La tarde ha perdido sus oros, y es todo azul. Ramón del Valle-inclán, sentado bajo el parral de su huerto aldeano, se pone a rezar. «En esta beatitud del campo, del mar y del cielo, me siento lleno de un sentimiento divino».
No habla de religión don Ramón. Lo que siente es la inmensidad del Todo. «Este momento efímero de nuestra vida contiene todo el pasado y todo el porvenir. Somos la eternidad, pero los sentidos nos dan una falsa ilusión de nosotros mismos y de las cosas del mundo».
Lo que vemos, lo que oímos, un olor… Estas impresiones nos arrastran al error y nos distraen de nuestro verdadero lugar: la infinitud. «Sacan el hoy del ayer», explica el escritor de un solo brazo. «El poeta, como el místico, ha de tener percepciones más allá del límite que marcan los sentidos, para entrever en la ficción del momento, y en el aparente rodar de las horas, la responsabilidad eterna».
«El inspirado ha de sentir las comunicaciones del mundo invisible, para comprender el gesto en que todas las cosas se inmovilizan como en un éxtasis, y en el cual late el recuerdo de lo que fueron y el embrión de lo que han de ser».
De pronto, don Ramón siente que vuela, que sale de la armadura de su razón utilitaria y que transmigra, con amor, a la conciencia de las cosas. «Mis ojos y mis oídos crean la Eternidad», cavila, para sus adentros. «Hagamos de toda nuestra vida a modo de una estrofa, donde el ritmo interior despierta las sensaciones indefinibles aniquilando el significado ideológico de las palabras».
Fuente: La lámpara maravillosa. Ejercicios espirituales. Ramón del Valle-Inclán (1916)