"La conciencia no reside únicamente en el cerebro"

17 de julio de 2013
17 de julio de 2013
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Para imaginar el efecto que tuvo que tener el primer viaje de LSD de Stan Grof hay que hacer una composición de lugar de la Praga de 1960, la capital de un país sumido en un régimen comunista y vigilado de cerca por el yugo de la URSS. Quienes consideran que la sociedad occidental capitalista es el culmen del materialismo deberían darse una vuelta por el Pacto de Varsovia para saber de primera mano qué es eso del “No future”.
Grof era un psiquiatra seguidor del psicoanálisis de su compatriota Freud hasta que una muestra de LSD-25 sintetizada por Albert Hoffman en los laboratorios Sandoz 23 años antes cayó en sus manos. El ácido lisérgico aún no estaba demonizado por la histeria de la policía del pensamiento, y Sandoz quería venderlo como un remedio para la apertura de las arterias y evitar la contracción del útero durante el parto.
Los efectos descritos por Grof y millones de psiconautas después de él son muy otros: “Una visión como la que describen los místicos: un millón de soles brillando con la intensidad de la bomba de Hiroshima. Mi conciencia lanzada fuera de mi cuerpo. Mi yo desaparecido y, al mismo tiempo, fundido con el todo”.
El psiquiatra, que a sus 81 años aún recuerda con detalle las revelaciones recibidas aquel día, medio siglo atrás, renegó casi inmediatamente del psicoanálisis: “Todo lo que me habían enseñado en la universidad era incorrecto -dice-. La conciencia no era únicamente una parte del cerebro. Existen recuerdos del parto y de la primera infancia. Lo que la psiquiatría considera brotes psicóticos son muchas veces episodios de emergencia espiritual”.
El LSD -el ‘tripi’, el ‘ajo’ de toda la vida- se desvelaba además como una extraordinaria herramienta terapéutica: no solo era eficaz para tratar adicciones y superar depresiones (como comprobó en primera persona el actor Cary Grant) sino que “servía a los médicos para entender qué sucedía en la mente de sus pacientes psicóticos y esquizofrénicos”, relató Grof durante una reciente conferencia en Madrid. En un capítulo digno de una película de Kubrick, Grof viajó con 300 dosis de LSD hasta San Petersburgo (Leningrado en aquel entonces) y convidó a sus colegas psiquiatras de la Unión Soviética: “Al poco tiempo en los congresos rusos dejó de hablarse de electroshocks y materialismo dialéctico y se oía a hablar de Herman Hesse y del zen”.
grof
Semejante manjar de los dioses solo podía tener un destino: la prohibición y la persecución. Durante la segunda mitad de los 60, una ola de conservadurismo, sumada a un uso insensato del LSD por parte de la contracultura de EE UU, llevó a la marginación de la droga (hasta entonces “medicina”).
Entonces Grof entra en una nueva etapa, aún más fértil que la anterior, pues inventa un método para alcanzar estados modificados de conciencia sin necesidad de química externa: la respiración holotrópica (del griego “ir hacia el todo”). O más bien, deberíamos decir “reinventa” y “adapta” métodos ancestrales del pranayama, la respiración yóguica: la respiración de fuego, una hiperventilación en la que el cerebro se inunda de DMT, un alcaloide de efectos alucinógenos que, para pasmo de los prohibicionistas, habita en nuestro propio cuerpo.
El hallazgo de la respiración holotrópica por parte de Stanislav Grof y su mujer, Cristina, tuvo o lugar en Esalen, legendario centro de investigación de la conciencia humana próximo a San Francisco y por el que durante los 60 y los 70 pasó el who is who del llamado “movimiento del potencial humano” (hippies en pelotas haciendo cosas rarísimas): Alan Watts, Aldous Huxley, Abraham Maslow, Timothy Leary, Grof y señora, y Fritz Perls, inventor de la terapia Gestalt.
Con la inestimable ayuda del LSD y plantas maestras de similar jaez (peyote, ayahuasca, hongos psilocibes), Grof fue abriendo su mente hacia las inevitables influencias orientales, el budismo, el hinduismo y la meditación. En semejante caldo de cultivo surge la psicología transpersonal, una rama de la psicología que trasciende el psicoanálisis para estudiar las experiencias cumbres y metafísicas, sacándolas de la cárcel de la psicosis a las que las había condenado Freud.
Fallecido Hoffman en 2008, a la provecta edad de 102 años, el ‘joven’ Grof (81) ocupa hoy el trono de decano de la psicodelia mundial.

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