Hitchcock, Welles, Kubrick, Coppola, Fellini: artistas de gran talento y gran apetito. ¿Podría ser que un gusto por la buena mesa se traduzca en una habilidad para crear escenas cinematográficas que deleiten más allá del oído y la vista? Quizá, porque como reza el dicho, somos lo que comemos.
Estos directores comparten más que una gran talla física; han dejado una huella imborrable en generaciones de cineastas a través de obras que comparten rasgos comunes:
- Tienen ambiciones estéticas y narrativas.
- Son cineastas visionarios que nunca temieron romper las normas.
- Son expertos en composición visual, con la creación de planos que deleitan más allá de la vista, alcanzando incluso el olfato y el tacto.
- Usan colores vibrantes, con la excepción de Welles, para quien el color distraía la interpretación de los actores.
- Son meticulosos en todos los oficios cinematográficos, desde la dirección de arte hasta el vestuario.
- Son maestros del ritmo y la edición, logrando secuencias que fluyen como una cena bien orquestada.
Por lo tanto, no debería sorprendernos que la comida sea un tema recurrente en sus entrevistas y en sus películas, o incluso en sus actividades empresariales, como en el caso de Coppola. Cerremos esta introducción, pasemos al primer plato.
ALFRED HITCHCOCK O LA COMIDA COMO FATALIDAD
«Mis películas son trozos de pastel; las películas de otros son trozos de vida», declaró Alfred Hitchcock en distintas entrevistas. Esta afirmación refleja el enfoque hedonista que el director tenía del cine. Es una casualidad que su primera película como director llevara por título El jardín del placer (1925), lo que no deja de ser curioso.
Aunque hubo momentos en los que intentó controlar su peso, era conocida la pasión de Hitchcock por la carne y los vinos franceses. De hecho, el director hizo un guiño humorístico a sus esfuerzos por adelgazar en su película Náufragos: un periódico flotando en el mar mostraba, en un falso anuncio de dieta milagrosa, imágenes de Hitchcock «antes y después» de perder peso. Pero su amor por la buena mesa prevaleció.
Hitchcock reveló a François Truffaut su interés por realizar un documental como «una antología de los alimentos. La llegada de los alimentos a la ciudad. La distribución. La compra. La venta. La cocina. La acción de comer» (El cine según Hitchcock. Alianza Editorial. 1974. Pág. 280).
El director de Los pájaros nunca materializó su homenaje al ciclo de los alimentos, pero su relación de amor y aversión a la comida se manifestó en numerosas películas.
Su aversión a la comida queda patente en cómo alimentos aparentemente inofensivos pueden esconder un peligro mortal, como un vaso de leche en Sospecha, un plato de verduras en Sabotaje, o incluso un guiso de verduras que se convierte en arma en Cortina rasgada.
Las cenas familiares o sociales, como en Chantaje, La sombra de una duda y La soga, alcanzan niveles de tensión que rivalizan con las más incómodas Nochebuenas españolas, especialmente cuando el crimen empaña la atmósfera.
En Psicosis, un modesto sándwich no logra aliviar la inquietud que produce comer rodeado de aves disecadas.
Una conspiración para un crimen surge en el desayuno del vagón restaurante, como en Extraños en un tren, o la complicidad en un momento de apuro en Con la muerte en los talones.
Pero la comida en el cine de Hitchcock también está presente en las escenas de amor, como en Encadenados, donde Ingrid Bergman y Cary Grant se besan mientras hablan de comer pollo; o muestra con humor la incomodidad de James Stewart en El hombre que sabía demasiado al comer sentado en el suelo con las rodillas cruzadas.
Como vemos, en el cine de Hitchcock los platos más corrientes acompañan los momentos más incómodos de los personajes.
ORSON WELLES O EL OJO DEL BON VIVANT
«Mi médico me dijo que dejara de tener cenas íntimas para cuatro, a menos que haya otras tres personas», es una de las muchas citas y anécdotas atribuidas a Orson Welles relacionadas con la comida. Otra: en un programa de televisión, un joven estudiante de cine pide un consejo y Welles le da su receta de salsa boloñesa.
