En el verano de 2013, Fermín Jiménez cubrió los más de 1.000 kilómetros que separan Tarifa de Pamplona buceando en todas las piscinas que encontró a su paso. Quería replicar una película de los años 60 en la que Burt Lancaster cruzaba a nado un valle de Connecticut: piscina a piscina formando un río hasta su casa.
Si enfrentamos las escenas de uno y otro, donde Lancaster flirteaba con ardorosas señoritas, Jiménez encandilaba al guardés de una finca afanado en preservar la propiedad de su zeñorito. Romances en traje de baño frente a pasiones de secarral; los caminos del erotismo son inescrutables.
El Nadador estuvo dando vueltas en la cabeza de Fermín Jiménez desde su infancia, cuando aún no sabía que sería artista. Vio la película de pequeño y le dejó perplejo. Con los años volvió a su vida en forma de anuncio de Levi’s, pero entonces ya sospechaba que aquella fascinación por el hedonismo era mucho más que curiosidad. «Estuve entre estudiar Geología o Bellas Artes; cuando eliges la segunda, decides que tu prioridad es el disfrute».
Así pues, su viaje hacia la diversión le terminaría acercando definitivamente a la cinta de su niñez, que además entroncaba con otra filia extraordinaria.
«En esa época me atraían las piscinas de plástico que se anuncian en la carretera. Sabía que de ahí podía sacar algo. Investigando sobre el tema descubrí que en Inglaterra había gamberros que utilizaban Google Maps para buscar piscinas en el vecindario, las localizaban y cuando se iban los dueños, montaban fiestas ilegales en ellas. Ese hallazgo fue el impulso que necesitaba. Tracé una línea recta perfecta en Google Maps e ideé un remake a lo bestia: cruzar España desde Tarifa a la piscina de mis padres en Pamplona. Con esa premisa seguro que pasaban cosas», cuenta el artista pamplonés.
El público de la intervención fue invitado a tomar parte mediante la provocación. En general, la gente no entendía la escena, pero abrían la cancela de sus fincas al perturbado del bañador y las chanclas.
Cuando ganaban confianza con él descubrían que tenía una historia que contar: «El proyecto incluía un estudio sobre la trayectoria de la piscina con dos vertientes muy claras, la piscina socialista como espacio público de higiene y deporte, y otra encerrada en la mansión de Hollywood. Son las dos piscinas ideológicamente opuestas».
Su trabajo iba más atrás, llegando hasta la etapa previa a la Revolución Industrial. En aquella el moreno de la piel era una marca de los trabajadores que labraban en el campo. Después, con la creación de las fábricas, varios factores ayudaron a transformar el bronceado en símbolo de esplendor: la mano de obra pierde su color, los médicos descubren que la vitamina D es saludable y Coco Chanel vuelve morena de unas vacaciones en el Mediterráneo. Todo eso metió en nuestras casas las réplicas cutres del mar.
Fermín Jiménez tiene en su porfolio un puñado de hits. El Nadador es la pieza más inspirada, pero antes ya había explorado las posibilidades de la cutrez. En 2008 fue invitado a una exposición en el Caixa Forum de Barcelona con bastante dinero de producción y espacio para varias piezas.
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Su favorita costó siete euros: «En Lucca (un pueblo de la Toscana) me hablaron de una guerra entre familias burguesas por ver quién tenía la torre más alta. En teoría, una de las familias venció la disputa plantando árboles en lo alto de su torre. Me gustó esa cosa poética y frágil, el recurso mamarracho; vi que las dos torres más altas de Barcelona empataban en altura y luché para subir con un pino de plástico y desempatarlas. Tardé en convencerles, pero fue muy barato».
Se habrán percatado; este artículo no exhibe óleos de 3×2 ni esculturas talladas en mármol. Tampoco huele a disolvente en un taller mal ventilado. El modelo tradicional de artista tiene un reverso gamberro consagrado al bricolaje de la felicidad. Y el mundo es su recreo. «Esta actitud hacia la profesión procura evitar la sobreelaboración en favor de cierta espontaneidad. Existe una industria de obras gigantes y gasto desmedido… Salir a la calle y trabajar con cuatro cosas sirve para contar doblemente, también con la manera en que se hace la obra».
