‘Job hopping’: trabajadores fugitivos y el temor a una ‘vida hecha’

job hopping

Duran pocos meses en cada puesto de trabajo. Viven en ciclos de ilusiones y desencantos. Con el tiempo asimilan que no les parieron para permanecer largas temporadas en un solo ecosistema. Y lo celebran; lo temen.

Estabilidad no es sinónimo de tranquilidad o paz. Ellos lo saben. Sus currículums son como las páginas del pasaporte de un fugitivo internacional, cada nuevo sello es un salto de frontera: un abandono consumado y, a la vez, la inauguración de un camino que acabarán, también, abandonando.

Se escurren voluntariamente de sus puestos, incluso migran a otros oficios. En este caso, no lo hacen por el pésimo estado de un mercado laboral incompatible con una vida estable; su cuerpo los empuja.

Los anglosajones acuñaron el término job hopping para definirlos. El estudio Why top young managers are in a nonstop job hunt, recogido por el diario Expansión en 2017, arrojaba que los milenials aguantan una media de dos años en una empresa antes de marcharse y que viven en una permanente búsqueda de empleo.

¿Qué les motiva? ¿Están de acuerdo consigo mismos? ¿Sienten más bienestar o frustración? ¿Las empresas valoran su promiscuidad o sospechan de ella?

La búsqueda, ese vicio

Dani Torrente, de 30 años, estudiaba Arquitectura. Las vigas de su vocación empezaron a resquebrajarse y en el cuarto año le hizo ojitos al diseño gráfico. «Empecé a dedicar más horas al diseño que a la arquitectura y a buscar cursos, posgrados, másteres para cambiar mi rumbo profesional», recuerda.

Entró en una empresa de eventos en calidad de diseñador. A los dos años recapacitó. Notaba que había dejado de aprender, se sentía cómodo; no le suponía un esfuerzo. Ahora le apetecía la publicidad creativa. Dejó su trabajo para entrar de becario en una agencia. Se quedó diez meses. La empresa abrió un ERE y lo largaron; esto sí fue contra su voluntad. Entró en otra agencia: un año y nueve meses. Buscaba, de nuevo, la sensación de desafío.

Luis Méndez (pseudónimo), 34 años, considera que la vida del currante fugitivo es compleja y entraña dificultades, pero no se arrepiente de las estelas en la mar que ha ido dejando. Esboza una reflexión a modo de microcuento biográfico: «Me considero afortunado de que, habiendo mandado a tomar por culo a todo el mundo (bueno, a quienes lo merecían), pueda comer y no lavarme el pelo con Fairy».

«Llega un momento en que me aburro de un trabajo, me agobio, me deja de estimular, y no solo cambio de puesto, sino de gremio», cuenta. Estudió Historia y se marchó a México con una beca de doctorado: «En un año dije: “qué coñazo, estar siempre encerrado en una biblioteca”». Entonces se echó a las tablas, hizo pinitos como actor: obras de teatro, anuncios, apariciones en alguna serie. «Empecé a ver que era incierto y azaroso; los actores podían tener una buena temporada y luego mucho tiempo en que casi pasaban hambre».

Tras otros escarceos con distintos menesteres, se metió a periodista: «Esto sí, es muy aventurero, siempre he flipado al leer a Hemingway, a Orwell…», pensó. Volvió a España y trabajó en la redacción de un gran medio. No lo soportaba: el ambiente, los jefes… Regresó a México, también como plumilla, y se incorporó a otra redacción: «Me aburría, salía con dolor de cabeza de mirar los ordenadores». Se vistió de freelance y lo disfrutó un tiempo, hasta que lo dejó para escribir novelas. «Ahora, tras diez años, me vuelve a interesar el doctorado. Fíjate, qué tumbos».

Detonantes

Las motivaciones que bullen dentro de cada trabajador saltamontes difieren. Tito Ruiz, un profesional del sector de la hostelería que en los últimos seis años no ha permanecido más de nueve meses en un mismo puesto, analiza siempre el equilibrio entre aprendizaje, excelencia, valor añadido y salario. Esta combinatoria variable lo llevó a sumarse a la plantilla de un restaurante con estrella Michelín a pesar de la baja remuneración.  