Muchas de estas citas y anécdotas se tienen por verdaderas porque lo cierto es que el apetito de Welles era tan grande como sus talentos, entre los que se incluía la cocina. Él mismo dijo que se interesó por la gastronomía cuando su primera esposa se sentó encima de un huevo.
No es raro que una de las fuentes sobre Welles sea un libro titulado Mis almuerzos con Orson, recopilación de conversaciones entre el multifacético Henry Jaglom y Orson Welles mantenidas en el restaurante Ma Maison de Beverly Hills entre 1983 y 1985. Este amor por la comida podría haberse trasladado a su arte, llenando sus películas de detalles y texturas, como apreciaría un gourmet.
En muchas de las películas de Welles, las escenas están iluminadas con luces de alto contraste, lo que crea sombras dramáticas y resalta la textura de las superficies, al igual que en una cena gourmet, donde la iluminación puede centrarse en resaltar la presentación y los colores de un plato.
La toma larga en Ciudadano Kane o Sed de mal recuerda a las expectativas que se tienen al acudir a un restaurante con verdadero deseo. Te acercas al local, atraviesas la puerta, sin interrupción te acompañan a la mesa y te atienden. Tanto en la técnica de Welles como en esta experiencia culinaria, se siente una continuidad y fluidez que envuelve al espectador o comensal.
El enfoque profundo de Welles permite que tanto los elementos en primer plano como los del fondo estén nítidos y claros, evocando una mesa larga meticulosamente dispuesta para una cena donde cada detalle deleita al ojo: todo permanece a la vista, desde el primer tenedor hasta la última copa al fondo.
Ángulos de cámara innovadores revelan la faceta gourmet de Welles. Aunque los gourmets tengan platos favoritos, valoran la variedad y explorar nuevos sabores y experiencias culinarias.
La comida también toma un papel dramático en su cine. En Ciudadano Kane, por ejemplo, el desayuno se convierte en una metáfora del distanciamiento emocional entre Kane y su esposa. Comienza con ambos enamorados en una mesa pequeña y, a través de pequeñas escenas, la mesa crece en longitud, simbolizando su alejamiento, hasta que terminan en extremos opuestos, sumidos en la lectura de sus periódicos.
Lo que no varía es el desayuno: huevos fritos con bacón y café, una simplicidad que contrasta frente al ansia de Kane de coleccionar obras de arte, animales exóticos e incluso personas.
En el Cuarto mandamiento, la comida toma especial relevancia como parte del retrato de la familia Amberson, de rancio abolengo y opulencia trasnochada. Una puesta en escena que Scorsese reconoció haber tomado como inspiración para La edad de la inocencia.
Aunque la obra de Welles quedó incompleta y la mayoría de su filmografía fue mutilada en los montajes o se vio empañada por producciones de bajo coste, su influencia y legado son innegables. A pesar de las adversidades y contratiempos de su carrera, el impacto de Welles en el cine es profundo y duradero, dejando huella no solo en la técnica cinematográfica, sino también en la pasión con la que un artista se acerca a su obra, al igual que un chef prepara un plato exquisito.
FEDERICO FELLINI Y LA EVOCACIÓN
«Me encanta comer, pero aún más me encanta sentarme y hablar con amigos alrededor de una mesa y ver comer a otras personas», confesó Federico Fellini en un almuerzo, según contaba Vanity Fair en 1984. Añadió que se podía conocer a una persona por su manera de comer, así que posiblemente hubiera estado de acuerdo con la tesis que planteamos en este artículo: la manera de comer se refleja en la manera de filmar películas.
«Ver comer a las personas» es un acto del observador de la conducta humana que era Fellini, y también una manera de olvidar que Italia, tras la Segunda Guerra Mundial, fue un escenario de carencias. Este trasfondo se manifiesta en películas del director italiano como La Strada y Las noches de Cabiria.
