Oxford. Teatro Sheldonian. Sobre la platea, y ante la atenta mirada de cientos de asistentes, el famoso zoólogo y evolucionista Richard Dawkins se enfrenta en un duelo dialéctico al Arzobispo de Canterbury, Rowan Williams ¿Temas a debatir? La evolución, el origen del mundo y, en última instancia, la existencia de Dios. ¡Toma ya!
Esta escena que, dejando a un lado las pantallas gigantes que se tuvieron que instalar para atender la gran afluencia de público, podría perfectamente haber tenido lugar dos siglos atrás, ocurrió hace tan sólo unos días y fue seguida con expectación por los medios de comunicación de todo el mundo -cierto, en nuestro país no se le dio mucho bombo, pero es que seguramente ese día tenían algo más interesante de lo que hablar- como si se tratase del enfrentamiento final entre Harry Potter y Lord Voldemort, pero con barba, pelo blanco y libro bajo el brazo.
El interés en torno a este duelo de titanes del intelecto fue de pronto como un bálsamo sorprendente en esta época nuestra tan poco dada a la reflexión, tan acelerada y en la que los debates televisivos suelen versar sobre quién le ha puesto los cuernos a quien, o si el penalty aquel fue justo o no.
De pronto fue como un oasis entre tanto pan y circo. Y, lo que es más importante, demostró que las grandes preguntas siguen ahí. Por si alguien tenía alguna duda.
Un debate teológico de máxima altura en uno de los centros históricos del conocimiento universal. En la misma ciudad en la que Darwin hizo pública su Teoría sobre el Origen de las Especies ¡Y la gente se da de bofetadas por presenciarlo!
Más allá del verdadero interés por que alguno de los ponentes dé con una respuesta (¿os imagináis?), los asistentes están ansiosos por ser estimulados. Quieren escalofríos, las incertidumbres de siempre, las que nos conforman como especie, las que de pronto reducen muchos problemas diarios al absurdo: ¿De dónde venimos?¿Qué pasará cuando me muera? ¿Tiene algún sentido mi vida? ¿Hay un ser superior a mí y un plan maestro? ¿O soy fruto del azar y la genética y estoy abandonado a mi suerte?
Aunque sepamos que son preguntas sin respuesta clara, también sabemos que nos ponen en contacto con nuestra naturaleza profunda, que nos definen como humanos y nos sirven para entender que estamos juntos en esto con nuestros vecinos. Por eso resultó agradable ver que un debate de elevado tono intelectual puede despertar tanta expectación. Porque sí, estamos perdidos, pero no estamos solos.
Porque si hay alguien digno de admirar en estos momentos convulsos que vivimos no es a quien ofrece respuestas de saldo para tranquilizar conciencias perezosas, sino a quien todavía se atreve a cuestionar, a dudar, a pensar, a charlar con quien tiene al lado, a llegar hasta el hueso de los pensamientos más incómodos.
Y porque además, estos debates recuerdan a aquellas épocas en las que las entrevistas y debates en la tele eran divertidos o pesados, caóticos, con whisky y cigarrillos de por medio, y había cierta sed porque la pantalla contase cosas nuevas y excitantes, por saber qué pensaban ciertas personalidades de la cultura sobre los temas más diversos. O Martes y 13 entrevistaban a Madonna saltándose todos los protocolos posibles. Eso antes de que el mínimo común denominador y el poco sentido del humor se impusiese, y Paquirrín se alzase como figura pop, además de como muestra viviente de que, le pese a quien le pese, alguna relación con el mono seguro que hemos de tener.