El museo de la locura: del concepto médico a la caza de brujas

16 de enero de 2017
16 de enero de 2017
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gustav mesmer

Gustav Mesmer buscaba respuestas a muchas preguntas que no encontraba a ras del suelo. Se pasó gran parte de su vida dibujando alas, escribiendo sueños e inventando todo tipo de máquinas para volar sin motor que tiempo más tarde serían admiradas por investigadores en aerodinámica y alabadas por los teóricos del arte bruto y marginal.

Incomprendido por la mayoría, Gustav Mesmer se pasó media vida encerrado en un psiquiátrico. Nadie tenía la solución a sus preguntas, quizás nadie era capaz de comprenderlas, y en lugar de escucharle prefirieron llamarle loco y apartarle de la sociedad.

Como muchos, como tantos, la ‘locura’ se convirtió en la excusa de la incomprensión. Una parte de su obra, que incluye dibujos, poemas, textos y toda clase de inventos para volar, se puede ver estos días en el museo Dr. Guislain de la ciudad belga de Gante. El museo está alojado en el primer psiquiátrico de Bélgica (1857) y debe su nombre al doctor Joseph Guislain, el primer psiquiatra oficial de los Países Bajos y uno de los primeros en exigir un trato más humano para los pacientes con enfermedades mentales.

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A principios de los 80, años antes de que el museo abriese sus puertas, existía cierta resistencia a mostrar al público los métodos, herramientas y terapias que los profesionales del centro habían empleado para atender a los enfermos mentales. «La vergüenza que sentían era tan fuerte que su propia historia parecía estar llena de tabús», explican desde el museo.

Con su apertura, en 1986, sus directores querían contribuir al debate sobre la psiquiatría con la idea de que la locura o los desórdenes psiquiátricos nunca han sido conceptos meramente médicos, sino que se apoyan sobre estructuras ideológicas y socioculturales muy fuertes. Posiciones que finalmente determinan la actitud con la que la sociedad entiende las enfermedades mentales.

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Para Gustav Mesmer el error fue lanzar sus preguntas en el lugar equivocado. Con 26 años y tras un intento fallido de convertirse en monje, Mesmer irrumpió un día en una ceremonia católica en su ciudad natal, Altshausen, planteando a los feligreses sus dudas sobre el rito y advirtiéndoles de que lo que les daban para beber en la comunión en realidad no era la sangre de Cristo.

Gustav estaba convencido y así lo soltó: «todo esto es un fraude». Horrorizados, los fieles le forzaron a salir de la iglesia y le trasladaron a casa de sus padres. Unos días más tarde, el médico les explicaría que aquella salida de tono de Gustav era un claro signo de enfermedad mental y que existía el peligro de que agrediese a alguien. Finalmente, fue ingresado en la casa mental de Bad Schussenried y diagnosticado con esquizofrenia paranoide.

Durante meses, escribió cartas a sus padres pidiendo su apoyo para salir del psiquiátrico. «Sólo quería tener una vida normal y ganar el dinero suficiente para vivir con una mujer», escribiría más tarde en Gustav Mesmer.

Suplicó libertad de todas las maneras posibles, pero ya nadie le tomaba en serio y sólo se reían ante su deseo de normalidad. Resignado con la realidad del encierro, en 1932, según explica una nota médica del centro, empezó a dibujar aparatos para volar y también a construirlos con madera.

Dibujaba bocetos, los pintaba, dedicaba tiempo a sus versos y hasta escribió una biografía con un título muy explícito: De uno que pasó la mitad de su vida en un monasterio y la otra mitad en un psiquiátrico. Muchos años después, en 1964, fue finalmente puesto en libertad al ser trasladado a un hogar para ancianos en Buttenhausen.

No dejó de construir alas y de probarlas por los valles de su región donde se ganó el cariño y la fama entre sus vecinos —y pronto de todo el país— bajo el sobrenombre de Ícaro de Lautertal. Ícaro es el nombre del personaje mitológico que junto a su padre Dédalo construyó unas alas con las que ambos lograron volar y huir de la isla de Creta.

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Desde la propia estructura del edificio del museo hasta las exposiciones permanentes y temporales que alberga, el Dr. Guislain pretende mantener en el aire la cuestión sobre lo que es normal y lo que no lo es a través de una revisión de la psiquiatría. «A lo largo de la historia la sociedad se ha enfrentado con la locura a través de una mezcla de magia y religión, dominación y cuidado, supervisión y ciencia. Todo lo que se ha considerando fuera de la razón ha sido castigado, consagrado, cuidado o curado», explican desde el museo.

Locura, maldición y pecado han ido muchas veces de la mano y de ahí la obsesión en muchos periodos de nuestra historia por defenderse de los ‘locos’ en lugar de tratar de atenderlos. La epilepsia, por ejemplo, ha sido confundida con frecuencia con la posesión, desde la cultura faraónica egipcia, pasando por la Edad Media y hasta nuestros días.