En La Strada, una desesperada madre vende a su hija (Giulietta Massina) a un forzudo de circo (Anthony Quinn) para que sea su ayudante por 12.000 liras, dos salchichones, un queso y dos garrafas de vino. Llevando el espectáculo de pueblo en pueblo, los altibajos de la forzada relación se reflejan en el rostro de ella cada vez que come un plato frugal: abandono, tristeza, esperanza… Fellini es consciente, como pocos, de que, mientras comemos, aunque estemos rodeados por otras personas, realmente estamos frente el plato con nuestros pensamientos y nuestros ánimos.
Además, en este film inicia dos temáticas recurrentes en su filmografía: la comida como escapismo y el mundo circense. Aunque la expresión «pan y circo» remite a las tácticas de los emperadores romanos para distraer al pueblo de problemas más serios, el enfoque de Fellini es distinto. El pan y circo no buscan meramente distraer, sino más bien ayudarnos a trascender nuestra realidad.
En Las noches de Cabiria, la prostituta interpretada por Massina tiene la oportunidad de disfrutar del caviar y las langostas ofrecidos por un cliente adinerado y famoso. Sin embargo, cuando aparece la novia de este cliente, Massina se refugia en un cuarto de baño, enfrentándose a una solitaria pechuga de pollo que, abrumada por la situación, no llega a comer.
La comida también asume un papel protagonista en La Dolce Vita, así como en todo el cine de Fellini. Anita Ekberg da vida a una deslumbrante actriz que aterriza en Roma para un rodaje. Al descender del avión, es recibida por el productor con una pizza gigante, comparable en tamaño a una paella.
Esta escena, quiera el director italiano o no, se convierte en una postal para el mundo, evocando la imagen de los turistas siendo recibidos con collares de flores en Hawái. Marcello Mastroianni, que encarna a un periodista en busca de chismes para una revista de sociedad, recorre la Roma nocturna entre cenas decadentes con personajes corruptos, para finalmente encontrarse en una playa, observando un colosal pez muerto en la orilla.
Aunque muchos análisis sugieren que los ojos vidriosos del pez simbolizan el vacío y la falta de propósito de sus vidas, si recordamos la predilección de Fellini por observar a las personas comer, podríamos concluir que nadie comerá ese pescado en descomposición. No habrá familia ni grupo de amigos que se reúnan alrededor de una mesa para disfrutarlo. Así, más que el vacío, lo que realmente refleja es la profunda soledad que embarga al personaje de Mastroianni.
Posteriormente, llegaron películas como Satyricon o Y la nave va, en las que la comida no solo se convierte en un elemento crucial de la escenografía, sino que adquiere un protagonismo casi comparable al de un actor invitado que va a lucirse en una serie, con platos tan extravagantes y desproporcionados que captan la atención. No es de extrañar que el propio Fellini haya mencionado en varias ocasiones que sus escenas de comida favoritas pertenecen a estas películas.
Más tarde, el director vuelve su mirada hacia el pasado, hacia su infancia. En Amarcord, nos sumerge en las comidas contundentes de una familia rural: primero, una sopa con pasta y luego, pollo con arroz. En este hogar, donde la sofisticación brilla por su ausencia, las conversaciones suceden a gritos, reflejando la esencia de una comida mediterránea en una Italia empobrecida. Los planos generales de la mesa sitúan al espectador en un extremo, como un invitado más, permitiéndole ser testigo del ruidoso espectáculo de una familia italiana que devora su comida, más que saborearla.
En Roma, Fellini nos presenta a un joven de provincias que llega a la capital justo antes de la Segunda Guerra Mundial. Durante una escena de siete minutos, se sumerge en una calle llena de trattorias en una noche de verano. Hombres comen con el pecho al aire mientras el joven observa, captando el flujo constante de platos, el bullicio de los camareros y la voracidad con la que los comensales, gente común, esperan y disfrutan su comida.
