A principios de los sesenta un grupo español de rock llamado Los Sirex cantaba «Que se mueran los feos, que se mueran los feos. Que no quede ninguno, ninguno, ninguno, ninguno de feos».
Una canción premonitoria, pues si entonces advertía de las ventajas de ser feo en el terreno afectivo, ahora resulta que los feos (y las feas) también disfrutan de ciertos privilegios en el mundo laboral.
En realidad, no se trata tanto de ser feos como de no ser llamativamente guapos. Porque la belleza extraordinaria con la que la naturaleza dota a algunos elegidos puede convertirse en un hándicap en el desarrollo de su carrera profesional.
La cosa va por sectores, naturalmente. Porque si la profesión exige cierto embalaje, los guapos siempre ganan. Para ser modelo, actor, presentador, cantante, etc., la belleza juega a su favor. Al menos durante una serie de años.
Pero en las grandes empresas donde el éxito conlleva continuos ascensos en el organigrama, llega un momento en que la belleza se vuelve contra ellos.
Un ejemplo: el presidente de una gran empresa que tenga que viajar con su director general a diferentes países, acudir a eventos de todo tipo y pernoctar en hoteles, se sentirá incómodo si ese director general es una mujer que podría dedicarse a recorrer las pasarelas de alta costura. Y lo mismo sucedería si se tratara de una presidenta acompañada por un subalterno sorprendentemente parecido a Brad Pitt.
Pero hay otras razones más desoladoras para los místeres y mises del universo. Una de ellas es la percepción social de que la gente más agraciada asciende con mayor facilidad debido a su belleza y no a sus méritos profesionales. Porque si esto puede ser verdad en los primeros escalones, a partir de cierto nivel la cosa cambia drásticamente.
Otro ejemplo: si nos encontramos en el quirófano aguardando que nos realicen una operación a corazón abierto, la llegada de una cirujana despampanante no nos resultará nada tranquilizadora. Y ello es debido a que en tal caso nos surge la duda de si está allí por su capacidad profesional o por otras razones más evidentes.
El prejuicio existe, eso es indudable. El problema es cuando dicho prejuicio comienza a afectar a los criterios de selección de personal en los departamentos de human resources de muchas empresas, como de hecho ya está sucediendo.
Porque en esos casos, la apariencia se convierte en un elemento discriminatorio que afecta a los candidatos extremos. Los demasiado feos y los demasiado guapos.
En el mundo de lo políticamente correcto en el que nos desenvolvemos hoy en día, la belleza, y con ella la sexualidad, promociona el término medio. Ni muy feos ni muy guapos. Ni el burca ni el bañador provocativo (de hecho, llamarlo provocativo ya es una forma de prejuicio, pues la provocación no está en el bañador, sino en la mente del que lo mira).
Lo desapercibido está de moda. Una moda que castiga todo lo que destaca porque detrás de ella está la mediocridad intelectual que dispara también contra la física.
Como siempre, el refranero español nos lo avisa: «El hombre y el oso, cuanto más feo, más hermoso», «La suerte de la fea la guapa la desea».
La cosa se ha exacerbado gracias al neopuritanismo emergente. Pero el tema viene de antiguo. Hace poco, el Museo del Prado ha expuesto algunas de las mejores obras de Lavinia Fontana. Una gran pintora del siglo XVI que ya entonces se atrevió a mostrar los cuerpos desnudos, tanto masculinos como femeninos, en todo su esplendor.
Fue enormemente criticada por la sociedad de la época pese a ser pintora oficial de la corte del papa Clemente VIII y dirigir su propio taller. Lo que nunca sabremos es si esas críticas surgieron por su osadía, por ser hermosa o por ser mujer. O quizás, más probablemente, por las tres cosas a la vez.