Perdonadme, porque voy a hablar sobre Dios (sin ser yo nada de eso) y lo voy a hacer con un trazo bastante gordo. Me voy a equivocar en cosas. Ser Dios es un género del videojuego que se inventó Peter Molyneux, ese ‘mad doctor’ del que hablábamos la semana pasada, en 1989 con Populous y con su secuela, Populous II: Trials of the Olympian Gods. El éxito de Molyneux, la razón por la que ahora puede permitirse orinar fuera del tiesto y creerse Hacedor de Dioses, es la forma en que tradujo las cualidades de un El-Shaddai cualquiera al lenguaje de los videojuegos. Y, por si fuera poco, lo hizo con un diseño y unas mecánicas que miraban por encima del hombro a los videojuegos de estrategia de la época.
En Populous, el puntero del ratón es nuestro dedo divino para utilizar tres características fundamentales de Dios: la omnipotencia, la omnipresencia y la omnisciencia. Tal vez me dejo alguna otra omnicualidad sin mencionar, vuelvo a pedir disculpas.
La omnisciencia y la omnipresencia son algo que ya existía en los juegos estratégicos de los ochenta y que es herencia directa de los juegos de tablero: observamos el mundo al completo desde un punto de vista superior, podemos ver todo lo que sucede en él o todo lo que cabe en la pantalla, y actuar sobre cualquier punto.
En muchos juegos del género que han venido después ha desaparecido esta habilidad divina colocando una niebla oscura que esconde los lugares que los soldados del jugador no han visitado y que no muestra qué sucede en las zonas del mapa donde no tiene tropas. Vemos por los ojos de nuestros guerreros, no por los nuestros. Esa es una de las grandes diferencias entre tratar al usuario como el comandante de un ejército y tratarlo como un Dios.
La omnipotencia se traduce otorgándole al puntero del ratón un buen catálogo de locos poderes bíblicos: elevar y rebajar el terreno, elegir representantes terrenales, borrar a los incircuncisos, crear tornados de fuego y arrasar países enteros con su ira (y terremotos). Lo típico. Y aquí viene, en mi opinión, uno de los detalles más brillantes en la mecánica de Populous: estos poderes intervienen sobre la naturaleza, pero no sobre la voluntad de los humanos. Puedes enriquecerlos, darles poder, ayudarlos a multiplicarse y a matar a sus enemigos, incluso puedes destrozar la tierra donde se asientan los infieles, pero no puedes obligarles a hacer nada. En Populous hay libre albedrío. Tus poderes como Dios existen como regalo o como castigo, pero nunca como orden ineludible para tu rebaño de ‘sims’. No puedes hacer click sobre ellos y decirles directamente qué tienen que hacer. Eso también es cosa de mandos militares, no de dioses.
Unos años después, el propio Molyneux le dio un giro retorcido al género que él mismo había inventado y lo cruzó con la estrategia en tiempo real. Ese hijo bastardo se llama Dungeon Keeper y es uno de los juegos fetiche del que firma esto. Dungeon Keeper es un Populous invertido que reemplaza a Dios por el amo de una mazmorra y repite el planteamiento del puntero del ratón convertido en la mano del todopoderoso. Pero aquí es literal: puntero es una mano con el que manoseamos nuestro oro, agarramos a nuestros súbditos, los azotamos y los tiramos donde sea.
Las criaturas subordinadas de Dungeon Keeper se mueven con cierta libertad, como ocurre con los humanos de Populous. Tenemos que confeccionar mazmorras apetecibles para las criaturas para que se instalen, asegurarnos de que tienen comida y de que cobran un salario a final de mes. Si no están contentos con lo que les damos, son libres de irse, pero si no estamos contentos con su rendimiento, podemos hacérselo notar con un par de guantazos. A mí me parece justo. En este caso, como somos el demonio, sí que hay una forma de someter la voluntad de los siervos: poseerlos, ocupar su cuerpo, controlarlos en primera persona. En resumen, en Dungeon Keeper tenemos a mano todos los trucos y mecánicas imaginables para ejercer de jefe hijo de puta tóxico con ínfulas de divinidad. Una maravilla.
El siguiente salto evolutivo del género que impulsó Molinete apareció en Black & White, que reunía aspectos de las dos franquicias anteriores, pero que no voy a comentar porque lo conozco poco. La cosa es que en todos estos títulos que he mencionado hasta ahora hay algo común: la violencia. Todas esas cosas celestiales chulis se hacen porque hay enemigos que aplastar, hay religiones impuras que erradicar, hay héroes a los que expulsar de la mazmorra.
Por eso Reus, un juego indie que salió a la venta el pasado 16 de mayo, ha sido una pequeña sorpresa. Repite muchas de las mecánicas sagradas que he enumerado antes (libre albedrío, castigos, alteración de la naturaleza, etc) e inventa algunas nuevas muy interesantes. Por ejemplo, no encarnamos a un dios, sino que controlamos a cuatro al mismo tiempo en tercera persona. Cada uno de un elemento diferente, que incrementan sus poderes cuando los humanos los adoran. Combinando bien las habilidades de los cuatro titanes, los pueblos crecen, se enriquecen y viven felices. Y también podemos ‘escacharlos’ como cucarachas si se portan mal o si se nos pone en el ‘fistro’. Pero lo de ser felices, lo principal.
Y ya. La meta es esa: conseguir que las aldeas prosperen lo máximo posible durante los treinta minutos, la hora o las dos horas que puede durar una partida. La guerra no es un objetivo, sino un mal a evitar, una consecuencia grave de la avaricia del hombre que brota cuando un pueblo se lucra más de la cuenta. Ese es el gran mérito de Reus y también el motivo por el que a muchos les parecerá un tostón de proporciones veterotestamentarias: no hay competición, solo hay creación. Es el simulador de la idea más pura de un dios.