El público del Ellis Park había estado animando antes de que los All Black neozelandeses hicieran su famosa haka previa a empezar el partido. Los Springboks sudafricanos, que jugaban en casa, no se sentirían intimidados mientras siguieran escuchando los gritos de su público, que ahora, en una prórroga agónica después de un partido muy igualado, jaleaba más que nunca.
Un balón atrás y Joel Stransky, que había anotado todos los puntos anteriores de su equipo, lanza un drop desde casi 40 metros que entra entre los palos dándole la victoria a Sudáfrica a pocos minutos de que suene el silbato final. Hubo lágrimas entre los jugadores y una imagen que ha pasado a la historia del país y del mundo, la de Nelson Mandela, el primer presidente negro de Sudáfrica, entregando el título al capitán François Pienaar.
La victoria no se quedaba en el campo, pues el triunfo era el de las políticas contra el apartheid que Mandela había canalizado a través del rugby como símbolo en la reconciliación nacional. A través de este deporte consiguió que, por primera vez, cualquier habitante de Sudáfrica, del color que fuese, apoyase al combinado nacional, los Springboks, auténtico símbolo del poder blanco.
Años más tarde, en una conferencia, Nelson Mandela aseguraba que el deporte había tenido la capacidad de romper las barreras raciales existentes en su país, ya que se había reído en la cara de la discriminación. La conferencia comenzaba diciendo que «el deporte tiene la fuerza para cambiar el mundo».
El discurso de Mandela en los premios Laureus en el año 2000 fue aplaudido por grandes líderes de todo el mundo que se sintieron inspirados por el premio Nobel.
Tanto que parece que Putin se lo tomó al pie de la letra y por eso organizó, en 2014, en la ciudad más calurosa de toda Rusia, los Juegos Olímpicos. Los de invierno.
SE NOS ACABÓ EL AMOR DE TANTO USARLO
Sochi, punto vacacional de los antiguos zares y uno de los pocos lugares en el país donde disfrutar de turismo de playa, es una pequeña ciudad costera del mar Negro que se convirtió, durante sus Juegos, en el velo con el que Putin ocultaba sus verdaderos intereses en la zona: control militar del mar Negro con la excusa de la seguridad para el evento, gestión de fronteras sobre las antiguas repúblicas soviéticas del Cáucaso y acerbo de los intereses independentistas prorrusos en la península ucraniana de Crimea, según un estudio de la Universidad de La Rioja. Esto, además de una ciudad medio abandonada en cuanto acabaron los juegos, ocupó el podio de Sochi 2014.
Christopher Gaffney es un geógrafo británico afincado en Brasil desde que al país sudamericano comenzaron a llegar los grandes eventos como los Juegos Olímpicos, los Panamericanos o el Mundial de fútbol. Desde 2016 investiga en Río de Janeiro cómo estos grandes eventos repercuten en la seguridad pública, el transporte, la gentrificación, la economía, la cultura del deporte y la infraestructura.
«Maracaná era la casa del hincha», dice refiriéndose a un estadio que antes del abandono lograba congregar a 200.000 personas independientemente de la clase social. «El problema es que la nueva economía del deporte prioriza la comercialización y la transmisión por televisión, aunque eso implique tener menos gente en las gradas». Especialmente cuando esa gente mancha la imagen de país que Brasil quiso dar en su presentación al mundo.
«El Mundial y los Juegos han ayudado a aumentar las tendencias que ya teníamos: más armas en la calle y más fragmentación de las ciudades». Porque las promesas de transformación ciudadana y la reutilización de las infraestructuras construidas por y para los menos favorecidos nunca se cumplieron. Además, es a ellos a los que se les suma el pago de «una deuda pública inasumible que crece con el deterioro de toda una villa olímpica sin ser usada», según indica Gaffney en el libro Rio de Janeiro. Los impactos de la copa del Mundo 2014 y los Juegos Olímpicos 2016.
Lo bueno, sostiene el geógrafo en una entrevista para la BBC, es que «los cariocas son mucho más conscientes de la situación del medioambiente en la ciudad, de cómo interactúan los contratistas y el poder público; hay más demanda de transparencia y despertó una rabia contra el statu quo». Ha habido protestas en contra del abandono de la ciudad, la corrupción y la violencia que, como una olla a presión que hervía mientras les encerraron en lo que duraron las olimpiadas, ha estallado en las calles. Si Putin encarceló a varios activistas para mejorar su imagen frente al mundo, Brasil blindó sus favelas ocupándolas militarmente. Ahora que las cámaras se han ido, se están desfogando.
ABANDONADAS
Como en el amor, además de Sochi y Río de Janeiro, otras ciudades olímpicas fueron abandonadas en cuanto se les apagó la llama: Pekín, Atenas, Atlanta o Sarajevo. Esta última tuvo un desgraciado último uso antes de ser abandonada del todo: sede militar de los Chetniks que sitiaron Sarajevo durante la guerra de Yugoslavia. El pódium está hoy agujereado por las balas y bajo la pista se concentran cientos de minas antipersona pendientes de ser desactivadas.
Para algunas ciudades, como Madrid, las estructuras fantasmas llegaron incluso sin haber celebrado los Juegos… o precisamente por eso. Las que iban a ser las mejores piscinas del mundo han quedado en 99 millones de euros en una gran mole de hormigón que posa junto al Wanda Metropolitano. Sin agua. Y sin un cup of café con leche in Plaza Mayor.
El abandono de los espacios es la cara más visible del legado de los grandes eventos deportivos, pero, previamente y durante el transcurso de los mismos, la huella ecológica no se materializa solo en edificios en ruinas. Los alrededores de Sochi eran una zona protegida por su biodiversidad subtropical única en Rusia. Putin cambió leyes para legalizar una tala de árboles histórica con el fin de construir pistas de esquí, grandes estadios, hoteles y una línea de ferrocarril que acabó por modificar el curso del río Mzymta.
La remodelación del nuevo Maracaná, histórico estadio de Río de Janeiro, desplazó sin solución habitacional a una comunidad indígena que vivía en el barrio del mismo nombre.
Y, aunque hasta ahora se diga que son los Juegos más verdes de la historia y han reutilizado gran parte de la villa para construir vivienda pública, Londres 2012 generó, en 15 días, las mismas emisiones de CO2 que 200.000 hogares europeos durante todo un año.
Los próximos juegos, Tokio 2020, cancelados por el covid, se celebrarán este verano intentando mejorar los datos de Londres y lo harán sobre cinco focos de sostenibilidad en los que destacan la utilización de espacios ya existentes (el 60%), la neutralización de la huella de carbono a través de energías renovables y el uso de material reciclado durante el evento. Todo ello bajo un eslogan que resume el trabajo de los nipones: Be better, together. For the planet and the people.
Si los resultados son buenos, quizás la opinión pública, que consiguió retirar con sus protestas a ciudades como Roma y Budapest de sus candidaturas, vuelva a ver las Olimpiadas como una oportunidad y no como una lacra.
El COI (Comité Olímpico Internacional), que ya se anotó un tanto después de conseguir que las dos Coreas desfilaran juntas en los Juegos Olímpicos de invierno de 2018, tiene muchas esperanzas en los juegos de Tokio y son numerosas sus alusiones a la frase con la que seguía el discurso de Mandela: «(El deporte) tiene la fuerza para unir a las personas como pocas cosas más pueden».