Durante un primer intercambio de mensajes, el antropólogo argentino Claudio Aporta pide una semana de plazo antes de concertar una cita para charlar por Skype. El motivo era que estaba en el Ártico, «con muy mala conexión a internet y sin señal en el celular», en un pueblo al norte de Quebec, Canadá. Una villa de inuits, esquimales en castellano, donde puso un gran mapa en el suelo y fue pidiendo a los lugareños que marcaran los senderos que usaban, que le contestaran a sus preguntas. Lo que en su gremio se llama trabajo de campo y que lleva haciendo desde que tuvo su primer contacto con esta cultura en 1998. Para comprender cómo se orientan en su frío y árido ecosistema, para poder tener un conocimiento interno de su cartografía oral, ha llegado a viajar con ellos durante más de 1.600 kilómetros.
«Cuando yo empecé a trabajar en el Ártico estaba interesado en cómo usaban el GPS y cómo hacían para orientarse y viajar en un lugar muy plano, sin muchas marcas en términos de paisaje», cuenta mientras sorbe una bebida de mate, «y una de las cosas que no esperaba y que me sorprenden, volviéndose el foco de mi investigación, es que la gente viaja por determinadas rutas, no por cualquier lado». Esto, «que puede parecer lógico», hay que ponerlo en el contexto ambiental, una planicie donde hay meses enteros de noche, donde cuando la nieve se derrite desaparecen los senderos, las huellas humanas que marcan en otras latitudes los recorridos habituales. Pero, año tras año, siglo tras siglo, los inuits viajan por las mismas rutas.
Con el tiempo y el estudio, haciendo preguntas a las diferentes villas que visitaba, se empezó a dar cuenta que «se referían a estos senderos de forma muy precisa y, al comparar las rutas que describía una comunidad con las de otro pueblo a 500 kilómetros de distancia, coincidían en un 95% de las veces». Una especie de infraestructura de transporte del Ártico por la que sería posible ir desde Groenlandia hasta Alaska y cuyo uso ha sido capaz de rastrear 200 años atrás- «probablemente más»- durante los cuales se ha transmitido de forma oral, sin el uso de documentos escritos.
Para orientarse en el Ártico, los inuits tienen como puntos cardinales los vientos permanentes, de los que distinguen 16 tipos. Su principal eje está formado por el Uangnaq, del oeste-noroeste, y el Nigiq, del sur-sureste, a los que reconocen por los dibujos que dejan en la nieve. Además, usan las estrellas, el sol, el comportamiento animal… y en lugares como la isla de Igloolik, donde Aporta vivió ocho meses en una de estas comunidades, el reflejo en el cielo de la parte del océano que no se congela. Para configurar esos senderos se combina con «los landmarks», los hitos en el camino como rocas, cerros… elementos topográficos de los que los más ancianos, educados antes de que en los años 50 los inuits dejasen su estilo de vida seminómada, son capaces de recordar miles y miles. Unos maestros de la percepción que evitaban los mapas escritos, una geografía transmitida por el boca oreja, de generación en generación, que ahora el GPS está amenazando.
Uno de los mayores problemas de los GPS es que no muestra las rutas tradicionales, lo que hace que haya menos oportunidades de coincidir con alguien en el camino que podría convertirse, en caso de necesidad, en una ayuda. Otro es que las rutas que marca los satélites no tiene en cuenta dónde el hielo es más débil o dónde hay un acantilado, algo que un antiguo cazador inuit evitaba mediante un sentido común afilado por la experiencia. También, en un clima tan duro, los aparatos electrónicos pueden fallar, las baterías estropearse…
«Los más jóvenes son los más afectados, mientras que los mayores, ni lo usan», cuenta Aporta, «y hay una generación en el medio, entre los 30 y 50, que lo usan en combinación con las técnicas tradicionales». Otro elemento tecnológico que ha afectado al transporte es la moto de nieve, que al ser ruidosa y rápida impide que los viajeros tengan el mismo tiempo que antes para irse fijando en los hitos de las rutas y comentarlos. También es importante resaltar las ventajas. El GPS permite viajar en condiciones donde antes sería imposible, como con mucha niebla, y la velocidad de las motos de nieve reduce las distancias en el vasto y escasamente poblado Ártico.
En las comunidades inuits son conscientes de este problema y «hay preocupación acerca de que estos conocimientos se vayan a perder o se están perdiendo». En los viajes de Aporta le han contado la historia de dos cazadores veinteañeros que se perdieron en la península de Melville y viajaron 10 días en sentido contrario hasta que un equipo de búsqueda los encontró a punto de morir. Los viejos del lugar estaban alucinados con este hecho, ya que para ellos en el ecosistema hay suficiente información para orientarse.
Los chicos de ahora, «que usan iPhone y computadoras», viven «de otra manera», en un ambiente «donde no se dan las mismas condiciones para aprender como lo hicieron los ancianos». Por eso este pueblo, que siempre ha evitado mapas, «está favoreciendo la documentación». Mientras pasan de la geografía oral a la escrita, el viento Uangnaq seguirá soplando.