Leer es un acto de evasión al que recurrimos para distraer la mente y viajar a otros lugares sin movernos del asiento. Este tópico en torno a la lectura deja de serlo cuando hablamos de leer en una prisión siendo reclusos. De ahí que la fiesta de lectura silenciosa organizada por la ONG Solidarios para el Desarrollo junto con Soy de la Cuesta, como uno de los eventos que la asociación de libreros de la Cuesta de Moyano de Madrid organizaba para celebrar su Book Friday —el contrapeso lector del Black Friday— el pasado 28 de noviembre, se convirtiera en un encuentro lector muy especial al que bautizaron como La cárcel lee.
Una fiesta de lectura silenciosa es una invitación a leer en comunidad y en silencio. Eso mismo se explicó a los reclusos invitados a participar en esta que se llevó a cabo en tres centros penitenciarios —Madrid III (Valdemoro), Madrid V (Soto del Real) y Sevilla I—, a quienes solo se les impuso una única condición: debían acudir con un libro, daba igual el género: novela, ensayo, poesía, autoayuda… todo cabía. A la que estábamos acreditados para asistir tuvo lugar en el de Valdemoro.
La llegada
Para acceder al interior de Madrid III deben pasarse primero distintos controles de seguridad. Imposible evitar que el imaginario que el cine nos ha grabado a fuego no venga a la cabeza cuando escuchas abrirse y cerrarse automáticamente las puertas de acceso a la galería que conduce al Aula de Cultura y al salón de actos donde los voluntarios de Solidarios llevan a cabo sus actividades con los presos. Esas puertas marcan una frontera poderosa entre lo que hay dentro y lo que queda en el exterior, dos mundos que se desarrollan paralelamente sin que, al menos uno de ellos (el de fuera), sepa qué ocurre en el otro.
Pocos minutos después de la hora marcada como inicio comienzan a llegar los reclusos que participarán en la fiesta de lectura silenciosa. Se ha invitado a 50, y acuden 46, todos con su libro en la mano. Saben que habrá dos periodistas cubriendo el evento, y los más curiosos empiezan a buscarnos con la mirada. «¿Nos vas a hacer una foto?», pregunta uno de ellos a mi compañero, que ha asistido con su cámara. «Pero solo de tus manos o sacándote de espaldas», le avisa el periodista. «No está permitido mostrar vuestras caras». El preso, un joven latino, parece decepcionado. «Pero si yo quiero salir…», insiste sonriendo. No es posible, le confirmamos.

Mientras se van acomodando en sus asientos, algunos se acercan a nosotros para mostrarnos el libro que han traído y que están leyendo. «Este me está gustando mucho», nos señala uno de ellos. Está leyendo Miedo, de Care Santos. «Es una serie, ¿sabes? Yo ya me he leído todos estos», afirma, mientras muestra los títulos que componen la saga que aparecen en la solapa de una de las cubiertas. «Yo estoy con este», se apresura a intervenir su compañero. Yantra, espiritualidad y sexo, de Osho, es su elegido.
Detrás de ellos se han sentado tres reclusos que acaban de acceder al salón de actos. Son muy jóvenes, mucho, y se muestran curiosos y sonrientes, aunque afirman no saber muy bien a qué vienen. Uno de ellos se confiesa un lector empedernido. «Yo leo siempre, a todas horas. Incluso cuando estamos en la sala donde vemos la tele. Yo ya no veo la tele, ¿sabes? Prefiero leer». Nos muestra tímidamente el título del libro que ha elegido, pero lo esconde tan rápido que no terminamos de leerlo. «Es una novela romántica», nos dice, su género favorito. Lleva ya más de la mitad leída. «Puedo leer hasta un libro en cuatro días. Como mucho, una semana», asegura con orgullo.
Qué significa leer en prisión
La experiencia lectora, suponemos, no debe ser igual cuando se está preso. El tiempo allí transcurre de otra manera y la situación vital por la que atraviesan los reclusos da un valor diferente al acto de leer.
Un interno es el que se encarga de gestionar la biblioteca, en la que hay muchísimos más libros de los que se puede imaginar en sus estanterías. Hay tantos, nos confirma el director del centro penitenciario, que ya no pueden recibir ninguno más en donación y se han visto obligados a crear pequeñas sucursales bibliotecarias en los módulos.
Los presos no pueden acceder a la biblioteca libremente. En cada uno de esos módulos hay un encargado de recoger las instancias en las que los reos indican el libro que quieren leer (y que escogen de un catálogo), y de repartirlos después. Solo ellos pueden subir a la biblioteca, donde encuentran obras de todos los géneros y en diversos idiomas. Incluso material de consulta para aquellos que han decidido formarse durante su estancia penitenciaria.
«La lectura ocupa tiempo y la mente se libera. Es un espacio agradable porque aquí el tiempo pesa mucho», explica Paco (nombre ficticio), otro de los reclusos que participa en la fiesta de lectura silenciosa, acompañado de su amigo Carlos (también nombre ficticio), que, nos cuenta, fue el que le introdujo más en la lectura. Para ambos, leer tiene otro plus: les permite aislarse de lo que ocurre a su alrededor y así evitar conflictos. Por lo general, les suelen respetar sus momentos de lectura, aunque reconocen que en determinados módulos un lector es un bicho raro que llama demasiado la atención y les obliga a poner límites con otros reclusos.

