Aprender del pan

5 de febrero de 2017
5 de febrero de 2017
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Joaquín Labayen llevaba diez años trabajando en diseño editorial cuando decidió dejar la oficina y la tableta gráfica y ponerse a hacer pan. Lo hizo por dos motivos.

El primero, «el interés por el proceso de elaboración del pan y por el propio producto». Empezó a hacer pan en casa. Aprendió leyendo libros y haciendo cursos. «La escasa oferta formativa me llevó a contemplar la panadería profesional como vía para profundizar en esos conocimientos», recuerda.

El segundo motivo fue «cierta necesidad de desafío personal». Tras diez años con un trabajo sedentario, «quería comprobar si era capaz de desarrollar una actividad muy exigente físicamente.  Quería hacer pan, quería hacerlo lo mejor posible y quería hacerlo todos los días».

Para que la transición fuera más suave, siguió colaborando como diseñador para la editorial Libros con Miga y la tienda online El Masadero.

Otros dos factores influyeron en menor medida en ese cambio radical de profesión. Por un lado, un sueño de la infancia: entrar en la escuela de hostelería. Por otro, la buena respuesta que obtuvo cuando creó un perfil de temática panadera en las redes, Oh my bread! Gracias a aquello le contactó gente del sector y le llegó una oferta para trabajar en Panic, una panadería de Madrid especializada en pan casero de masa madre.

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 En 2016 decidió dar un paso más en su cambio de vida marchándose a África a hacer pan. Desde entonces, va contando sus peripecias, con romanticismo y humor, en su blog Motorbread.

Hacer buen pan, un trabajo de riesgo

El pan que a los puristas como Quino les gusta hacer se diferencia del que conoce la mayoría de la gente, principalmente, en el proceso y en los ingredientes. «El pan industrial sólo tiene en cuenta la rentabilidad económica, y no otros factores como los culturales o los nutricionales», explica.

Las panaderías caseras usan procesos lentos y masa madre natural. El resultado: «panes con interés organoléptico y nutricional y buena conservación, en contraposición a panes que apenas aguantan un día, resultado del exceso de mecanización, los procesos rápidos y del uso de malos ingredientes».

Labayen cuenta que, afortunadamente, aún quedan panaderías de la vieja escuela que elaboran excelentes productos tradicionales y también nuevas panaderías «que a menudo muestran más respeto por el oficio que los que los consideran intrusos».

Quino asegura que hacer pan le da confianza. «Saber valorar las necesidades de una harina o una masa, conseguir que un fermento natural reaccione como esperas, tomar las decisiones correctas y gracias a ello obtener el resultado buscado no puede sino aportarte seguridad».

En este punto, cita al panadero estadounidense Jeffrey Hamelman, autor del libro Bread, cuya versión española tuvo la suerte de maquetar. Hamleman diferencia «el trabajo de la certeza» del «trabajo del riesgo».

Este último tipo, en el que se enmarcaría la elaboración de pan, el autor habla de esos trabajos artesanos en los que «la calidad del resultado no está predeterminada sino que depende del juicio, la destreza y el cuidado del productor».

En otras palabras, «la calidad está continuamente en peligro durante el proceso de elaboración». Estos conceptos, explica Quino, pueden aplicarse a artesanos de todas las disciplinas.

—Como panaderos, hacemos frente al riesgo a diario. Un día húmedo, la masa parecerá un poco floja, y sin efectuar ningún esfuerzo mental ajustamos nuestras manos y nuestra conexión con esta masa en particular. Si, trabajando con cereales locales, nos encontramos con masas débiles, hacemos ajustes en el formado para conferir a la masa mayor fuerza sin desgarrarla. ¿Hace eso alguna máquina?

Pero Labayen puntualiza que no es un ludista: «No estoy en contra del uso de maquinaria, sino de la pérdida de oficio de los panaderos». A él, por ejemplo, le encanta estar en la mesa de formado charlando con los compañeros. «Las máquinas son rápidas, pero no dan muy buena conversación».

Haciendo pan, además, ha desarrollado un sentido de comunidad, «de contribución, pertenencia y cierto orgullo» que, dice, jamás sintió con el diseño.

Bora Bakery

En 2016, como decíamos, se enfundó el casco y se marchó a África. La primera parada de su viaje fue Zanzíbar. Allí trabajó en la panadería de su amigo Michiel. «Panadería» es mucho decir, porque no es más que un pequeño cuarto de aperos con un horno de gas en el que meten 22 panes de 800g en cada hornada. Su récord: un día sacaron 110 panes y 40 cruasanes.

Aparece registrada como parte de un hotel. Es la única vía para no tener encontronazos con el gobierno, que pone muchas restricciones a que los extranjeros monten negocios. Quino, como turista, no podía trabajar cobrando ni sin cobrar. Lo decía el sello del visado en su pasaporte.

