El otro día, haciendo zapping en la televisión chilena, involuntariamente mi dedo se paralizó y no pudo apretar de nuevo el botón de (+) al ritmo constante al que lo venía haciendo. Se había petrificado. ¡Uy, un tirón!, pensé. Pero algo me decía que eso era más un bloqueo mental que un espasmo físico. Inquieto por mi rigidez dactilar, traté de descubrir la razón del hipnotismo en la pantalla, pero allí solo había un programa de esos a los que acuden personas para proponerse retos y cumplirlos in situ e ipso facto con el respetable -en directo o desde sus casas- como ‘privilegiado’ testigo. Un formato archiconocido en España y en todos los países que he recorrido.
Era extraño. Ya había pasado por esa cadena un rato antes, y sin pena ni gloria el concurso había durado ante mis ojos los mismos tres segundos de media que el resto de pantallazos. Al presentador tampoco le conocía, así que no era sospechoso de haberme cautivado sin más ni más. El escenario, el típico: con sus focos, su público y el jurado de famosos que exige cualquier evento que quiera durar más de dos días en parrilla en los tiempos que corren. ¿Qué habría incitado a mi pulgar a tirar la toalla justo en esta frecuencia ?…
Entonces lo vi. Lo escuché, más bien. Aquel locutor volvió a hablar y yo di de golpe con todo. Él repitió su última frase e instantáneamente mi dedo se quedaba aún más rígido. “¡Ha oído bien!”, espetó, “¡Fulanito de tal!, ¡está aquí!, ¡esta noche!, ¡para batir un Record Guinness!”, decía a un volumen y una categoría de anunciamiento de Apocalipsis. Sí. Eso era exactamente lo que había hecho a mi pulgar y al resto de pulgares del mundo perder su capacidad prensil. ¡Un tipo iba a batir un Guinness! ¡Por Dios! ¿Cómo podría alguien en su sano juicio no verlo? ¿Qué dedo iba condenar a su amo a perderse semejante manjar televisivo?
Acto seguido, el enfervorecido conductor describió la prueba: “Asegura que puede meterse ¡setentaitantos elásticos de oficina en la cabeza!, ¡en menos de un minuto!”. Eso exactamente había dicho. “¡Record Guinness!”, volvió a repetir. Fue ahí cuando el público comenzó a aplaudir, y también, la primera vez que sentí cerca el fin del mundo.
Bien, veamos. Aquel tipo, muy solemne, decía que había estado practicando “mucho tiempo”. Qué estaba “muy nervioso” y que no era la primera vez que lo intentaba. Que si lo conseguía, se lo dedicaba a alguien muy especial por los malos momentos. Ahí estaban las setentaitantas gomas preparadas para que él destrozase la plusmarca mundial de… ¿otro tipo que se había encajado gomas de oficina en la frente? No entendía nada.
Google nuestro que todo lo sabes, ¿me quieres decir qué pasa con los Guinness?, empecé a rastrear. ¿Qué hay que hacer para ganar uno? ¿Cuánto pagas? ¿Cuánto te pagan si lo haces? ¿Quién decide si lo has conseguido? ¿Quién puede ganar uno? ¿De verdad el tipo de los elásticos de oficina lucha por batir un récord ya existente?
Nada mejor que informarse para superar esa apoplejía cerebral que nos afecta cada vez que escuchamos el trinomio “superar + recórd + Guinness”. De lo general algo sabía: que surgió cuando un día de 1951 Sir Hugh Beaver, entonces director ejecutivo de la cervecera Guinness Brewer, había salido a cazar y debatía con sus compañeros si el pájaro de caza más rápido de Europa era el chorlito dorado o el urogallo. No sé bien qué ave ganó, pero sí que el Sir había engendrado una idea que sigue maravillando al mundo y congelando sus pulgares ante el remoto aún después de medio siglo.
