Y tú más: ¡Hortera!

«No hay hortera sin riñonera», dice la voz popular. Sobran las palabras para explicar a qué nos referimos. No hace falta acudir al diccionario para adivinar el sentido del insulto, que tiene su miga y su mala leche. ¿Que no? Sigan leyendo.

Al contrario que con otros términos de los que ya hemos hablado en esta sección, hortera tiene un rastro etimológico y un uso coloquial que es fácil rastrear, así que aquellos acostumbrados a inventar orígenes a las cosas, lo sentimos, no tenéis mucho que hacer esta vez.

Hortera es una palabra derivada del latín offertoria, según Joan Corominas. Su sentido original –y que aún persiste en nuestro idioma, basta consultar el DRAE para comprobarlo- es el de pieza o bandeja de madera o metal que se usaba en las iglesias y sacristías para contener las hostias sagradas. La evolución del latín al castellano pasó de offertoria a fortoria, de ahí a fortuera y por último a hortera. Esta sería la evolución etimológica del término, a grandes rasgos. Sigamos.

Como la vida tiene un sentido práctico innegable e imparable, las horteras originales que se utilizaban en las sacristías para custodiar las hostias extendieron su uso a otros ámbitos de la vida. Así, bandejas o cuencos de madera iguales a los religiosos se empezaron a usar también en las cocinas. Esos mismos cuencos fueron empleados igualmente por mendigos que hacían cola a las puertas de los conventos donde se les ofrecía la sopa boba. Y una vez vacíos de alimento, pedían limosna con ellos a las puertas de las iglesias. Primer paso hacia la negatividad. Porque ser pobre no es un plato de gusto, por mucho que el cristianismo haya querido redimirlos y premiarlos con el Reino de los Cielos, amén.

Horteras son también los cuencos que se usaban en las farmacias para mezclar las fórmulas magistrales. Con el tiempo, el objeto pasó a denominar a las personas que lo usaban, que no eran otros que los mancebos y aprendices de boticarios, y por extensión, a todo mozo que trabajara en un comercio, sobre todo en Madrid, donde parece que nació el sentido de la palabra. Fue sobre todo en el siglo XIX cuando hortera empezó a tomar mayor cariz peyorativo. Los mancebos de los que hablamos eran jóvenes que venían a la capital a buscarse la vida y que solían ser contratados como aprendices por familiares o allegados de su mismo pueblo, por cuatro duros mal pagados. Como no tenían muchos recursos, solían vestir ropa ‘heredada’ de otros que ya no la querían, por lo que les solía quedar muy grande, estaba muy gastada y además, pasadísima de moda. Si a esto añadimos que aquellos muchachos no eran precisamente ejemplo de buenos modales ni estaban pulidos culturalmente, todavía le echamos más leña al fuego. Y para colmo, estos se ‘sentían obligados’ a aparentar un estatus similar al de sus clientes, con lo que hortera se convirtió en un insulto, podríamos decir que clasista, ya que con esa mala baba de los que se creen superiores se usaba para despreciar a los inferiores de clase que querían aparentar lo que no eran.

Hoy en día, hortera sigue teniendo ese tufo clasista que nos cuesta tanto identificar. Seguimos empleándolo para señalar al que viste con mal gusto o desfasado en cuanto a moda, vulgar y que suele pertenecer a una clase que consideramos inferior a la nuestra. Aunque vivamos en Pan Bendito (Carabanchel, Madrid) y la mayor parte de nuestro fondo de armario nos lo compremos en las segundas rebajas. Pero también señalamos actitudes de mal gusto, horteradas, como ese mazas de gimnasio que va luciendo bíceps y tatuaje, engalanado con su mejor chándal de mercadillo, tan mono, con sus letras y rayas doradas por doquier; o a la petarda (o petardo) de moda que aparece vociferando en cualquier programa cutre de corazón en lo que hoy llamamos telebasura. No hace falta dar nombres, ¿no? Todos sabemos quienes son y lo que hacen.

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