Quizá tú seas de aquellos que frente al Ulises de Joyce o frente a El Quijote o En busca del tiempo perdido sufren los mismos síntomas que provoca la mosca tse-tse. O lo que es lo mismo, les resulta aburrido enfrentarse a una obra de cuatrocientas, de seiscientas o de mil doscientas páginas.
Esto no sería un problema de no ser porque la mayor parte de las obras universales – no solo de la literatura, también del cine, por ejemplo- anteriores a la década de los 50 del siglo pasado suelen resultarnos demasiado extensas y tediosas. Como decía uno de mis profesores de literatura: «Es que cuando las escribieron, no había televisión». Ni Facebook, añado yo.
Sinceramente, lo entiendo. A mí no me dan miedo los grandes volúmenes, pero reconozco lo incómodo y tedioso de sumergirse en ellos. Hace algún tiempo comencé a leer En busca del tiempo perdido. Yo suelo leer, como casi todos los que vivimos en una gran ciudad, en el metro y el autobús. Resultó imposible. Así que ahí tengo sus siete volúmenes cogiendo polvo en una estantería a la espera de que me despidan del trabajo o de una larga convalecencia que me permita disponer del tiempo necesario.
Pero, claro, si nos asusta enfrentarnos a una obra literaria de semejante envergadura, ¿por qué todos los best sellers tienen un mínimo de cuatrocientas páginas? Está claro que ni la industria editorial ni el tipo de autores que manufacturan esos productos son bobos. Por esa razón es complicado encontrar a un Dan Brown o una J.K. Rowlling que incluyan en sus obras capítulos de más de diez o doce páginas. O lo que es lo mismo, capítulos que duren más de dos estaciones de metro. Otro tanto se puede decir de las series de televisión que, para muchos, son lo que ya no es el cine: larguísimas películas de trama muy compleja, pero presentadas en cómodas píldoras de cuarenta y cinco minutos.
Por afición hacia la literatura o por deformación profesional he partido del ejemplo de los libros, pero en realidad – y es a donde quiero llegar- lo breve siempre tiene las de ganar.
Por algo vivimos el auge del género micro. Microteatro, microrrelato, micropoesía mezclan dos conceptos exitosos que parecen ser el futuro: la brevedad y el low cost.
Brevedad porque carecemos de tiempo o de ganas como para concentrarnos en cualquier cosa más allá de lo puramente productivo. Advierto que en nuestra sociedad lo productivo no es solo lo netamente laboral, sino también el ocio. Del mismo modo que trabajar es más un deber económico que una necesidad social, divertirse, desconectar, despejarse, salir… se ha convertido tanto en necesidad como en deber de todo buen ciudadano de la Metrópoli del consumismo.
Brevedad también porque nuestro trabajo y nuestro ocio deben ser muy diversos: hay que dedicarles mucho tiempo a ambos, pero habitualmente el ocio hay que diversificarlo más que el trabajo. Cine, redes sociales, amigos, deportes, viajes, música… Todo corre demasiado deprisa y todo se queda obsoleto en muy poco tiempo. Por ese motivo buscamos un ocio que debe ser de rápida digestión y además a bajo precio. Y de ahí el low cost.
Cualquiera que pretenda tener éxito comercial, cualquiera que pretenda calar en el público debe seguir esas dos premisas. Es lo que nos ha enseñado la sociedad de consumo, es lo que predica la publicidad como profeta de la misma, son los únicos dos mandamientos de la religión de la Cultura Pop.
Es también uno de los motivos de la rapidez con la que se extienden los virales. Al margen de cuál sea la índole de estos, requieren poco tiempo y poca atención, además de un coste bajísimo para nosotros que servimos de vector en la propagación de los mismos.
Pero ser breve no tiene por qué ser negativo. Puede ser un valor o un excelente ejercicio para la creatividad en el sentido en que desarrolla la capacidad de síntesis. Por otro lado también excluye a aquellos que quieran plantear discursos complejos que no se puedan atener a formatos reducidos. Del mismo modo que el low cost destierra a todo aquel que pretenda comunicar algo que requiera un alto coste de producción. Valga esto para cualquier disciplina y cualquier medio, desde la literatura a la música o desde la publicidad a las artes plásticas. Es en cierto modo una sublimación de la filosofía Punk o del DIY de los 90 dentro de la sociedad de consumo 3.0 en la que vivimos.
Yo, como autor, pretendo siempre reducir al máximo la extensión de mis trabajos. Y si aquí me extiendo más, es porque creo en la premisa de esta revista: slow culture.
Rara vez he escrito un poema de más de una página. Lo hago porque sé que el lector o el público que asiste a las lecturas pierde rápidamente la atención. En cierto modo es una imposición del receptor, pero también es necesario adaptarse a lo que requiere aquel a quien va dirigido el mensaje cuando pretendes comunicar algo.
Comenzaba este artículo poniendo como ejemplo obras literarias que hoy consideramos fundamentales. Tengo claro que en esas obras, en muchas otras anteriores a nuestra época, existe a veces un exceso en el discurso, en la adjetivación, en la descripción…
Pero me pregunto (y sé que puede ser una pregunta absurda): ¿seremos capaces de transmitir todo lo que sucede en nuestro tiempo en tan solo ciento cuarenta caracteres? ¿O serán las obras de nuestro tiempo que leguemos al futuro simples mensajes virales?
Quizá lo que leguemos sea el mensaje del que habla Zygmunt Bauman, que nuestra vida es líquida, nuestra cultura también. Fluye, aparece, desaparece, se nos escapa de las manos y al final, poco a poco, se va evaporando.