Cuando Descartes dijo su famosa frase “pienso luego existo”, no podía anticipar el mundo en el que vivimos hoy. De la introspección a la globalización, hemos recorrido un largo camino.
Nunca los seres humanos hemos tenido tantos amigos, sobre todo si miramos nuestra página de facebook. Seguramente no conocemos cómo se llama el vecino del quinto y ni siquiera el de la puerta de al lado, pero podemos ver cientos de canales en nuestra tele y nos podemos comunicar instantáneamente con gente en todo el mundo. Compartimos conocimientos, imágenes, música e información pero muy a menudo la diferencia prevalece sobre la similitud, que es el formar parte del género humano. La velocidad de la globalización ha provocado la necesidad de identidad, la necesidad de pertenecer a algo como reacción a la uniformidad globalizadora.
La identidad es la suma de todas las cosas que somos, lo que recibimos de nuestras familias, nuestros países y lo que hemos añadido a lo largo de nuestra experiencia, los viajes, los amigos, las parejas, los países que hemos visitado o en los que hemos vivido.
Los primeros problemas llegan cuando nuestro proceso nos lleva a ser diferentes, a no ser como la mayoría. Las calles de nuestras ciudades se parecen demasiado, las mismas tiendas, los mismos coches, la misma ropa. No es posible ver a una persona debajo de tanta uniformidad. La emigración ha cambiado el paisaje humano, nuestras relaciones cotidianas nos ponen en contacto con gente de otros países, de otras lenguas, y para apagar nuestra inseguridad buscamos las diferencias.
Los elementos de nuestra identidad que se nos dan al nacer son mínimos, algunas características físicas, sexo… Ni siquiera esos elementos son fijos. No es lo mismo ser mujer en Kabul que en Oslo.
Después llega el proceso de aprendizaje, nuestras familias nos modelan, nos inculcan creencias, ritos y actitudes, y nos dan una lengua. El colegio, la calle, los amigos, dan la siguiente capa a nuestra identidad y empiezan las primeras heridas. Me ven gordo o flaco o demasiado moreno o demasiado rubio, y se van formando las innumerables diferencias que forman nuestra personalidad. Se va forjando una forma de ser que se va a poner a prueba durante las distintas etapas de la vida.
Una identidad que es un proceso en movimiento, porque en lugar del “pienso luego existo” descartiano, sería “convivo luego existo”, nuestra identidad se mide en el proceso de convivir día a día, de formar parte de una comunidad, un lugar en el que nos sentimos en armonía con otros.
Por supuesto en nuestra vida pertenecemos a diferentes comunidades, familia, amigos, asociaciones, grupos culturales, políticos o laborales. Cuando formamos parte de un proyecto comunitario nuestras fuerzas se multiplican y las discusiones teóricas sobre los procesos identitarios pierden importancia. Marco Aurelio nos dio un ejemplo, sobre todo a la clase política, cuando dijo: “todo lo que hago lo hago con la comunidad en la mente”. El descrédito de los políticos nos lleva a buscar otras formas de encuentro con los demás.
Como escribe Amin Maalouf en su libro Identidades Asesinas: “El siglo 20 nos ha enseñado que ninguna doctrina es por sí misma liberadora, todas pueden caer en desviaciones, todas pueden pervertirse, todas tienen las manos manchadas de sangre: el comunismo, el liberalismo, el nacionalismo, todas las grandes religiones y hasta el laicismo. Nadie tiene el monopolio del fanatismo y a la inversa, nadie tiene tampoco el monopolio de lo humano”.
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Paloma Simón es Psicoterapueta Gestalt
Foto de Dominic Sayers reproducida bajo licencia CC
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