Por ganar un Guinness no se cobra. La firma considera que ya retribuye bastante el aparecer reflejado en su lista. Es más, se paga una suma alta (superior a los 400 euros) si quieres que los trámites lleven menos tiempo del habitualmente requerido (este otro procedimiento es gratuito). En caso de fallar, tampoco se devolverá la pasta. Y sí, además de superaciones innatas, como tener la cintura más estrecha del mundo, ser el hombre más bajito o poseer la lengua más extensible del planeta; u esas otras difícilmente logrables, como poder hacer la cuenta matemática más rápida o poder levantar más peso que ningún otro ser humano en la tierra, estaban esas otras: esas que la casa Guinness acepta y que motiva a cualquiera a intentar darle vueltas a la cabeza. Allí estaban ellos. Los elegidos.
Decenas. Cientos de funestos intentadores tratan, trataron y tratarán de dejar su nombre entre esas tapas para la posteridad. Aspirantes a inmortales que no han hecho otra cosa que tener una fugaz idea y mucho tiempo libre para tratar de escribir con ella la historia. Busqué, miré, encontré. Estaba el inglés Jay Wheddon, quien figura en la clasificación por haber sido un tipo capaz de pisoteaar 88 despertadores en un minuto. También el estadounidense Kevin Shelley, cuya plusmarca mundial consiste en haber roto 46 tazas de retrete con la cabeza en ese mismo tiempo.
Paul Hunn, también británico, se le ocurrió batir el récord del eructo más ruidoso. Lo mismo que un día Andrew Dahl pensó que podía ser la persona que inflara más globos con la nariz en menos tiempo. Me sorprendió un muchacho cuyo reto había consistido en dar vueltas enganchado a un taladro clavado en el techo, y un tal Aaron Caissie, era ahora célebre por haber podido colgarse 17 cucharillas en la cara. Georges Christen, de Luxemburgo, famoso por poder llevar con su barbilla a su mujer sentada en una mesa durante 10 metros, estaba tan feliz como Joaquín Ortega, que se sabe tirar por unas escaleras de 134 peldaños, y Tony Wright, igual de orgulloso de haber tenido la osadía de pasar sin dormir 266 horas ( algo más de 11 días). Siestas prolongadas, figuritas de lego enganchadas durante kilómetros, un tipo que se deja crecer las uñas…
¿Dónde está el límite? O sea, que hay gente que realmente se dedica a esto. Seguí buscando. Quería saber hasta qué punto grabar un nombre en ese documento podía ser tan hipnótico para los espectadores como para los propios aspirantes al elenco. Y creo que descubrí el asunto. Resulta que aparecer en libro Guinness de los Records, que posee mundialmente el rango de documento oficial en el que inscribir cualquier tipo de superación humana o natural, no es moco de pavo. El librito, anualmente publicado, tiene el propio Guinness de ser la serie de libros con derechos de autor más vendido de todos los tiempos. No ha habido una publicación más repartida, quitando algunas sin derechos como la Biblia o el Corán. Por dar algún otro dato, es el libro más robado en las bibliotecas de Estados Unidos.
Así que era eso. Ocurre que todos los que logran aparecer en él, con agravio comparativo de por medio, se convierten en auténticos mesías que dejarán constancia de su existencia por los siglos de los siglos. A mí me podían dar el récord a perder las horas delante del ordenador buscando tonterías, o podría intentarlo al menos. El de los elásticos tampoco lo ha conseguido. Y él que llevaba tanto tiempo practicando. El público le compadece, como me compadecería a mí en caso de fracaso. Ese tipo, según los psicólogos que hablan al respecto en la red, tan sólo estaba buscando su minuto de gloria, su parcela de eternidad en el tiempo. Suficiente motivo de respeto como para haber logrado paralizar mi dedo. Al fin y al cabo, no todo el mundo puede lograr un Guinness. Para hacerlo solo hay dos caminos: o tener algo realmente especial, o al parecer, estar gilipollas perdido. @JaledAA