Lo suyo consiste en ridiculizar la solemnidad. Llenar el lienzo de experiencias absurdas. Maniobrar al estilo de los viejos situacionistas y descoser los hilos de la ciudad. Jugar a la vida restándole trascendencia y, como David el Gnomo, estar siempre de buen humor. La compañía El Pont Flotant convirtió esta receta en un montaje teatral titulado Yo de mayor quiero ser Fermín Jiménez y llevó la propuesta a escenarios de Madrid y Valencia. «Siempre nos atraía su carácter lúdico, con gran capacidad de relativizar y, sin embargo, con una profundidad en sus ideas que nos hacía replantearnos muchas cuestiones. Dentro de la compañía muchas veces decíamos que de mayores queríamos ser Fermín porque hacía —y sigue haciendo— lo que le da la gana», expresa el actor Jesús Muñoz.
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En el prólogo del texto —autoeditado— de la obra hay un encabezamiento, a modo de cita, que es un extracto de una entrevista a Jiménez. Le preguntan cuándo descubrió que quería ser artista, y él responde: «El proceso es al revés. La pregunta es a los demás. Cuándo descubrieron que no querían ser artistas, cuándo dejaron de pintar con ceras Manley y esconder muñecos Playmobil en el microondas. En definitiva, cuál fue su última obra».
¿Escribir en Yorokobu cuenta? Esta constante exploración del juego ha llenado su biografía de piezas forjadas en el material del que se fabrican las anécdotas. Sus obras tienen dos vidas: cuando suceden y cuando las narra. Fascina oír el relato de su viaje entre su casa de Valencia y La Casa Encendida de Madrid sin tocar una sola puerta. O de cómo vivió durante unos meses en Helsinki fingiendo que lo hacía en París. O su último gran éxito, una propuesta para el Matadero: metió una Vespino en un coche, el coche en un camión, y se alejó todo lo que pudo hasta agotar la gasolina de los tres vehículos. Se quedó tirado en Montpellier; afortunadamente volvió para contarlo.
Hasta ahora hemos transitado las avenidas más luminosas en la aventura de Jiménez. Asomémonos a los callejones polvorientos. Más allá del juego permanente, ¿existe un trasfondo conceptual? ¿Su obra encierra algún tipo de mensaje? «La realidad se nos da como algo cerrado, repetitivo. Al introducir gestos mínimos que aspiren a romper esa rutina estás evidenciando pequeñas fracturas en ella. La idea es lanzar el mensaje de que todo es un poco más líquido de lo que transmite la losa de la repetición continua».
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La tesis parece sensata, pero acarrea el problema del envoltorio. El arte contemporáneo. Cuando le preguntamos por la mala fama de su disciplina, Fermín Jiménez pierde la sonrisa: «En general el arte contemporáneo tiene muy mala prensa. Cuando empezó ARCO hubo un momento de explosión que trajo consigo la modernidad y entonces el arte estaba bien visto. Ahora, sin embargo, la prensa, sobre todo generalista, trata el arte con un desconocimiento terrible. Todos los titulares son del estilo «¿arte o tomadura de pelo?», «¿arte o negocio?», y siempre citan a Damien Hirst. Hay ciertos artistas de los que se habla obsesivamente, sin embargo gente como Damien es irrelevante en la historia del arte».
Y prosigue: «El mundo del arte contemporáneo español está compuesto por personas que viven de dar clases, charlas, hacen exposiciones, tienen galerías en las que a veces venden algo. Cuando la gente te conoce ve que no hay descapotables ni tomaduras de pelo. Como en cualquier campo con algo de glamour hay mucho postureo, pero al farsante se le termina cazando con el tiempo».
En general, según su propia experiencia, la gente acoge con buen talante sus acciones gracias a que huye de lo excesivamente intelectual. Al contrario, ejerce de cuentacuentos con un zurrón repleto de historietas livianas y triviales. Lo suyo tiene poca utilidad, pero de eso se trata. «No creo que el arte tenga una utilidad pragmática en el sentido de cambiarnos la vida en mayúsculas. Sin embargo, yo apuesto por la utilidad de lo inútil y lo que hago está en continua rebelión contra la idea de que todo debe tener rédito comercial».
Para terminar cavemos hasta lo más hondo. Hablemos de dinero. Aun con todos estos argumentos habrá quien haya llegado hasta aquí con una duda atronadora: ¿de qué vive Fermín Jiménez? «Vivo de presentar proyectos a becas y concursos, y a veces vendo alguna pieza. En general voy a las exposiciones pidiendo honorarios por prestar la obra. Esta es una pelea que hemos ganado los últimos años porque antes los museos no pagaban a los artistas. Me llaman mucho para exponer, lo cual me da para vivir más o menos. También doy talleres. Una vez que has optado por la felicidad y la pobreza buscas la manera de sobrevivir».
Despejadas todas las dudas procedo a pedir un deseo: de mayor quiero ser Fermín Jiménez.
Interesante y gran artículo. Ojalá se tuviera más en consideración a los artistas y se invirtiera más en difundir su trabajo.