Ya sea retratando las comidas frugales de los más desfavorecidos, las extravagancias de los opulentos o las generosas porciones típicas de «la mamma», Fellini siempre enfoca en el carácter de sus personajes. Cada comida es un retrato en sí mismo. Aunque sus personajes pueden ser extravagantes, marginales, pomposos o incluso poseer una actitud constante, cuando comen solo pueden ser ellos mismos. En ese momento, las máscaras caen.
STANLEY KUBRICK O EL OJO VORAZ
Durante una cena en la preproducción de La naranja mecánica, Malcolm McDowell preguntó a Kubrick por qué estaba comiendo helado y bistec al mismo tiempo. El director respondió: «¿Cuál es la diferencia? Es todo comida. Así solía comer Napoleón».
Esta anécdota revela dos dimensiones de Kubrick. La primera es su meticulosidad y obsesión por la documentación, buscando comprender todo lo relacionado con la historia que deseaba llevar a la pantalla, similar a cómo un actor del método se sumerge en su personaje. En ese momento, Kubrick planeaba un largometraje sobre el emperador francés.
Es cierto que Napoleón no era precisamente un gourmet; prefería comidas simples y rápidas, como las patatas o las lentejas, debido a sus constantes ocupaciones militares y gubernamentales. Kubrick, inmerso en distintos proyectos a la vez, también prefería las comidas simples y rápidas.
Ian Watson, quien colaboró en el guion de I.A., describió cómo, durante semanas, los encuentros de trabajo con Kubrick estaban acompañados por comida china entregada por un chófer para continuar con una temporada en la que cocinaba grandes filetes de salmón en leche en el microondas, cosa de la que se vanagloriaba, según Watson.
La respuesta de Kubrick, «¿Cuál es la diferencia? Es todo comida», revela otro matiz de su personalidad, como dijimos. En el interior de ese imponente director habitaba un niño que elegía sabores por simple capricho, sin seguir un orden establecido, porque la comida solo era un combustible.
Los niños prefieren comer rápido o comer de paso porque el mundo aguarda. Kubrick llevó esta voracidad infantil hacia la vida a su cine, manifestada en su obsesión por captar el detalle, el movimiento, el color, la simetría dentro del plano y su alteración.
En su filmografía, la comida es una constante. Escenas de personajes preparando platos frente al televisor, soldados comiendo, o familias compartiendo un desayuno tranquilo en medio de un contexto turbulento. A través de estos detalles, Kubrick ofrece pistas sobre la naturaleza de sus personajes. En Lolita, Sue Lyon está inmersa en la ingesta de refrescos y comida rápida, enfatizando su inocencia infantil. En La naranja mecánica, la leche drogada sugiere un protagonista en la encrucijada entre la infancia y la violencia.
Kubrick también destaca contrastes. En Lolita, James Mason muestra repulsión por un perrito caliente parcialmente comido por Shelley Winters. Poco después, no tiene reparo en aceptar un huevo frito de las manos de Lolita. En 2001: Una odisea del espacio, primates devoran carne cruda, en contraste con astronautas consumiendo alimentos procesados.
Sin embargo, en La chaqueta metálica y La naranja mecánica, la comida se convierte en castigo, y los personajes son forzados a ingerirla. El alcohol es un pacto con fuerzas siniestras o sobrenaturales en El resplandor, donde Jack Nicholson vende su alma, literalmente, por una copa de bourbon.
En la cinematografía de Kubrick, no se trata de «eres lo que comes», sino «eres como comes». Y es, precisamente, esta voracidad lo que hace que sus películas hayan creado imágenes icónicas que perduran en la cultura popular de nuestros días.
FRANCIS FORD COPPOLA
«La forma en que escribo [los guiones] es como si tuviera una gran bola de masa para pasta. Y estoy escribiendo… Tomo un poco y hago una pizza o hago un pastel. En la pasta están todas las ideas que tengo», dijo Coppola a la audiencia del Marrakech Film Festival en 2010. Al hablar así, el director de El padrino une en un par de frases sus pasiones: la cocina italiana y el cine, aunque no debemos olvidarnos del vino.