Dani Torrente (el arquitecto-diseñador-publicista) pondera unos parámetros más emocionales, orientados a la búsqueda de sentido: «Necesito que un trabajo me guste y me llene, pero soy consciente de que lo que me llena ahora, en dos años puede dejar de hacerlo. Busco un lugar comprometido, que tenga buenos valores y aporte algo más allá del objetivo de ganar dinero; que te haga sentirte orgulloso».

Sin embargo, a Méndez, el ecléctico que escapó del champú-Fairy, parece guiarle la posibilidad de combinar el desahogo y el esparcimiento con el trotamundismo, la exploración y el aprendizaje cultural y literario.

La semilla del hastío

Tito Ruiz resume el momento de iluminación: «En casi todos los casos, el cambio ha sido así: de pronto descubría algún proyecto por ahí y empezaba a encapricharme. «Me gustaría estar ahí, y no aquí donde estoy, que me gusta pero…»; me buscaba excusas. Aunque tuviera un buen equipo, pensaba en que no me llevaba bien con alguien en concreto, o me cuestionaba mi salario».

El desencanto primero se siente; luego se racionaliza. Así le ocurre a Torrente: «Me sucede antes de ser consciente. Hay dos situaciones que se repiten: fuera de horario, empiezo a buscar proyectos propios en los que implicarme, o a hacer más deporte del habitual». Son el toque de atención. En ese instante concluye que el trabajo es el culpable de ese vacío que intenta colmar con otras actividades: «Reflexiono y veo que debo encontrar otro empleo».

Torrente reconoce que le da miedo su espíritu itinerante, su necesidad de funcionar replicándose a sí mismo y escapando de los remansos de comodidad. «No veo en qué momento voy a dejar de plantearme seguir haciendo cursos, postgrados…», confiesa. «Puede ser algo problemático, e incluso generar frustración. La percepción que se tiene de la vida profesional es que siempre debe mejorar de forma lineal o exponencial y no se aceptan los altibajos. Eso te hace sentir incomprendido. De joven no se ven tantos inconvenientes, pero imagínate con 50 años, teniendo una familia».

¿Valor añadido en el currículum o motivo de desconfianza?

Un currículum gordo, con lomos y del tamaño de una novela decimonónica implica riesgos. Depende de la apertura de lentes de cada responsable de recursos humanos. La frontera entre la pasión por el aprendizaje y la inestabilidad profesional se discierne con dificultad en el papel.

A Tito Ruiz le ha beneficiado: «Me llamaban y me comentaban que, viendo mi currículum, sabían que era una persona inquieta y que confiaban en que pudiera levantar el negocio. El valor añadido de la experiencia les compensaba, aunque sabían que yo, a los meses, iba a salir de allí», relata. «Ha habido buenas propuestas para ser metre de algún hotel, pero han visto el currículum y me han dicho que necesitaban alguien estable. Y yo les he dicho: “Vale, perfecto, pues buscaos a otro”», ríe.    

El historial laboral, al final (cuando se construye por voluntad y no por precariedad), no es más que un espejo, una muestra, en parte fidedigna, de las predisposiciones profesionales y vitales de una persona.

No obstante, la posibilidad de quedarse perdido en el arcén siempre acecha. A Méndez le frustra haber escrito en grandes periódicos y revistas en el extranjero y que eso no constituya un aval para desarrollarse en España. «Como estás tantos años fuera, vuelves aquí y no te conoce ni Cristo; ya puedes mandar tus links… Prefieren contratar al becario que lleva tres años haciéndoles la pelota», lamenta.

La sombra acecha, pero los fugitivos como Méndez siempre tiran al monte: «Mucha gente me dice que haga oposiciones a profesor, y yo digo, qué bonito, el temario me gusta. Pero luego me imagino en un curro día a día, siempre lo mismo, los mismos horarios y rutinas… No tendría libertad».

 

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Patrick Thomas

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