo seguía curioseando, dio el puñetazo definitivo en la mesa y apagó el juego. Si la historia no se iba a contar como él quería, se acabó la charla. Era su forma de demostrar que Stanley le necesita, que no puedo hurgar en su historia sin él.
Después de este rifirrafe tan violento, decidí dejar que El Narrador soltara su discurso, que hiciera el juego como él quería. Me llevó de la mano por las oficinas, me hizo atravesar el despacho de su jefe, me hizo descubrir un terrible secreto y me regaló un final feliz para el hombrecillo que da título a su historia. No bastó para saciar mi curiosidad: le pedí que me volviera a contar la historia solo para poder preguntarle por lo que él no me quería contar. Y acabé enfadándole otro buen puñado de veces. Bromeó diciendo que había muerto, desenchufó el juego con rabia varias veces, me confundió a propósito, fue cruel conmigo y le provoqué ‘bugs’ inexplicables. Y así estuvimos varias horas, hasta que sentí que no iba a ser capaz de sacarle más, aunque tenía claro que al El Narrador todavía le quedaba mucho que contarme.
No se me ocurre otra forma de explicaros cómo me sentí jugando a The Stanley Parable. Mi sensación durante el tiempo que le dediqué al juego era que estaba dialogando con un videojuego autoconsciente. Ese videojuego sabía que era un videojuego, sabía qué era un videojuego e intentaba comportarse como tal. Me trataba como jugador, intentaba imponer sus normas y se encabronaba cuando me las saltaba. El aburrido Stanley solo era un pretexto para que él y yo nos peleásemos y nos buscásemos las cosquillas. Él me reprochaba mi actitud como jugador y yo le reprochaba su actitud como juego y, cuando ya no nos aguantábamos más, uno de los dos cortaba por lo sano y apagaba al otro. Toda la conversación, además, se producía en el lenguaje de los videojuegos: él me obligaba a controlar a Stanley en primera persona para contarme su historia y yo, como jugador que soy, tomaba la decisión de seguir o no sus órdenes. The Stanley Parable es un metajuego.
No es el primer videojuego que hurga en este terreno, pero sí es el que lo ha hecho de forma más obvia y, posiblemente, también es el que ha llegado más hondo. El propio Portal, que El Narrador homenajea a su manera, ya tanteaba este terreno tan complejo, pero sin renunciar a firmar una de las mejores historias de ciencia ficción jamás escritas. En Portal controlábamos a Chell, el sujeto de pruebas de un recinto científico regentado por GLaDOS, un ordenador fuera de control. El juego se las apañaba para jugar con una metáfora muy similar a la de The Stanley Parable (GLaDOS habla con el jugador a través de Chell, es ella quien está al mando y es ella quien juega contigo; sí, GLaDOS es una mujer) y, al mismo tiempo, dejaba al jugador que descubriera por sí mismo la turbia historia de Aperture Science.
Por mencionar otro juego mucho más reciente y en las antípodas de Portal y The Stanley Parable, la adaptación jugable de los tebeos de Deadpool (Masacre, en castellano) también coquetea con lo ‘meta’. El juego (que ha estado de actualidad hace muy poco por su desaparición repentina de las tiendas) aprovecha las excentricidades del mercenario bipolar de Marvel para romper la cuarta pared cada vez que puede y poner al protagonista del juego a hablar con el jugador, el productor y los diseñadores.
Deadpool es consciente de que está dentro de un videojuego y, entre chistes de caca-culo-pedo-pis, se lanza a comentar decisiones de diseño y errores del juego. En uno de los niveles, cuando tiene que saltar sobre una plataforma giratoria para atravesar una sala (un desafío de Primero de Hacer Videojuegos, vaya), ironiza sobre lo muchísimo que han tenido que pensar los diseñadores para idear esa sala. Hacia el final, cuando el jugador ya está hasta las narices de machacar botones para matar a los mismos enemigos de segunda fila, el mercenario también comenta lo repetitivo que se está volviendo el juego. Muchas de las reflexiones que Deadpool hace sobre el videojuego como medio son acertadas, pero quedan eclipsadas por el humor de sal gorda, las tetas y la ultraviolencia. Es un juego tosco en todos los sentidos, pero sabe muy bien lo que se hace.
De todos modos, The Stanley Parable juega en otra liga. Los temas que aborda, la forma en que los trata y el lenguaje que utiliza convierten a este juego en un ‘ensayo jugable’ sobre lenguaje interactivo. Y, además, no renuncia a ser divertido. Una de las mejores reflexiones sobre lenguaje y narrativa de los videojuegos se ha escrito en el lenguaje de los videojuegos. Es una pena que, de momento, no todo el mundo sea capaz de leerlo.
Ah, una cosa más: querido lector que empiezas a leer por abajo, este texto tiene spoilers. Creo que es uno de esos juegos que merece la pena probar sin tener ni idea de lo que vas a encontrarte. Pasa por tu cuenta y riesgo. Este último párrafo se lo quiero dedicar al Narrador.
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- Con eso de que «no todo el mundo es capaz de leerlo» no quería ponerme estupendo, solo quería señalar una realidad: mucha gente que está poco familiarizada con el lenguaje del videojuego. Hay que darle tiempo.
- Hay una demo gratuita de The Stanley Parable en su página web. El contenido es completamente diferente al del juego, pero sirve para hacerse una idea de qué te vas a encontrar si lo compras. Muy recomendable.
- The Stanley Parable es un juego bastante inabarcable y difícil de explicar. Me dejo millones de matices y dejo sin abordar muchos de los temas que toca. Lo siento. Lo que sí puedo hacer es recomendar este texto sobre el juego en formato ‘elige tu propia aventura’ que explica bastante bien lo que es esta obra maestra.