Existe una frontera móvil que separa la información de la materia, en una zona intermedia en la que ahora nos encontramos, que podría ser una suerte de adolescencia del ser humano. Cuando superemos la cárcel de la carne seremos inmortales; de ahí esa pulsión entre átomos y bits, entre lo analógico y lo numérico.
Si bien es cierto que con la irrupción de las impresoras 3D, la información se convierte en materia, no lo es menos el que queda mucho para imprimir a un ser humano a partir de su alma digital o, lo que es lo mismo, de todo el data y el metadata que nos definen a cada uno de nosotros e integrarlo en un software capaz de concretar esa información en un cuerpo… y lo más difícil, en un cerebro nutrido con nuestra personalidad y conocimientos, pues replicar un cuerpo en sí no reviste mayor complejidad técnica.
Desde la oveja Dolly, que hoy gira ensimismada en un pedestal protegido por una cristalera en el Scottish National Museum de Edimburgo, hasta los desafiantes anuncios de clonación de seres humanos por el doctor coreano Hwang Woo-suk, no ha transcurrido tanto tiempo. A nadie se le escapa que la clonación humana está a la vuelta de la esquina, y que esa esquina está incluso quizás ya superada. Pero eso es solo materia; solo átomos y aquí estamos hablando de información: de bits. La oveja Dolly no compartía recuerdos y experiencias con su predecesora, la donante del ADN que hizo posible la réplica física del animal.
La trilogía de Matrix fue probablemente la más audaz pieza filosófica finisecular, disfrazada de entretenimiento de masas, que arañó nuestras conciencias cuando se derrumbó el milenio, y lo que sugiere debería hacernos reflexionar ¿Sabían los hermanos Wachowski (los directores de las tres películas) algo que nosotros ignoramos? Es este un pulso entre lo discreto y lo continuo, pero no cabe duda de que el triunfo del bit sobre el átomo conduce directamente a la vida eterna.
Ray Kurzweil, el más famoso poshumanista, defiende la progresiva invasión y fusión de la tecnología en nuestros cuerpos. Hablamos de sensores, de mejoras locomotrices (Pistorius), ojos artificiales, órganos con elementos fabricados en Taiwan, conexión a internet integrada en la retina… al fin y al cabo Kurzweil trabaja para Google.
Pero ese universo, aunque propio de la ciencia ficción, y de uno de los movimientos literarios más interesantes del siglo XX, el llamado cyberpunk, es un entorno que va a ser devorado por otro que va creciendo silenciosamente a su sombra, sin hacer ruido, volando bajo radar… No se trata de que la tecnología invada y mejore el cuerpo humano, se trata de eliminar el cuerpo humano, fuente de casi todos los sufrimientos, exceptuando los males de amores y otros agravios del alma. Porque el tiempo y el cuerpo son las dos cárceles que nos recluyen, nos limitan y nos condenan a una infelicidad insoslayable.
Cuando Bruce Sterling y William Gibson pusieron la primera piedra del cyberpunk con la publicación de Mirrorshades (Siruela), escritores convencionales y científicos no convencionales se frotaron sus ojos. Aunque ni siquiera ellos intuyeron que internet llegaría unos años después y lo cambiaría todo, Gibson en su novela fundacional Neuromante (Minotauro) ya acuñó el término ciberespacio. Películas como Johnny Mnemonic (Robert Longo, 1995) ilustraron estos primeros pasos hacia el improbable maridaje entre gramos y datos.
Volvamos a Oscar Pistorius, ya en prisión por el asesinato de su novia, y que se nos vende como hombre biónico porque disfruta de dos poderosas prótesis de titanio que reemplazan a sus piernas amputadas a los once meses de vida a causa de una malformación irreparable. Pero ¿y si en vez de titanio, esas prótesis estuvieran hechas de bits? Para que el cerebro de Pistorius las percibiera como piernas reales sería precisa una programación cuidadosa, y que la interacción con el mundo real resultara satisfactoria y coherente con las leyes físicas.
