El origen de los dichos: Ir de trapillo

30 de septiembre de 2014
30 de septiembre de 2014
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Tu amigo Juan te ha invitado a su fiesta. Tienes con él toda la confianza del mundo. Has tenido un mal día, de esos que te hacen arrugar el morro cuando los recuerdas, y no tienes el cuerpo para farolillos. Abres el armario y sacas los vaqueros desgastados que son tan cómodos como viejos y una camiseta con el cuello dado de sí. Qué más da si la fiesta de Juan es la de su compromiso y estarán sus suegros. Tú has decidido ir de trapillo.

Al menos, esa es la definición que da el DRAE sobre esa expresión: «Con vestido llano y casero». Pero, claro, si le preguntamos a Carrie Bradshaw de Sexo en Nueva York, lo más seguro es que te diga que vas hecha o hecho un mamarracho y que no tienes un duro para comprarte un Armani como ‘Dior’ manda.

Pues de divinidades –de las celestiales, no de las glamurosas– va la cosa, cuando buscamos el origen de ir de «ir de trapillo». José María Sbarbi y Luis Montoto ya contaron en su momento que la expresión proviene de una romería madrileña que se celebró en su máximo apogeo en el siglo XVII.

Se trataba de la romería de San Marcos, que tenía lugar el 25 de abril en una ermita del mismo nombre ya desaparecida, ubicada en las cercanías de la Puerta de Fuencarral, entre la glorieta de Alonso Martínez y Quevedo (para que os vayáis situando), según la Wikipedia.

A esta procesión acudían principalmente los artesanos de la zona en gran número. Tan grande que atraía a numerosos mendigos vestidos con sus peores harapos para despertar la caridad de los fieles que acudían a rezar al santo. Claro, que según otras webs, como se hacía ya en primavera, las ropas de los asistentes eran de tela más fina que las recias panas invernales, a las que se llamaba trapilllos.

Fueran prêt-à-porter primaveral, fueran harapos, lo cierto es que con el pueblo y los mendigos acabó mezclándose la ociosa gente de la corte.
La nobleza, aburrida como estaba de tocarse el moño a todas horas, al ver la cantidad de populacho que acudía a la procesión, pensaba que aquello debía ser un espectáculo digno de verse; agarraba sus carruajes y se plantaba allí para ver el ambiente.

Debía parecerles divertido eso de mezclarse con la plebe y vestirse –o intentarlo– como ellos, con trajes desgastados y baratos para tratar de pasar desapercibidos mientras se echaban unas risas sobre la forma de vida de quienes tenían infinitamente menos que ellos. Tal es así, que la romería acabó más de una vez en auténticas trifulcas, de esas de navajas en mano y otras violencias, debido a las provocaciones y burlas de los más pudientes hacia los más humildes.

La cuestión es que cuando la devoción y el culto cristiano originarios de la peregrinación a San Marcos desaparecieron, quedó solo en una romería a la que se iba a comer y presumir de modelos. De ahí la expresión de la época que decía que los nobles iban a ver el trapo y los plebeyos, a orearlo.

Claro, que si nos quedamos con la versión del disfraz de pobre, más de uno que presumía de recio abolengo tuvo que resignarse a vestir en lugar de en Versace, en el Zara de la época. Y para disimular su venida a menos y alejar –sin éxito– comentarios maliciosos sobre su paupérrima economía, solía decir aquello de «hoy voy de trapillo».

A los bienintencionados podrían engañar. Pero a Carrie Bradshaw, ni de coña.

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