A Paco le gusta la poesía y los romances. También la novela. Recuerda haber leído Tú no matarás, de Julia Navarro, y las descripciones que la autora hace de la plaza de Ópera en el Madrid de 1938 le hicieron viajar en el tiempo. Carlos, por su parte, prefiere los «libros más descriptivos, porque luego puedo ir a esos lugares. Y cuando salga de aquí, si llego a ir, podré decir “Esto yo ya lo he visto”».
Paco está leyendo un libro de Megan Maxwell. «Está muy bien —nos dice—. Me lo recomendó un compañero, que le había gustado mucho, y mira, yo ya lo estoy acabando». Carlos sonríe mientras nos escucha hablar. «Para mí leer es algo liberador. Se conoce mucho leyendo sin necesidad de estar en ese sitio sobre el que lees. Yo lo consigo gracias a este libro», y nos muestra la cubierta: Viajes imaginarios para la mejora vital. Dinámicas para desarrollar una perspectiva optimista de la existencia, de Klaus W. Vopel.
Para Carlos, ese libro es casi una biblia que le acompaña continuamente. Con él, nos explica, ha aprendido a viajar con la imaginación. «A través de diferentes ejercicios, te enseña a tocar con la imaginación, a oler con ella, con tus sentidos. Y luego te hace imaginar con todos juntos. Y la última parte es sanación. Es una experiencia bonita».

Carlos tiene un suave acento argentino. Estando en prisión cumpliendo su condena, le comunicaron la muerte de su madre en su país natal, una experiencia dolorosa que, con lo que aprendió en ese libro, consiguió transformar en algo luminoso. Siguiendo lo aprendido en esas páginas, su imaginación voló hasta Argentina y se vio junto a su madre poco antes de fallecer para despedirse de ella. Así de poderoso puede ser un libro.
A él le gusta decir que las personas somos libros andantes porque cada uno tenemos nuestras historias. Y, como escuchó una vez en el culto evangelista que practica, cada uno de esos libros humanos puede convertirse en el libro en el que otros aprendan a leer, y del que puedan obtener una enseñanza. Una metáfora poderosa que habla del poder transformador que puede tener un acto tan aparentemente insignificante como leer un libro.
Los comienzos de un libro
Toca guardar silencio. En el escenario, Corina, una de las voluntarias de Solidarios y organizadora de esa fiesta de lectura silenciosa, da la bienvenida y presenta a Helena Mariño, la encargada de dirigir la actividad. Helena es poeta y traductora, y no es el primer evento cultural que realiza en una prisión. Ya lo hizo en una cárcel de mujeres en Estados Unidos, pero estar hoy en una prisión española solo para hombres es otro rollo, nos dice antes de intervenir.
Helena no deja de sonreír y se mueve con naturalidad por el recinto. Ni siquiera el pequeño problema técnico que ha sufrido le arruina la sonrisa y la ilusión de llevar a cabo esta fiesta (no se ha descargado bien en su ordenador la playlist que traía preparada para amenizar los minutos de silencio en los que tendrán que leer los asistentes y ahora es imposible hacerlo; en la prisión no hay conexión de internet). «Bueno, no pasa nada. Así es una fiesta de lectura silenciosa más silenciosa», bromea.
Tampoco es la primera en la que participa como maestra de ceremonias para Soy de la Cuesta; el año anterior fue ella la encargada de animar el After Lector, una matiné de lectura que tuvo lugar también durante el Book Friday de 2024.
Tras presentarse, Mariño explica brevemente a los asistentes en qué va a consistir la actividad. Y comienza el primer ejercicio. «El inicio de un taller de lectura se parece al inicio de un libro», muestra proyectada en la pantalla grande al fondo del escenario. «Vamos a hablar de cómo empiezan los libros», les comenta. Y, acto seguido, proyecta los primeros párrafos de tres obras que ella ha seleccionado: Bonsái, de Alejandro Zambra; Las chicas, de Emma Cline, y Los peligros de fumar en la cama, de Mariana Enríquez.

