Llevo unos días preguntándome si estamos perdiendo la capacidad de sentir, de emocionarnos. Más aún, de horrorizarnos. Tengo la sensación de que nuestro termómetro interno ante las desgracias ha subido un par de grados, como el calentamiento global, sin que seamos conscientes de ello.
Cada día vivimos expuestos a una violencia visual y auditiva sin límites. Hemos alcanzado cotas nunca imaginadas. Ahora, la realidad, por muy dura que sea, llega a nuestras manos en cuestión de segundos, sin filtros, sin tamiz alguno. Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos consumimos en nuestros móviles, en la televisión, en internet imágenes de masacres, desastres naturales, asesinatos, accidentes de una crudeza descarnada, sin anestesia alguna.
Y ese es el problema, que ante una exposición continuada cada día, nos vamos anestesiando poquito a poco ante esta realidad, sin ser muy conscientes de que estamos perdiendo nuestra alma en pos de un consumo desenfrenado de la verdad. Y aunque conocer la verdad es importante para entender el mundo que nos ha tocado vivir, nos deberíamos preguntar cuáles son sus consecuencias inmediatas para nuestras mentes, cómo nos están afectando y, más importante aún, cómo nos están cambiando.
Antes, el mero visionado de estas imágenes nos llevaba a apartar la mirada de la pantalla horrorizados, haciéndonos que nos estremeciéramos por dentro. Unas imágenes que dejaban huella en nuestras retinas y en nuestra alma. Imágenes que volvían recurrentemente a nuestra mente una y otra vez en una espiral sin fin, recordándonos los horrores que viven determinadas personas, mientras que nosotros, los afortunados, asistimos como meros espectadores a este espectáculo macabro que es la vida en muchos casos. Sin embargo, ahora no solo no apartamos nuestros ojos de esas imágenes dantescas, que escroleamos sin fin desde nuestros dispositivos móviles, sino que podemos seguir comiendo tranquilamente nuestra cena sin que se nos cierre la boca del estómago ante tantas desgracias.
El ser humano siempre se ha visto más atraído por los estímulos negativos que por los positivos. El mal nos fascina, es algo que no podemos evitar. Está rodeado por un halo de oscuridad que nos atrae irremediablemente, al igual que las polillas un pueden evitar la luz. Pero el problema no es que nos llame la atención, sino que esa verdad dolorosa, retransmitida con total crudeza, ya no nos hace daño.
Nos hemos inmunizado ante el dolor ajeno. Y ese es el gran problema, porque si no hay daño, si esas imágenes no impactan en nuestro corazón ni en nuestra mente, no hay reflexión. Y de nada sirve conocer la verdad, exponernos a ella, si no tenemos la capacidad para empatizar con ella, con el sufrimiento de los demás.
Este estado anestésico en el que nos encontramos inmersos últimamente quizá está siendo alimentado más allá de la propia realidad por la fascinación que despierta en alguno de nosotros el true crime. Programas donde se mezcla la ficción con la realidad y que nos hacen crear barreras mentales, muros de protección, que nos convencen de que lo que estamos viendo no es cien por cien real. Pero ¿qué ocurre cuando lo que estamos viendo sí es completamente real?
Hace unos días me topé con un documental de crónica negra estadounidense, La vecina perfecta. Un documental que narra el caso de Ajike Owens, una mujer de color que fue asesinada en 2023 de un disparo a través de la puerta de su vecina y quedó tendida en la calle ante la mirada de sus hijos pequeños. Susan Lorincz fue la autora del disparo, una mujer de 58 años que vivía en la casa de al lado.
El documental muestra la secuencia de los hechos, desde que la policía llega al lugar donde se produjo el incidente, hasta el posterior juicio y la condena. Todo ha quedado grabado, más de 30 horas reales recopiladas por las cámaras corporales de los policías que se personaron a los pocos minutos tras el disparo. Son imágenes reales, no recreaciones: los llantos de los hijos de Ajike al ser conscientes de que su madre ha muerto, los gritos de su marido y familiares, que asisten incrédulos a la escena, los abrazos de los vecinos, que buscan consuelo. Una escena de una gran violencia visual que se convierte en algo cotidiano.
¿Son nuestros cerebros realmente conscientes de lo que están viendo? ¿Son conscientes del horror al que asisten como espectadores? La sobreexposición al horror no nos está haciendo más empáticos, está creando una coraza en nuestras mentes para evitar cualquier sufrimiento, tomando distancia, alejándonos. Una coraza que cada día es un poco más difícil de traspasar. Un mecanismo de defensa que da miedo, porque esa insensibilidad está acabando con nuestra humanidad. Y si dejamos de ser humanos, ¿qué seremos?
Raquel Espantaleón es directora general y de estrategia de Sra. Rushmore
            
            



                            
                            
                            
                            
    

    