Las vísceras empezaron a salpicar al jugador por una cuestión de estética. Quedaban bonitas, daban color. En aquella época los videojuegos se construían con un puñado de bits y las formas eran complicadas de replicar. Los colores, no. En ese contexto, la sangre era una herramienta visual efectiva, tenía un tono inconfundible y una forma poco definida. En medio de unos paisajes dominados por el verde, el marrón y el gris, el gore introdujo cierto alborozo cromático.
Fue el principio de una relación de amor que se ha prolongado durante más de 30 años. La sangre, las tripas y la casquería son comunes en películas de género y literatura de baratillo, pero es en el décimo arte donde han encontrado un ecosistema más favorable.
La muerte violenta forma parte de la mecánica de muchos juegos y esta suele venir acompañada de litros de hemoglobina, así que no es de extrañar que este sea un elemento ubicuo en el medio.
Sangre en los juegos ha habido siempre, pero el avance de la tecnología ha propiciado que su representación sea más realista. Más gore. Donde antes había cuerpos que desaparecían o eran sustituidos por unas monedas, ahora tenemos cadáveres mutilados que podemos observar con detenimiento.
[pullquote]La sangre vende. Vende en los telediarios, que se alimentan del morbo. Vende en los libros, donde el terror es uno de los géneros canónicos desde el siglo XVII. Vende las películas de adolescentes, que llevan repitiendo esquema desde finales de los 70. Y vende, aún más, en el mundo de los videojuegos.[/pullquote]
Con los años, la sangre y las entrañas fueron dejando un reguero que atrajo a personajes poco deseables. Siguiendo la estela carmesí han aparecido unos hombres con tijeras que dan más miedo que todos los zombis y asesinos del mundo gamer: los censores.
Dependiendo de si juegas en Japón o en Europa, los zombis del remake de Resident Evil 2 serán más o menos brutales en sus ataques. La versión nipona del juego es recatada a la hora de mostrar casquería y ha censurado muchos de los pasajes más gore, algo que viene siendo una constante en la veterana saga. Japón y Alemania han sido, en este y en la mayoría de los casos, los países más reacios a mostrar escenas explícitas en pantalla.
Y la sangre llegó a Nintendo
En 1992 tuvo lugar un combate a muerte. El estreno de Mortal Kombat enfrentó no solo a un puñado de personajes virtuales, sino a las dos consolas más potentes de la época. Super Nintendo y Megadrive ofrecían distintas adaptaciones del famoso juego de lucha en su catálogo.
Nintendo partía de una situación ventajosa al tener mejores gráficos y sonido. Sin embargo, temerosa de perder su reputación de consola familiar, ofreció una versión censurada del juego. El Mortal Kombat de Nintendo sustituyó la sangre por sudor y eliminó de raíz los fatalities. Estos ataques ultraviolentos y bastante explícitos eran el sello de la casa, el detalle que hizo famosa a la saga. Eliminarlos hizo que perdiera su personalidad. Y su público.
[pullquote]A veces la censura es tan sutil que se reduce a una cuestión cromática. La sangre en el ‘Wolfenstein 3D’ de Nintendo era gris en lugar de roja[/pullquote]
Mortal Kombat puso las vísceras sobre la mesa con tal contundencia que se empezó a hablar de violencia en los videojuegos. Pronto se introdujeron las etiquetas con clasificación por edades como la PEGI de Europa, la CERO de Asia o la ESRB de América. Esto no evitó que Nintendo siguiera con su fiebre censora y su aversión a la sangre. Hasta que todo cambió en 1993.
Wolfenstein 3D trataba sobre un espía estadounidense intentando escapar de la fortaleza nazi. Y digamos que para ser un espía, el protagonista no era especialmente discreto. El juego rompió todos los estándares de violencia y gore y abrió la vía para otros sucesores como Doom o Quake. Se convirtió en un éxito en todas las plataformas. Menos en Super Nintendo.
A veces la censura es tan sutil que se reduce a una cuestión cromática. La sangre en el Wolfenstein 3D de Nintendo era gris en lugar de roja. Pero la compañía no solo quería eliminar la sangre, sino a los nazis y eso requería de una censura mucho menos sutil. Sustituyeron las esvásticas por cruces azules, a los pastores alemanes por ratas gigantes e incluso se llegó a afeitar el bigote a Hitler. El resultado fue desastroso.
El responsable de Nintendo América confesó sobre aquella época que las oficinas se llenaron de cartas de protesta, no solo de niños, sino de sus propios padres. La compañía claudicó y dejó que la sangre entrara en sus juegos. No lo hizo a raudales, pero empapó lo suficiente.
Terror, vísceras y dinero
La sangre vende. Vende en los telediarios, que se alimentan muchas veces del morbo. Vende en los libros, donde el terror es uno de los géneros canónicos desde el auge de la literatura gótica en el siglo XVII. Vende las películas de adolescentes, que llevan repitiendo su lucrativo esquema desde finales de los 70. Y vende, aún más, en el mundo de los videojuegos.
Muchos explican este éxito tirando de hormonas. El miedo controlado provoca la segregación de adrenalina y dopamina, sustancias que serían responsables de la sensación de euforia que experimentamos tras pasar un mal rato. Y de que queramos repetir.
La inmersión que garantizan los videojuegos hace que la segregación de dopamina sea aquí aún mayor. Para entendernos, en una pelí de terror asistimos pasivos a la angustia del protagonista, somos meros espectadores y podemos incluso cerrar los ojos en los momentos de mayor tensión.
En un juego las tornas cambian y es precisamente en los momentos de tensión cuando el jugador tiene que estar más atento. No somos espectadores, sino protagonistas. De nuestra actuación depende que muramos o sobrevivamos. Y esto genera mucho miedo.
Las nuevas tecnologías apuntan a una inmersión aún mayor, a escenas gore aún más realistas, a un miedo que, según los expertos, puede derivar en ataques al corazón. Quizá la afirmación sea exagerada, pero basta echar un vistazo al catálogo de juegos compatibles con la realidad virtual para darse cuenta de que el terror es el género estrella.
La sangre salpica al jugador de una forma literal, empeñando las gafas, rompiendo la cuarta pared. Es un recurso efectivo. Como ya sucediera hace 30 años, lo hace por una cuestión de estética. Queda bonita, da color. Y garantiza que la historia de amor entre casquería y videojuegos continué unos cuantos años más.
También te puede interesar:
‘Rusty Lake’, el ‘Twin Peaks’ de los videojuegos que haría salivar a David Lynch
‘Voyeurismo’, monos y distopía: el videojuego español que triunfa en el mundo ‘indie’