Llevaba una carrera vertiginosa en la profesión más vertiginosa de la ciudad más vertiginosa. Gerard Stamp comenzó como director de arte en una agencia de publicidad. Pero su talento le llevó enseguida a la dirección creativa de la prestigiosa oficina londinense de Leo Burnett. Allí ganó innumerables premios nacionales e internacionales para clientes como Heinz o Mcdonald’s. Eso le elevó a un nuevo escalón: director creativo de la red multinacional en Europa. Y algo más tarde, a otro más alto todavía: presidente de Leo Burnett en la capital inglesa.
Sus éxitos fueron tales que, inevitablemente, le surgió la oferta de trasladarse a Chicago, donde se encuentra la central de esta compañía. Y ahí, de repente, este renombrado profesional dijo basta. Abandonó Londres para vivir en el campo y dedicarse a pintar viejas iglesias o grandes catedrales.
Gerard utiliza mucho la acuarela. Una técnica profundamente inglesa y algo arrinconada tras la efervescencia del impresionismo francés. Pero su pintura, gracias a la transparencia húmeda de sus pinceles, consigue retratar la melancolía, la intemporalidad y la quietud de unas ruinas que, bajo su aparente desolación, constatan las «olas pasajeras de la humanidad» según palabras del propio Stamp.
Cuando le preguntan por su radical decisión, saltando de un extremo a otro de la vida, él lo explica del siguiente modo: «Vivimos tiempos emocionantes, pero también agresivos e inciertos. En estos momentos de cambio, me encuentro buscando la quietud. Necesito reafirmar y celebrar todo lo que es bello, y expresar lo que se siente estando en el punto detenido de un mundo que gira».
En una ocasión coincidimos en Tokio. Nuestro común compañero y por entonces jefe, Michael Conrad, se empeñó en alquilar un piano alemán Steinway (en el país de los Yamaha) para que Gerard diera un concierto al grupo de amigos que nos encontrábamos allí. Michael lo consiguió, como todo lo que se propone, y al día siguiente el todavía creativo publicitario nos sorprendió a todos con una música leve, elegante y cadenciosa y en él ya se podían intuir sus futuros cuadros. No obstante, ninguno de nosotros fuimos capaces en aquel momento de descubrir lo que estaba sucediendo en el interior de aquel artista tan multidisciplinar como retraído.
Gerard trabaja ahora en su estudio de Norfolk, en plena campiña inglesa. Se trata de un edificio construido en el 2003 llamado The boathouse, al borde de un hermoso lago de treinta acres. Es un recinto espectacular que ha recibido varios premios de arquitectura, incluido el Royal Institute of British Architects Heritage, concedido a un nuevo edificio que preserva el marco histórico en el que se ubica.
Desde esa base, el ex creativo publicitario continúa pintando con «delicada precisión» (tal como lo definió The Times Saturday Review) ese pulso del tiempo en el que todo se contiene. Algo que ya estaba latente en su relajado mirar y su lúcida ironía inglesa cuando todavía sobrellevaba aquella carrera vertiginosa en la profesión más vertiginosa de la ciudad más vertiginosa.