Esto se llama realidad aumentada, y saltó a primera línea de actualidad de una forma aparentemente inocente: Invizimals ™, que es un videojuego que permite a los niños (y adultos, por supuesto) detectar criaturas virtuales en su entorno físico con la ayuda de la consola, capturarlas y ganar puntos. La realidad aumentada se ha infiltrado en los museos, como el Louvre, que reparte consolas Nintendo 3DS a los visitantes para que enfoquen el cuadro o pieza con la máquina, y en la pantalla vean los metadata asociados. El casco de realidad virtual Oculus ™ pesa casi medio kilo, cuesta otro tanto y todavía deja mucho que desear… pero cuando se miniaturice lo suficiente como para transformarse en un implante asimilable mediante una cirugía sencilla, nuestra consciencia se mezclará con el torrente de datos que proceda del dispositivo. No queda tanto para eso; acaso ya se esté experimentando con ello.
Porque ¿cuánto pesa un ser humano… en datos? ¿Un terabyte? ¿Un petabyte? ¿Un exabyte? ¿Un zettabyte? ¿Un yottabyte… ? Considerando que cada medida es 1024 veces mayor que la anterior, no sabemos cuántos discos duros se precisan para almacenar a Stephen Hawking o a Tamara Falcó, ni si habría mucha diferencia entre los dos, en términos estrictamente informáticos. El problema no sería tanto el almacenamiento en sí, sino en su recuperación. Los bustos parlantes de la serie Futurama (de los creadores de Los Simpsons), en realidad vienen a alimentar esta idea de inmortalidad sustentada por una tecnología que preserva la consciencia, los conocimientos y los recuerdos, pero que, y esto es lo más importante, permite incrementarlos, es decir, no se trata de congelar nuestro estado antes de morir y preservarlo, sino de que exista un tránsito natural entre la fase larvaria (átomos) y el adulto (bits). Así pues, hay una frontera líquida, que se desplaza lenta pero inexorablemente hacia lo inmaterial, y esa frontera es nuestra pubertad como especie.
El volcado de una personalidad en un sistema informático permitirá a nuestra consciencia superar la muerte clínica como un trámite no más traumático que visitar al dentista. Una de las primeras aproximaciones a esta idea procedió de la teleserie Max Headroom producida en 1987 por los mismos que idearon Dallas y a JR. Ha habido muchas más, como Tron (Steven Lisberger, 1982), y por supuesto la mencionada trilogía de Matrix (Andy y Wendy Wachovsky, 1999 – 2003), pero las que más se aproximan a un escenario potencialmente peligroso son Her (Spike Jonze, 2014) y Trascendence (Christopher Nolan, 2014).
El futuro del ser humano no es material. Es información en estado puro; trillones de líneas de código. El hardware y las plataformas capaces de soportar y regular ese flujo de datos (y por tanto, de seres humanos) serán lo que determine cómo será nuestra existencia, pues los placeres de la carne se pueden programar. Y no digamos ya la espiritualidad.
¿Y si el Universo es solo una simulación informática? Es muy difícil de probar… pero imposible de refutar, de igual forma que Santo Tomás de Aquino fracasó con sus famosas cuatro vías para demostrar que Dios existe.
Si todo lo que nos rodea es software, no hay modo de demostrar lo contrario; esa fue precisamente la premisa para escribir el código que nos sustenta. Alimentando esta idea tan delirante como incontestable hallamos la teoría del profesor Martin Savage, de la Universidad de Washington, quien sostiene que «la probabilidad estadística indica que estamos ubicados en algún lugar de una cadena de simulaciones dentro de otras simulaciones. Por ello, la alternativa – que somos la primera civilización, en el primer universo – es virtualmente (sin doble sentido) absurda».
La buena noticia es que si se demostrara que somos información y no materia, nada cambiaría nuestra rutina cotidiana. Seguiríamos yendo a buscar a los niños al colegio, pagando el seguro del coche y viendo en televisión las atrocidades que se cometen en remotos países.
Pero entonces, incluso los ateos más convencidos querríamos saber quién o qué escribió nuestro código, así como en qué plataforma se está ejecutando, para acceder al algoritmo fuente, retocar algunas líneas y lograr así la soñada inmortalidad.
La inmortalidad se escribe con bits