Realmente, cocinar es un placer para Coppola, que no pierde la oportunidad de demostrar sus dotes como chef avezado en cuanto tiene ocasión. Un ejemplo, en 2015 cocinó un plato de pasta para los estudiantes de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños de Cuba, mientras hablaba del futuro del cine. Es inevitable, pues, que la pasión de Coppola por la cocina italiana se refleje en su cine, dejando escenas icónicas que han sido objetos de parodias y homenajes.
Un ejemplo es la escena en la que Vito Corleone (Marlon Brando) compra naranjas y se percata de que dos matones se acercan. Huye, tropieza con una caja de naranjas, estas caen siguiendo a Corleone, y finalmente, el gran capo cae al suelo tras una lluvia de balas. En un plano cenital, las naranjas resaltan sobre el asfalto negro y húmedo, tanto como los fogonazos de las pistolas de los matones.
En un brevísimo plano, Coppola muestra los dos mundos de El Padrino: el que está relacionado con la vida doméstica, sencilla, representado por las naranjas que recuerdan a Sicilia, y la violencia que ha caracterizado su reinado. No es raro que ambos mundos se derrumben al unísono: las naranjas ruedan por el suelo a la vez que Corleone.
Esta fruta se convierte en un elemento recurrente en la saga El padrino, actuando a menudo como presagio de un acontecimiento fatal o violento, aunque también evoca el lujo, la conspiración y forma parte de momentos íntimos y familiares. La mezcla de comida y crimen es una constante en la saga: Vito Corleone propone pactos turbios mientras su hija celebra la boda. Un chaleco antibalas con un pescado fresco comunica un crimen.
Clemenza (Peter Castellano) asesina a quien atentó contra Vito y, a continuación, dice a uno de sus pistoleros: «Deja la pistola, toma los cannoli», entregándole los dulces que la esposa de Clemenza preparó con cariño. Aunque Castellano improvisó «toma los cannoli», Coppola había preparado una larga escena hogareña en la que la mujer de Clemenza entrega a este dulce igual que otra mujer de la época entrega la fiambrera con sándwiches a su esposo para comer en el trabajo. El mismo Clemenza enseña a Michael Corleone (Al Pacino) a cocinar salsa de espaguetis en una escena que incluye la receta completa.
Aunque Coppola no es un chef, su atención al detalle es digna de uno, especialmente en lo que respecta a cómo los colores y olores pueden afectar al público. Por eso, no es raro que en sus películas destaque el rojo, el amarillo y las tonalidades de naranja. Respecto al olfato, Coppola logra evocar memorias y sensaciones en el público con escenas como la mítica frase de Robert Duvall en Apocalypse Now: «Me encanta el olor de napalm por la mañana». Pocos, aparte de un chef atento a los matices de los olores, tanto agradables como desagradables, podrían haber incorporado una línea con tanto impacto olfativo en una película.
La comida, para Coppola, es más que un mero atrezzo; se convierte en el espejo del alma de los personajes. En ocasiones, refleja opulencia, pero otras veces muestra el anhelo de una vida sencilla y arraigada a la tierra. Este deseo de conexión con la tierra es algo que el propio Coppola lleva en su corazón, y es palpable en su compromiso con la producción vitivinícola. Desde hace años, rinde homenaje a sus ancestros y a esta conexión produciendo sus propios vinos a través de su viñedo Francis Ford Coppola Winery en Napa Valley, California.
No podemos pasar por alto que el vino juega un papel esencial en la trilogía de El padrino. Tanto en las escenas rurales de Sicilia como en las reuniones familiares en la mansión de los Corleone en Nueva York, el vino se convierte en testigo y símbolo de la tradición, la familia y los lazos que unen a los personajes.
CHUPITOS
Cada director, al igual que cada plato, cuenta una historia única. Con cada bocado y cada escena, revelan un pedazo de su alma, sus pasiones y sus obsesiones. En este entramado de sabores y visiones, queda evidente que, en efecto, somos lo que comemos y lo que soñamos en la gran pantalla.