Ahora les toca a ellos, avisa, y les invita a juntarse en pequeños grupos, durante cinco minutos, para que se lean unos a otros el primer párrafo con el que comienzan sus respectivos libros y lo comenten. El silencio que ha imperado hasta entonces se llena de murmullos, y de vez en cuando, se escucha a alguno de ellos, con voz más potente, leer a sus compañeros lo que tiene delante.
Acabados los cinco minutos, Helena pide tres voluntarios para salir al escenario a leer su párrafo. Tras unos instantes de timidez, sale el primero, que rompe el hielo. «El Madrid castizo…», recita con voz rasgada, difícil de entender, y al concluir le preguntan por el título de la obra. Ha elegido una biografía y antología de José Hierro, un poeta que también experimentó la dura vivencia de la prisión. Quizá por eso aquel recluso se haya sentido identificado con él.
A Las trampas del miedo, de Daniel Habif, corresponde el primer párrafo que lee en alto el segundo voluntario. Y, por último, el tercero, el joven lector devorador de libros con el que estuvimos hablando antes de comenzar. Te espero en el fin del mundo, de Andrea Longarela, es el título que no nos había dado tiempo a leer y del que ha leído su primera frase.
Y con el silencio empieza la fiesta
Helena da paso ahora a la segunda actividad programada para esta fiesta de lectura silenciosa. Es un juego, Blackout Poetry (poesía de borrador) que consiste en elegir palabras, frases o párrafos al azar de la obra que están leyendo, y escribirlas en un folio que Helena ha repartido entre los asistentes. Esas palabras elegidas, les cuenta, forman una obra paralela, diferente y suya. «Es un juego que da materialidad a los libros», les dice, tras mostrarles unos ejemplos de lo que se puede conseguir.
Y tras esa explicación, ahora sí, llega el momento de la verdadera lectura silenciosa que tendrán que hacer durante 20 minutos, mientras escriben en sus folios sus frases elegidas. Todo enmudece una vez más. Corina, de Solidarios, se sorprende del silencio que llena el enorme espacio del salón de actos. «Ni siquiera los sábados en el Club de Lectura conseguimos ese silencio —nos indica—, y eso que allí son 36».
Los participantes leen concentrados y van apuntando en las hojas en blanco aquello que les llama la atención. Han pasado 15 minutos y empieza a escucharse algún murmullo. La atención empieza a decaer en algunos de ellos, menos acostumbrados a estos momentos de calma. Al cumplir los 25 minutos, el murmullo ya es general.

«¿Quién quiere subir a leer lo que ha escrito?», invita de nuevo Helena. Rompe el hielo esta vez el encargado de la biblioteca. Lee palabras sueltas que, explica a sus compañeros, son el resumen de la página y media que ha leído en modo lectura rápida. Tras él, repite el joven lector de novela romántica. Su frase habla de libertad y sus compañeros aplauden. «Venga, no tengáis miedo», les anima a participar mientras baja del escenario para regresar a su asiento, y la invitación tiene éxito. Uno, dos, cuatro, siete… van haciendo fila para leer sus palabras elegidas: «sueños tejidos…», «final triste…», «el mar…», «elefantes de África…». Puede que sean palabras al azar, pero seguramente definan mejor sus inquietudes, sus sueños y sus deseos que ningún informe psicológico.
Paco y Carlos también escriben sus frases favoritas en un cuaderno cuando leen. Es su libro personalizado, explican con cierta timidez. En el suyo, Carlos ha anotado una frase que le hace pensar en su hija: «Aunque tú no lo creas, eres el eslabón del medio que nos une», empieza a leer, pero no puede continuar. Esas palabras le emocionan. «Ana [la voluntaria de Solidarios que dirige el Club de Lectura de los sábados] me dice que se las tengo que enviar a mi hija», explica mientras se recompone. Pero afirma que todavía no es capaz.
Regreso al mundo exterior
Acaba la actividad y Helena se despide de todos ellos. «¡Hasta el viernes que viene!», le gritan desde el patio de butacas. Pero no se repetirá la actividad, al menos no tan pronto. Lo que sí volverá a celebrarse es el Club de Lectura, les recuerda Ana, la voluntaria de Solidarios que dirige esa actividad, antes de dar por concluido el acto. Y lentamente, en orden, mientras comentan la experiencia, van saliendo del salón de actos con sus libros en la mano para regresar a sus módulos.
Nosotros, los visitantes, también nos vamos, aunque en dirección opuesta. Es hora de regresar al mundo exterior que a ellos les está vedado durante el tiempo que cada juez haya estimado en sus condenas. Solo los libros permanecen como el eslabón invisible que une lo de fuera con lo de dentro.






