La caducidad de las imágenes

Imaginemos que Duchamp jamás hubiera expuesto su Fountain en Nueva York. O que Warhol no hubiera presentado sus cajas Brillo como un objeto artístico. Imaginemos una historia distópica en la que todo hubiera seguido su curso tal y como lo conocemos hoy día. Todos los acontecimientos sociales, políticos, culturales… Todo lo demás hubiera sucedido en su momento y en su lugar. Todo, salvo eso. Si hoy mismo un artista cualquiera confeccionase una Fuente o unas cajas de esponjas de aluminio y pretendiese trascender gracias a eso -citando a Faemino y Cansado- se comerían la mierda.
Lo más probable es que no alcanzasen repercusión ninguna más allá de su círculo de amigos, su familia y sus contactos de facebook. En un golpe de suerte, algún despistado que visitase la muestra publicaría una foto en Instagram que llegaría a los cincuenta o sesenta likes. Cincuenta o sesenta personas, seguramente, en diferentes puntos del planeta que, durante unos segundos, indiferentemente, han prestado atención a algo que, fuera de esta distopía, se considera un hito visual de la modernidad. Poco más.
Ahora intentemos trasladar a nuestro tiempo el shock visual que sufrieron los miembros del consejo del Museo de Nueva York en 1917 cuando la obra de Duchamp les fue presentada. ¿Qué deberíamos ver hoy para quedar así de perplejos? ¿Qué imagen tiene que aparecer en la pantalla de tu portátil para que surja en ti la duda, la conmoción o el debate?
Reconozco que hace unas semanas hubo un par de imágenes que me impactaron bastante. Acababa de levantarme y como casi todos los días encendí el ordenador antes de prepararme el desayuno. Suelo hacerlo para leer la prensa y perder el tiempo entre blogs, periódicos y redes sociales.
El caso es que entre las noticias de aquel día encontré dos imágenes que me descolocaron para el resto de la semana: una de ellas era del linchamiento y posterior quema en vida de dos supuestos violadores en México; la otra, la de un perro escaldado vivo en un matadero de canes en China.
Estos dos fragmentos de la realidad consiguieron lo que no ha conseguido nunca una obra de arte contemporáneo: conmocionarme a través de la pantalla de un ordenador, desde decenas de miles de kilómetros de distancia hasta el punto de no poder sacar esas imágenes de mi cabeza. Descolocarme.
A ver, no trato con esto de repetir aquello de que «el arte contemporáneo ha muerto» ni mucho menos. Si es así, ni se me ocurriría escribir sobre eso, porque creo que no estoy capacitado para ello. De lo que hablo es algo mucho más prosáico, que está sucediendo en nuestras casas todos los días, algo para lo que no tengo respuesta y que quizá por eso, resulta mucho más inquietante.
Volvamos a mi portátil y a aquellas dos imágenes. Cómo decía esas dos fotos me persiguieron durante una semana, pero solo durante una semana. Y después, como si de archivos temporales se tratase, se diluyeron.
Traté de volver a buscarlas, las encontré, las volví a ver… Pero ya no sucedía lo mismo. No causaban la misma impresión en mi.
Es evidente que sufrimos un exceso de información, que debemos responder cada día a miles de estímulos visuales de todo tipo. Pero no creo que ese sea el problema, al contrario. Creo que, en ese sentido, somos afortunados del tiempo en que vivimos y de poder tener acceso a las imágenes de cualquier autor o autora se encuentre en el lugar del mundo que se encuentre.
¿Qué nos ha pasado en estos últimos cien años? ¿Por qué hemos perdido la capacidad de sorprendernos con lo visual? Digo lo visual porque es obvio que perdimos hace mucho tiempo esa capacidad hacia lo auditivo en primer lugar y hacia lo lingüístico después. Y quizá sea ese el origen del problema.
Sé sincero, ¿serías capaz de cantar treinta segundos seguidos de una melodía que conozcas? Si la respuesta es no, me estás dando la razón y has perdido la capacidad memorística sobre lo netamente auditivo. Lo mismo te sucede con lo lingüístico si no puedes recordar ningún pasaje de un libro.
¿Perderemos algún día la capacidad memorística sobre lo visual? Puede que así sea, y que la cultura de los buscadores de internet, de las redes sociales, nos esté ayudando a ello.
Aunque quizá desde un punto de vista menos apocalíptico, simplemente hemos conseguido reducir la fecha de caducidad de las imágenes que consumimos y volvemos mainstream en poco tiempo todo lo que nos ha conmocionado momentos antes.
En cualquier caso, llegados a este punto, me alegro de que Duchamp y Warhol no hayan tenido que vivir estos tiempos.
Y también confío en que nuestros cerebros no se hayan convertido en discos duros, en memorias USB con limpieza programada. El tiempo nos dará la razón, y si no nos la da, quizá ya no nos importe porque no nos acordaremos.

No te pierdas...