En el Belmonte de San José hay pocas señales. Sus habitantes son menos de un centenar y todos saben bien dónde está el Ayuntamiento, la única tienda y el único bar. Los que llegan por primera vez a La casa de Belmonte se sirven de las indicaciones de María Ruiz, la cabeza de la iniciativa, para llegar a su «albergue para escritores». Allí continua esa ausencia de señalización. Tampoco es posible pagar con tarjeta de crédito. Ella explica que todo ello responde «a una búsqueda intencionada de vacío».
En el libro de Mark Haddon El curioso incidente del perro a medianoche, el quinceañero Christopher Boone tiene síndrome de Asperger y memoria fotográfica. No puede evitar leer todos los carteles que hay a su alrededor ni atender a todas las señales acústicas o luminosas. Por eso no se encuentra bien en lugares con exceso de información y estímulos. En ocasiones, las personas que viven en las ciudades desarrollan una habilidad para anular el ruido de esos ambientes saturados, pero en otras muchas, dicho ruido dificulta la reflexión y la actividad creativa.
La casa de Belmonte ofrece un refugio rural para aquellos escritores que quieran evadirse por un tiempo de esa vorágine. La capacidad máxima es de cuatro al mismo tiempo: uno en cada planta. El motivo es que para la anfitriona es importante que cada uno tenga su propio espacio. Ese «cuarto propio» de Woolf. También ofrece la posibilidad de alquilar la casa completa, por ejemplo para encuentros creativos.
La decoración es austera, acogedora y funcional. Hay fotocopias enmarcadas de obras de Balthus o David Hokney y muebles sin pretensiones de la startup ecológica española Lufe. Quien busque una casa rural prototípica quizá se sorprenda al encontrar un diseño moderno en algunas de las estancias. Es un lugar con alma, pero su decoración no exagera lo bucólico de forma impostada. También dispone de una bodega con una chimenea y mesas de madera donde María imagina valiosas tertulias literarias en un futuro.
La casa de Belmonte lleva abierta algo más de ocho meses. Alquilarla solo a escritores, de momento, «no es negocio». Pero ella probó a ofertarla al público general y el resultado no la satisfizo: se producían desperfectos en la que considera su casa y eso la hacía sufrir. Prefiere a personas que tengan un proyecto, que vayan allí a trabajar, pasear y estar cómodas. «Que tengan la sensibilidad para entender que es una casa querida. El que llega aquí lo suele apreciar. El que no lo aprecie, no quiero que venga. Con que el dinero me dé para que no se caiga, me conformo. Me aporta otra cosas. Viene gente interesante; es guay».
Algunos escritores prefieren pasar su estancia en soledad, y en esos casos ella es muy prudente. «Uno de los inquilinos se ofreció incluso a regar las flores. Era muy reservado». Otros prefieren, en lugar de aislarse, saber de la zona y bajar al bar para hablar con la gente del pueblo. Sobre todo lo hacen los que permanecen más tiempo. Fue el caso de uno que estaba especialmente interesado en la zona porque estaba escribiendo algo sobre la Guerra Civil, que azotó fuertemente esa región. En una de sus calles, se puede ver un monumento que conmemora la muerte de cuatro niños en 1946 «como consecuencia de un proyectil abandonado de la Guerra Civil».
—Uno de ellos, antes de irse, me dijo: «hoy vino un fantasma».
UN PUEBLO PARA ESCRIBIR
María Ruiz cree que el entorno del pueblo puede ser inspirador para los artistas. Ella a menudo se va al campo a pensar. Cuando vuelve, tiene muchas ideas y las «vomita» sobre el papel.
—¿Tú también escribes? —le pregunto.
—¿Quién no escribe? —responde ella—. Escribir me divierte y me sirve para cambiar cosas que no me gustan: literalizar la realidad es una manera de vivir la vida porque juegas con ella, manejas lo que sucede a tu antojo, algo que a veces incluso sirve de terapia.
Belmonte de San José puede parecer un pueblo cualquiera. Es, en realidad, todos los pueblos de España. El silencio y la inspiración que potencialmente aporta a los escritores puede encontrarse, sin duda, en otros. Pero este rincón de la llamada «España vacía», entre el Matarraña y el Bajo Aragón, es sin duda un buen ejemplo de lo que pueden ofrecer a la actividad creativa la naturaleza y los pequeños núcleos de población.
«Aquí, el tiempo transcurre de otra manera. Te das cuenta, por ejemplo, de las estaciones del año. Sales al campo y los olores son distintos. Comes cosas con las manos, lo que toque en cada estación. Cada una tiene su producto. Cuatro veces al año cambia todo. La luz es una novedad constante si te fijas».
María, que fabrica su propio jabón y otros productos cosméticos, asegura que no tiene nunca la sensación de «perder el tiempo». «Aquí el tiempo es otra cosa. Entras en otra dimensión de pensamiento. Cuando llega la noche, tengo la sensación de que me ha faltado tiempo».
Ella, que por paradojas de la vida tiene un hijo urbanita que vive en Barcelona y ama Nueva York, se interesó por la naturaleza desde muy pequeña. «Me fijaba en los olores, las ranas, los grillos por la noche…» No cree en modas como la de abrazar árboles, pero sí que concede que la naturaleza, «cuando estás un poco sensible, cuando vas a mirar y fijarte… te regala momentos supermísticos. De algún modo te fundes allí». Su abuelo fue «un empresario y un romántico mecenas de algunos poetas de la época». Esos orígenes justifican la puesta en marcha de un proyecto que une la naturaleza con la cultura.
