Hace más de tres millones y medio de años un volcán al norte de lo que hoy es Tanzania entró en erupción cubriendo los alrededores de ceniza. Una fina lluvia tapó en aquel momento las huellas que diversos grupos de animales iban dejando sobre las cenizas en su huída, y nuevas cenizas fueron cubriendo esas huellas con una capa que se endureció y las preservó del paso del tiempo.
Más tarde, la erosión de cientos de miles de años las volvió a sacar a la luz. Una serie de casualidades improbables que hizo que aquel conjunto de huellas del Plioceno se pudiera conservar casi intacto hasta que en 1976 un equipo de paleontólogos que trabajan en Laetoli, en el yacimiento de Olduvai, pudo poner sus ojos sobre ellas.
Entre las huellas de aquellos animales antiguos la extraordinaria paleoantropóloga Mary Leakey encontró, asombrada, las de un par de homínidos, quizá tres, que huían del volcán. El más grande podría ser un hombre; el más pequeño, una mujer, que además podría estar llevando una criatura en su cadera izquierda. Junto a ellos, sus huellas superpuestas sobre las de los dos primeros, tal vez caminaba otro miembro menor del grupo.
Leakey no daba crédito a sus ojos. No existían huellas de homínidos de esa antigüedad tan sorprendentemente parecidas a las pisadas de los humanos actuales. Esas huellas adelantaban tres millones y medio de años nuestros primeros pasos erguidos. El dedo gordo, el arco del pie, la fuerza lateral, el talón…
Los expertos dicen que posiblemente son huellas de Australopitecus Afarensis, el primer homínido reconocible, la especie de nuestra primera madre, Lucy. Las huellas descubiertas por Leakey en Laetoli demuestran que caminamos erguidos antes de que nuestro cerebro alcanzara su actual desarrollo, lo que puso fin a un profundo debate paleontológico y escribió la historia de nuestra especie.
Pero aquel rastro sobre ceniza dice algo más sobre nuestros antepasados y sobre nosotros mismos. Observando detenidamente el curso de aquellos pasos antiguos se ve que de entre todos aquellos animales que huían de la violencia del volcán hubo uno que se detuvo a mirar, que demoró la marcha para volverse a contemplar la erupción. Las huellas indican que, fuera movida por la curiosidad, por el asombro o por un sentido de amenaza, aquella mujer primigenia suspendió la marcha y miró hacia la izquierda.
Leakey escribió años después en National Geographic: «Esta emoción, tan intensamente humana, trasciende el tiempo. Hace tres millones seiscientos mil años, una de nuestros remotos ancestros, experimentó un momento de duda».
La escena es tan reconocible y tan familiar que sorprende y emociona que ocurriera hace tantísimo tiempo, en un especimen que estaba aún lejos de ser humano, pero que comenzaba a serlo, que apartó por un momento sus pasos de los del resto de animales. Una mujer antepasada, remota, que cargando su criatura se vuelve bajo la lluvia a mirar el volcán. Una instantánea del tiempo en el que empezamos a ser quienes somos, aquellos que miran el mundo buscando una explicación.
Somos hijos de aquella que se puso en pie, caminamos erguidos como ella, sus huellas son las nuestras. Pero sobre todo somos hijos de aquella que volvió la mirada, la que detuvo el paso. Somos hijos del asombro.
Foto: Replica of Laetoli footprints, exhibit in the National Museum of Nature and Science, Tokyo, Japan. Wikimedia Commons