La revolución médica desarrollada por la civilización griega trajo consigo muchos avances a la atención de las enfermedades mentales. Platón ya había subrayado la importancia de la entrevista clínica como herramienta diagnóstica y en muchos casos terapéutica, y la escuela sofista llegaría a diseñar un método de tratamiento de la melancolía basado en el relato de vivencias.

A principios del Renacimiento comienzan a revisarse conceptos en todos los ámbitos. También el lugar desde el que se había observado la locura. El cuadro de El Bosco Extracción de la piedra de la locura, que ahora descansa en el Museo del Prado, tenía aparentemente la intención de ser una crítica contra los que creían estar en posesión del saber pero que, al final, eran más ignorantes que aquellos a los que pretendían sanar de su presunta locura.

Durante la Edad Media (y hasta mucho más adelante) se creía que la causa de la locura era una pequeña piedra localizada en el cerebro, creencia que llevó a terribles lobotomías que a menudo terminaron en muerte del paciente.

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En su exposición permanente, el museo recorre también la época en la que comienzan a triunfar las ideas de la psiquiatría científica moderna, la psicofarmacología y la genética psiquiátrica con terapias que muchas veces dejan secuelas en el cuerpo y la mente de los pacientes.

Empiezan a florecer las instituciones psiquiátricas y la vida de miles de personas desaparece del conjunto social. Se les somete al aislamiento que, además, permite una experimentación sin restricciones. En Alemania, esta tendencia conduciría a unas condiciones que permitirán justificar el brutal exterminio de los humanos considerados inservibles durante el Holocausto. El propio Gustav Mesmer sobrevivió a la cámara de gas porque alguien creyó que su arte con los inventos podía ser de utilidad.

Avanzaban las formas en que los psiquiatras manejaban la locura mientras la vida de los «locos» permanecía suspendida en la oscuridad. Cuando el Centro Psiquiátrico Willard, en el Estado de Nueva York, cerró su puertas en 1995, los trabajadores descubrieron cientos de maletas en el ático de uno de los edificios.

Muchas de ellas parecían no haberse abierto durante décadas, quizás desde que los residentes del edificio las posaron al llegar. Escondían ropa, vajilla, fotos, artilugios, recuerdos. Hablaban de la vida antes del encierro. Cuando Peter Stastny, profesor de psiquiatría y documentalista supo de la existencia de las maletas, él y un grupo de trabajadores y artistas se dedicó durante años a seguir la pista de algunas de las historias, visitando sus tumbas, leyendo sus cartas, analizando su historial médico…

Gradualmente fueron construyendo un imagen de la vida de los residentes que junto con fotografías de los objetos y del psiquiátrico acabaría constituyendo la exposición Maletas perdidas, vidas deconstruidas, que recorrió distintos museos de Estados Unidos hace unos años.

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Mucho antes hubo otros que también se ocuparon de rescatar un trozo de esa vida encerrada en los psiquiátricos. Motivado por entender los secretos de la mente, en 1922, el psiquiatra e historiador alemán Hans Prinzhorn publicó un libro en el que había reunido alrededor de 5.000 obras artísticas elaboradas por pacientes psiquiátricos.

El libro inspiraría mas tarde a muchos otros artistas, como Jean Dubuffet, que en 1945 acuñaría el termino «arte bruto»: al arte creado por gentes ajenas al mundo artístico, y al mundo en general, sin una formación académica. El museo Dr. Guislain reúne también en su colección permanente una gran cantidad de estas obras.

Con esa intención revisionista y con la idea de indagar en la comprensión de la mente, han abierto sus puertas otros museos de psiquiatría en distintas partes del mundo, como el Glore Psychiatric Museum en Kansas, el Bethlem Museo de la Mente (que también se asienta sobre la estructura de otro hospital psiquiátrico, el primero en Reino Unido), el Museo del Hospital Psiquiátrico de Aarhus en Dinamarca, el Museo de la Inconsciencia en Brasil o el Museo de la Mente en Roma.

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Su existencia no sería posible hoy si muchos años antes no hubieran escuchado por fin a los propios pacientes y a sus familiares reclamando sus derechos como personas, algo que finalmente provocaría cambios en la legislación y el cierre de muchas de estas instituciones en la década de los 60.

Comienzan a buscarse entonces maneras de tratar de reintegrar a las personas que durante tanto tiempo habían sido apartadas del resto. Por primera vez en mucho tiempo, ‘locura’ y ‘cordura’ no sólo ocupan el mismo espacio sino que sus fronteras cada vez son menos claras.

En una entrevista a Gustav Mesmer, alguien le preguntó si había conseguido volar con alguna de sus invenciones, a lo que contestó que una vez se había elevado a 50 metros pero que, lamentablemente, no había ningún testigo. Importa poco si Gustav voló o no alguna vez, tan sólo era un hombre buscando respuestas.

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