Hace 20 años, en marzo de 2004, un gobierno de España, apoyado en una serie de medios afines, y a pocos días de unas elecciones generales, trató de convencer a los ciudadanos de algo que no era verdad. No era desinformación ni un engaño por vía de la inexactitud, era una gran mentira. Una que, al menos durante unos días, quería convencer a los españoles de que debían adentrarse en una realidad alternativa.
Aquel gobierno fracasó y perdió las elecciones. Gracias a su resistencia ante una falsedad, los ciudadanos se libraron de caer en una trampa que, con mucha probabilidad, habría generado una polarización galopante. La polarización terminó llegando, pero inspirada por otras musas. En latitudes diferentes, sin embargo, han tenido menos suerte, y las grandes mentiras se han mostrado más persistentes y, sobre todo, mucho más perniciosas.
La mentira política
Decir que en política la verdad es una sustancia maleable no es decir demasiado. El sentir popular —y, a veces, con toda la razón— es que los políticos mienten. O que, en el mejor de los casos, al menos retuercen la realidad en la dirección en que soplan los votos. Pero las grandes mentiras no se encuentran en la cocina de encuestas, ni en la elección de unas cifras económicas, y no otras, para manipular el relato, ni siquiera en culpar al vecino de todos los males. Las grandes mentiras son aquellas que erosionan lo que la filósofa Hannah Arendt llamaba «el tejido de la factualidad».
Para el historiador estadounidense Timothy Snyder, las grandes mentiras tienen por objetivo modificar la realidad. En un tuit de enero de 2021, el estudioso afirmaba que, para creer en ellas, la gente tiene que «dudar de sus sentidos, desconfiar de sus vecinos, y vivir en un mundo de fe». Porque, uno de los efectos más dañinos de las grandes mentiras es que, al contradecir los hechos probados que sostienen la realidad, para funcionar obligan al receptor a ejecutar un salto al vacío.
En muchos sentidos, estamos programados para creer en las grandes mentiras. Como especie social que somos, nuestro ADN contiene una enseñanza respaldada por miles de años de evolución: sobrevivir es más fácil cuando cooperamos. Para ello, necesitamos relaciones sociales. Y esa necesidad, y el anhelo de pertenencia que conlleva, nos hace reticentes a asomar la cabeza por encima de la multitud. Y de ahí lo difícil que nos resulta adoptar cualquier postura —al menos, en público— que amenace nuestra pertenencia a los grupos que nos acogen. Por mucho que eso nos obligue a creernos algo opuesto a la evidencia.
Snyder, en una entrevista en televisión, atribuía el concepto de gran mentira al mísmisimo Adolf Hitler. «Si cuentas una mentira con una cierta escala, que es suficientemente grande, la gente no va a poder creer que le estés engañando […]. Y dado que se la creyeron en un primer momento, después ya no quieren dudar de ella y se convierte en parte de sus vidas, se convierte en lo que ahora llamamos una realidad alternativa».
La gran mentira de Donald Trump
En 2020, meses antes de las elecciones presidenciales en Estados Unidos, el entonces presidente y candidato a la reelección, Donald Trump, empezó a decir que si perdía en las urnas sería a causa de un fraude electoral. Durante los siguientes meses, lo dejaba caer de tanto en tanto. «La única forma en la que voy a perder estas elecciones es si los comicios están adulterados», escribió en Twitter. Vino el mes de noviembre y llegaron las elecciones. Y perdió. Con todas las de la ley. Y, a pesar de ello, después de conocerse los resultados, el magnate insistía. Decía que había ganado las elecciones «por un montón».
Después de los comicios, un sinfín de grupos y organizaciones afines al candidato perdedor llevaron el proceso a juicio denunciando todo tipo de irregularidades. Desde entonces, en total, las elecciones estadounidenses de 2020 han sido objeto de más de 60 procesos judiciales. Todos y cada uno de ellos terminaron desestimados porque, sencillamente, no hay un solo indicio que apunte a la existencia de un fraude electoral.
Uno de estos grupos dedicados a litigar los resultados electorales es True the Vote, formado por conservadores del estado de Georgia. Esta organización, afín a los esfuerzos de Trump para mantenerse en el poder irregularmente, afirmaba que tenían acceso «a un relato detallado sobre un esfuerzo coordinado para recoger y depositar papeletas en urnas por todo el área metropolitana de Atlanta». En 2020, Georgia fue uno de los llamados estados bisagra, es decir, el estado sureño tuvo mucho que ver con la victoria de Joe Biden. Finalmente, en febrero de este año, True the Vote se vio obligado a reconocer frente a un juez que no tenían pruebas sobre las que sostener sus acusaciones de pucherazo electoral. En otras palabras: se lo habían inventado.
A pesar de toda la evidencia en contra, cuatro años más tarde, la gran mentira divide a Estados Unidos. En 2023, más de un tercio de los estadounidenses decían que Biden no había ganado las elecciones legítimamente. Una cifra que, según las encuestas, aumentaba a siete de cada diez entre los que afirmaban ser espectadores de Fox News, una cadena de televisión capaz de ignorar cualquier información que pinte a Trump bajo una luz negativa.
El año pasado, Fox News fue condenada a pagar cerca de 1.000 millones de dólares por difamar a un fabricante de maquinaría electoral sosteniendo algunas de las mentiras fabricadas por Trump. Es decir, a pesar de estar rodeados de indicios que llevarían a pensar lo contrario, un tercio de ciudadanos de uno de los países más ricos del mundo ha decidido no creer en la realidad porque así se lo dijo un político.
La gran división
El escritor Peter Pomerantsev, después de residir en Rusia durante casi una década, sabe muy bien de qué tratan las grandes mentiras. En octubre avisaba en el periódico inglés The Guardian del peligro que suponen. «Dar la razón a las afirmaciones de Trump sobre las elecciones manipuladas es el absurdo al que tienes que jurar lealtad para demostrar que formas parte de la tribu. Garantiza tu fidelidad a base de hacerte cómplice. Para cualquiera que haya vivido en regímenes autoritarios, es una visión familiar», escribía.
En España, de haber calado aquella gran mentira, los efectos podrían haber sido inmediatos, otorgando a un partido político de siglas gemelas un mandato adicional. Eso, mientras los creyentes en la gran mentira se iban hundiendo, centímetro a centímetro, en una falsedad pegajosa. La influencia de aquella trampa podría haber llegado hasta nuestros días, y servir ahora para dividir a la sociedad entre convencidos y escépticos. Ahí fuimos afortunados, o estuvimos listos, según se quiera mirar.
Pero las grandes mentiras siguen ahí, acechando; al alcance de cualquiera que desee echar mano de ellas y propagarlas entre la gente. Y siempre serán igual de peligrosas porque siempre irán acompañadas del riesgo de provocar la escisión de una realidad paralela.
Y serán siempre igual de insidiosas. Si no, que se lo digan a los ciudadanos de EEUU, donde el año pasado más del 50% de los que decían que volverían a votar por Trump afirmaba que se creerían antes lo que les dijese el millonario que lo que les dijesen su familia y amigos. Y eso, a pesar de que la evidencia apunta a que el tipo casi miente más que habla.