Morir forma parte inherente de la existencia. Siendo perfectamente realistas, la muerte es la parte más importante del hecho de vivir porque, si fuésemos inmortales, nada de lo que hacemos tendría sentido. La perspectiva del tiempo infinito provocaría un oleaje psicológico insostenible para cualquier mente humana; no habría ilusión, no habría recompensa y, por tanto, al final ni siquiera habría viaje. Que se lo pregunten a Gilgamesh.
Por eso, la mejor noticia que nos pueden dar es saber que vamos a morir. Vamos a morir todos. Todos. Las abuelas, las madres, los maridos y las mujeres. Los hijos, los nietos, los nietos de los nietos y George Soros y Jeff Bezos.
Todos los seres humanos que habitan o habitarán sobre la superficie de la Tierra. Y todos los animales y todas las plantas y todos los seres vivos morirán. Pero también morirán muchos de los seres que no están vivos: las autopistas colapsarán, los puentes se resquebrajarán y los edificios a menudo serán derribados. Las ciudades serán abandonadas y los puertos se consumirán por la marea.
La mayor parte de las muertes de la arquitectura serán acontecimientos lentísimos y triviales, pero algunas brillarán como estrellas del rock. Serán muertes mucho más luminosas que el oscuro y aburrido lugar que existía cuando el territorio estaba vivo. Es el caso de Houtuwan.
[pullquote]Fundado hace más de tres siglos, Houtouwan era un pueblo como otros tantos en el archipiélago de Shengsi, al este de Shanghái. Una agrupación más o menos desordenada de casas sobre las colinas y las laderas que descendían hacia el Mar de la China Oriental[/pullquote]
En diciembre de 1978, apenas dos años después de la muerte de Mao, Deng Xiaoping ascendió al cargo de líder supremo del Partido Comunista Chino. Se encontró con un país gigantesco pero aún eminentemente rural. A sus ojos y los de su gabinete, el colosal potencial humano de la nación estaba siendo impúdicamente desperdiciado.
Así que su principal objetivo —y su legado— fue conducir al país a la vanguardia del poderío económico mundial. Nacía lo que llamaron «economía socialista de mercado», una versión autóctona del capitalismo sin llamarlo capitalismo.
Sin caer en hagiografías, está bastante claro que lo logró. Cuando dejó el poder en 1989, las ciudades chinas comenzaban un proceso de crecimiento que se volvería imparable y, a fecha de hoy, la economía del gigante asiático es, sencillamente, la más poderosa del mundo.
Pero claro, las ciudades no crecían estrictamente de la nada; eran alimentadas por millones de personas que abandonaban el medio rural. Los movimientos migratorios internos eran cada vez más acusados y, a partir de los años 90, se volvieron espectacularmente agresivos.
Fue precisamente a principios de esos años 90 cuando Houtuwan se abandonó.
Fundado hace más de tres siglos, Houtouwan era un pueblo como otros tantos en el archipiélago de Shengsi, al este de Shanghái. Una agrupación más o menos desordenada de casas sobre las colinas y las laderas que descendían hacia el Mar de la China Oriental. Y como esos otros tantos pueblos, basaba su funcionamiento en una economía pesquera de baja intensidad; lo suficiente para alimentar a las dos mil personas que llegaron a vivir allí.
El problema de Houtuwan que, en realidad, era el problema de todo Shengsi, era que no se trata de un archipiélago más o menos convencional. Shengsi está formado por más de cuatrocientas islas, la mayoría de las cuales apenas ocupan unos pocos kilómetros cuadrados de superficie.
En semejantes condiciones de aislamiento, Houtuwan solo podía sobrevivir en un estado de autoabastecimiento. Así, cuando el rumbo del país viró hacia una economía de producción masiva, ese aislamiento se volvió insostenible y los habitantes del pueblo sencillamente lo abandonaron.
Para entender un poco el ecosistema socioeconómico, en 1990, Shanghái ya era una megalópolis de siete millones y medio de habitantes, pero es que en 2019 superaba los veintinueve millones.
Mientras, Houtuwan dejó de ser un pueblo aburrido pero vivo, y se convirtió en la máscara de la muerte verde. Como si alguien hubiese malinterpretado el relato de Edgar Allan Poe, a lo largo de los años ese conjunto de casas que se desperdigaba por la ladera ha ido siendo ingerido por la vegetación, transformando todo —viviendas, calles y colinas— en un manto prácticamente uniforme de hiedra.
Un paisaje fantasmagórico de niebla y civilización consumida por la naturaleza que parece anticipar el apocalipsis estético de un mundo siglos en el futuro aunque, en realidad, han pasado poco más de treinta años desde que la hierba comenzó a crecer sin control. Nada que no conozca bien quien haya estado un par de meses sin desbrozar una parcela.
Y sin embargo, este espectáculo paisajístico improbable ha disparado la popularidad del pueblo. Hasta el punto de que, a día de hoy, es un reclamo turístico de primer orden que recibe más de 400 visitantes diarios. Y así, en un fenomenal giro de guion post mortem, resulta que en apenas una semana de existencia muerta, ya han paseado por Houtuwan más personas que las que llegaron a habitarlo en el apogeo de su vida.