Antes de Google Maps, Booking y los stories de aeropuerto, el mundo ya estaba lleno de gente moviéndose. Monjes, mercaderes, peregrinos y diplomáticos que cruzaban mares, desiertos y fronteras invisibles con la misma mezcla de curiosidad, miedo y optimismo que hoy sentimos al entrar en Ryanair con la mochila a medio cerrar.
El historiador Anthony Bale lo demuestra en su libro Guía de viajes por la Edad Media (Ático Historia), una reconstrucción que arroja luz sobre cómo viajaban los europeos entre el año 1000 y el 1500. Desde Santiago hasta Samarcanda, Bale sigue las huellas de hombres y mujeres que no sabían lo que era el low cost, pero sí lo que era perderse, enfermar o maravillarse ante algo completamente nuevo.
«El mayor mito sobre la Edad Media es que la gente no viajaba” —dice Bale—. Viajar era muy común, aunque no siempre heroico. Muchos lo hacían por motivos prácticos, como ir a una feria, visitar un santuario o vender mercancías. Pero viajaban muchísimo más de lo que imaginamos».

Turismo organizado
Venecia fue, según Bale, la precursora del turismo moderno. «Desarrollaron sistemas de licencias para posadas, pasaportes, guías turísticos certificados e incluso burdeles con licencia. Querían que los viajeros tuvieran una buena experiencia, pero también que el dinero se quedara en la ciudad». El turismo, en definitiva, ya era un negocio. Y con normas.
También existían guías de viaje escritas, aunque poco fiables, y una red de informadores improvisados, entre los que destacaban los posaderos, frailes, cambistas o mensajeros. «Los viajeros rara vez iban solos. Compartían consejos, rutas y rumores. Era una especie de red social oral», explica Bale.

El libro es un atlas de voces y rarezas. Hay un mercader genovés, Jerónimo di Santo Stefano, que partió hacia la India en el siglo XV y acabó atrapado en una cadena de catástrofes. O un fraile suizo, Félix Fabri, que escribe con ternura sobre la nostalgia, el aburrimiento y el reencuentro con el perro de su convento tras años de ausencia.
Bale se detiene también en lo que podríamos llamar el «clickbait medieval» en forma de reliquias dudosas, santos incorruptos, ciudades imaginarias y exageraciones legendarias. «No siempre es posible separar la realidad de la fantasía. La literatura de viajes medieval juega con la verdad. Si alguien decía haber visto algo, ¿cómo podías demostrar que no? Es un terreno fértil para reflexionar sobre la mirada, la interpretación y la incomprensión», comenta el historiador.

Uno de sus ejemplos favoritos es el misionero catalán Jordán de Sévérac, que al llegar a la India se quedó sin palabras: «Decía que el mango era imposible de describir. Ese asombro es parte de la experiencia del viaje: enfrentarte a lo inexplicable».
Globalización antes del Wi-Fi
El mundo del siglo XIV ya estaba conectado por rutas comerciales y religiosas. «En Inglaterra se usaban especias de Sumatra, sedas de China, gemas de África… La globalización no empezó con internet, sino con las caravanas», dice Bale. Y lo interesante no es solo el intercambio de objetos, sino de ideas, mapas y costumbres. En una época en que solo se conocían tres continentes (Europa, Asia y África), los viajeros ya sabían que el mundo era redondo y que sus bordes no estaban tan lejos como creían.

Los peregrinos también tenían su propio Instagram, al comprar insignias en cada santuario y lucirlas para demostrar que habían completado el viaje. «Era la versión medieval de presumir en redes —bromea Bale—, aunque, a diferencia de nosotros, los viajeros medievales compartían también sus fracasos y escribían sobre las enfermedades, los peligros, los malentendidos. Viajaban no tanto por placer, sino por curiosidad y aprendizaje. Y al volver, contaban la historia».
Un viajero medieval iba ligero de peso. Bastón, capa, sombrero y, con suerte, algún amuleto. Los más supersticiosos llevaban rosarios, anillos con San Cristóbal o reliquias. Los más prácticos, vino, especias y, en algún caso, una gallina para los huevos frescos. Dice Bale que, al igual que hoy, si tenías dinero era fácil llevar demasiado equipaje. «Hay un relato maravilloso de unos peregrinos que abandonaron sus cosas en el desierto del Sinaí porque no podían más».

Lonely Planet siglo XV
Si Bale tuviera que escribir una guía de viajes medieval para el turista contemporáneo, recomendaría caminar. Literalmente. «El Camino de Santiago o la Vía Francígena son experiencias que conservan algo de la peregrinación medieval, sobre todo si se hacen sin lujos. Viajar despacio, con lo esencial, enfrentándote a lo desconocido y confiando en el azar. Eso era el viaje».

Y añade una lección para nuestra era acelerada. «Los viajeros medievales eran observadores pacientes. No tenían prisa. Hoy nos movemos tan rápido que los aeropuertos parecen no-lugares. Ellos veían y escribían sobre todo, incluso sobre el aburrimiento. Creo que podríamos aprender de eso y empezar a viajar más despacio, mirar mejor y aceptar lo imprevisible».

Guía de viajes por la Edad Media no es solo una arqueología del turismo, sino una invitación a viajar distinto. Sin wifi, sin itinerarios cerrados, sin esa ansiedad por llegar. «Viajar nos transforma —dice Bale—, pero casi nunca como esperábamos». Así que quizá la mejor manera de rendir homenaje a los viajeros medievales sea salir de casa sin saber muy bien a dónde vamos. Con una mochila pequeña, curiosidad grande y el firme propósito de perdernos al menos una vez.