No echa de menos tener más oferta cultural en el pueblo. Por ejemplo, exposiciones o proyectos de artes escénicas a los que asistir. «Ya lo he hecho en el pasado, y el resto lo llevo en el bolsillo» dice palpando su móvil. «Cada día leo dos libros». Pero tampoco siente aversión a lo cosmopolita. Cuando tiene dinero y visita Barcelona u otra gran ciudad, le gusta ver las tendencias, comer cosas diferentes o visitar las tiendas de cosmética. «Cada vez que voy me quemo la vista. Me gusta ver los novedades, cambios… Pero luego tengo ganas de volver».
Con ella coincide la concejala belga Nele Vanparys, que opina que lo mejor es combinarlo, «ir a la ciudad de vez en cuando. También te puedes agobiar aquí, se agradece salir un poco del pueblo». Ella proviene de una familia de agricultores en Bélgica y conserva allí amigos «de toda la vida», pero para vivir con familia e hijos prefiere España. «Me gusta mucho la mentalidad de la gente de disfrutar de la vida, poder estar fuera…»
María José Rebullida, otra de las concejalas del pueblo, que además es poeta, añade a la tertulia que «se hacen cosas culturales en otros lugares como Matarraña. Por ejemplo, ciclos de escritura negra, encuentros con escritores, festivales…» Pero ella es clara al respecto: «no me gusta tener planes». Su poesía está principalmente basada en «inspiración interna, cosas de la naturaleza, cosas que pasan, la televisión…»
Por los callejones del pueblo hay carteles que explican los puntos más emblemáticos. Algunos de ellos contienen recursos literarios como metáforas o alegorías:
Toda la calle es una escalera descendente desde la Plaza Mayor, como para salir de la Casa de la Villa a escape, sin ser visto. Los primeros escalones tienen la anchura de la calle y luego la escalera se estrecha en un tobogán de peldaños revestidos con cantos rodados.
Ruiz no es la única en el pueblo interesada por la cultura y las humanidades. La Asociación Cultural del pueblo edita una revista anual. En ella hay relatos o poemas escritos por las personas del pueblo. Antes de la pandemia también organizaban encuentros con café y galletas donde se comentaban libros. «Era curioso leer los cuentos de Cortázar, por ejemplo, a mentes limpias, desinformadas, sin prejuicios». También realizan mercados medievales, y Nele, que teletrabaja desde Belmonte, está poniendo en marcha un nuevo taller de cerámica.
En este punto, María Ruiz las dos concejalas charlan sobre la descentralización mientras comen unas longanizas y otros productos de la zona. Están en el porche trasero que la primera pone a disposición de sus huéspedes, con unas hamacas orientadas hacia el monte. María considera a sus vecinos «una familia para lo bueno y para lo malo». Como todo el mundo tiene huerto, «a veces te encuentras colgada de la puerta una bolsa de calabacines, de tomates o de membrillo».
LOS CREADORES DEL PROYECTO
María Ruiz y su pareja no tenían lazos familiares con la localidad turolense. Tampoco se trató de un cambio radical de estilo de vida, dado que ellos ya habían buscado la calma y el contacto con la naturaleza en su residencia anterior en Mallorca. Pero sí que fue, según Jordi Gallén, un «amor a primera vista» con esa aldea que se alzaba en el valle junto al arroyo del Mezquín. Posteriormente, la conexión con sus habitantes no los decepcionó en absoluto. En Belmonte de San José no se sentían forasteros, y por eso establecieron allí su hogar.
«Hemos vivido en mundos de mucha presión», explica Jordi. Él es arquitecto y María ha trabajado muchos años como copy en agencias de publicidad. Ambos han vivido los problemas típicos de las ciudades y buscaban un lugar calmado donde la presión desapareciera. «La gente necesita refugiarse de la agresión que sufre en el trabajo, en la ciudad». A veces, cuando a María «se le acaba el dinero», vuelve a pedir trabajo como redactora publicitaria. Lo que gana le sirve para aguantar un par de años más. «Yo compro tiempo», asegura. «Es carísimo».
Cuando habla, parece que esté contando un cuento. Por ejemplo, cuando relata cómo su pareja se puso a dar saltos para comprobar los cimientos de la casa antes de comprarla. O cuando describe de una forma poética lo que les enamoró de ella: “Hay luz natural. No hay pasillos. No hay recovecos”. O cómo en el suelo reparado, que alterna las baldosas originales anaranjadas con otras más nuevas de color blanco, ella ve «partituras». Uno comprende que quiera que su casa albergue literatura.
María no tiene todavía en sus manos ninguno de los libros que se han escrito en parte en su casa, pero afirma que «será un placer enorme» ver dichas obras. «Ojalá se convierta en una casa mítica para escritores. Yo pongo todo de mi parte. Si no pasa, no pasa. Pero cuando seguro que no pasa nada es cuando estás parado. Hay cierto riesgo, pero con todo lo que he aprendido creo que es una buena inversión».
Imagina que varios escritores coincidan a la vez en el futuro. Que se encuentren en la cocina y charlen si se sienten bien. Que, quizá, terminen el día en la bodega iluminada únicamente por la luz de las velas, hablando de palabras.
Enhorabuena por el artículo. ¡Ojalá probar los encantos de La casa de Belmonte algún día! (¿Tendrán bloqueadores de wi-fi? El enemigo que siempre acecha…)