—¿Y qué hacías si llegaba una inspección?

Cuando veía que un moderno y limpio todoterreno se acercaba, agarraba mi bolsa de ropa limpia y cruzaba al bosque de los monos. Allí me cambiaba de ropa y me hacía pasar por cliente del hotel.

Aunque esta situación de clandestinidad panadera puede resultarle divertida en algunas ocasiones, «tenía un fondo» que no le gustaba. «No me quiero ni imaginar lo que se debe sentir cuando situaciones de este tipo sean verdaderamente serias y de ellas dependa tu supervivencia o tu libertad».

En su tiempo con Michiel en Zanzíbar, Labayen consiguió aportar un valor añadido a su negocio.

«Hemos conseguido mejorar los procesos para hacer mejor pan y un sistema más cómodo. Hemos hecho panes especiales y fórmulas de aprovechamiento para los excedentes de masa madre y los recortes de cruasanes. Hemos hecho pan con niños, la explanada de delante de la panadería ya no tiene cascotes y hay una barra-palo nueva para colgar los trapos. En equipo se trabaja mejor. Está claro que toca avanzar con el viaje».

La moto y el pan

Si hay algo importante en el viaje de Quino aparte del pan, es la moto. O las motos, para ser más precisos; porque de momento ha habido dos importantes en su odisea.

La primera no era suya, sino de su amigo Michiel. Con ella hacían los repartos, y para ella construyó el señor Vuai tres cajas con malla metálica que «parecen jaulas para aves, pero deberían ser por lo menos faisanes o pavos reales». Para poder acoplar los cajones laterales, tuvieron que retrasar los intermitentes traseros colocando un viejo molde de pan por detrás de los tornillos de la matrícula. «Toda una obra de ingeniería ‘perroflauta’ de la que estamos muy orgullosos».

El invento del señor Vuai no resistió uno de los tramos con más baches de la carretera, y el cajón posterior se desprendió hasta dos veces, pero Labayen consiguió que se lo arreglaran en un pueblo cercano usando el poco suajili que conoce: «piki piki matatisa!» («problemas con la motillo»).

La segunda moto, ya propia, se la compró en Dar es-Salaam para su viaje a Tanzania. La eligió de las mismas características que la de Michiel, una Bajaj Boxer BM150X, porque es un tipo de moto con una gran capacidad de carga.

En su blog Motorbread explica todos los pasos legales y prácticos que siguió para conseguirla. En esta segunda etapa de su viaje pretende seguir haciendo pan en su camping gas, pero le resultará difícil comercializarlo. «Es difícil desde el punto de vista legal trabajar siendo extranjero, pero no descarto tener alguna experiencia en ese sentido».

Las motos tienen un sentido en el viaje de Quino más allá de la practicidad. «Viajar en moto permite formar parte del paisaje que cruzas de una manera que sólo puede superar caminar o ir en bicicleta. La autonomía de poder desplazarte por donde y cuando quieras cargando todo lo que necesitas para vivir es una experiencia inigualable».

Los vehículos en general, y no solo las motos, están siendo importantes en su viaje; aunque él asegure que «mi historial de patetismo en los medios de transporte abarca un amplio abanico de situaciones bochornosas». Las carreteras y los trayectos le hacen pensar. «Las dos cosas que más me gustan son hacer pan y conducir la motocicleta», asegura.

Pole, pole

«Es solo un día pero parece más», dice en uno de sus relatos. Labayen ha tenido que adaptarse a un país donde las costumbres y las personas le son extraños.

Allí, todo es pausado y «más vale que lo aceptes cuanto antes si no quieres morir de desesperación». En este punto, Quino explica el significado de ‘pole, pole’, una expresión muy utilizada en suajili que se refiere a tomarse las cosas con calma: «es toda una filosofía de vida y me gusta». Nota que está lejos de casa, sobre todo, por los cambios horarios. Allí vive en función de la luz solar, despertando al alba y acostándose al atardecer.

Su viaje no ha supuesto una desconexión digital: la conexión a internet no es mala allí y él, que no había tenido smartphone hasta el verano pasado, ahora lee, escribe, escucha películas audiodescritas y navega a través de él. «Tal vez construir una vida alrededor de las pantallas no sea la mejor opción pero, como dijo mi abuelo materno, “no tengo obligación ni de ser libre, que eso es vivir la libertad”».

La ‘huída’ tampoco ha conllevado un cambio brusco de mentalidad o de mirada: más bien siente que está poniendo en práctica cosas que sabía o que intuía que andaban por ahí. «Podría decir que estoy pasando de la teoría a la práctica».

—¿Qué es el paraíso, Quino?

— Ni idea, pero tiene que haber pan, cerveza, motos y música.

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Patrick Thomas

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